Después de años de matrimonio, Lauro y Cora se sienten más distantes que nunca. El silencio es lo que más se escucha en casa, y hay dos corazones que, aunque siguen latiendo, cada vez se gritan más por estar tan lejos. Lauro está decidido a pedirle el divorcio: ya no soporta la convivencia. Pero todo empieza a cambiar cuando a Cora le diagnostican una enfermedad del corazón. La única manera de salvarla será con un trasplante. Y cuando el destino los empuje al límite, Lauro descubrirá que, por más lejos que intente estar, su corazón nunca ha dejado de pertenecerle a ella.
NovelToon tiene autorización de Mel G. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
IMPACTO
Las redes sociales habían estallado con el tema del Cierre Voluntario. Miles de usuarios, impulsados por la curiosidad, comenzaron a indagar sobre Cora. Descubrieron que había pertenecido al despacho familiar, uno de los más prestigiosos —si no el más— de todo el país. También, que a través de sus propias redes sociales había dejado ver que abandonó la abogacía para dedicarse a la Escuela de Artes Escénicas.
La sorpresa fue mayor cuando se enteraron de que estaba casada con Lauro Vivanco, un hombre de un estatus económico mucho más bajo que el de ella, con quien llevaba casi diez años de relación: cinco como novios y cuatro como esposos. No faltaron los portales que destacaron que Cora era nada menos que la cuarta hija de la famosa familia de abogados Valencia.
De pronto, Cora estaba en el ojo público. Su participación en el debate había logrado un impacto inesperado: lo que antes era un 52% a favor y un 48% en contra del Cierre Voluntario, ahora se había transformado en un 68% en contra, dejando apenas un 32% a favor.
Los comentarios en redes no se hicieron esperar. La vida personal de Cora, su decisión de cambiar de profesión y su postura en el debate fueron objeto tanto de críticas como de apoyo. Aunque había gente que la defendía con fuerza, los detractores parecían querer enterrarla viva, y hacían mucho más ruido.
Algunos ejemplos de lo que se podía leer en redes:
“De verdad no entiendo cómo alguien que dejó una carrera tan prestigiosa como la abogacía para ponerse a jugar a la actriz puede opinar de un tema tan serio.”
“Ya sabía yo que venía de familia rica, qué fácil hablar cuando siempre tuviste todo resuelto. Casarse con alguien de menor nivel no la hace humilde, solo hipócrita.”
“Lo peor es que su intervención cambió las estadísticas. Qué irresponsable, ahora más gente se opone al Cierre Voluntario solo porque una actriz frustrada habló bonito.”
“La familia Valencia debe estar avergonzada… una hija que desperdició el apellido y ahora anda metiéndose en política.”
“Su marido Lauro seguro vive de ella. Qué conveniente: ella se sale de la abogacía y él se casa con la heredera de los Valencia. Cuento repetido.”
“Yo la aplaudo. Tuvo el valor de dejar una carrera impuesta por su familia para seguir su vocación. Eso es admirable.”
“Cora habló con más claridad y pasión que cualquiera de los otros. No importa que ya no sea abogada, sabe defender ideas.”
“Me encanta que esté casada con alguien fuera de su círculo elitista, demuestra que ve personas, no estatus. Eso habla bien de ella.”
“De los Valencia, ella es la única que parece tener humanidad. Ojalá más gente como Cora se animara a decir lo que piensa.”
“El Cierre Voluntario es un tema delicado, pero Cora lo expuso con argumentos y sentimientos. Aunque muchos la odien, cambió la conversación y eso ya es un logro.”
Pero había alguien en especial que no estaba contento con lo que había pasado.
La oficina de Felipe Anzures estaba en penumbras, iluminada solo por la luz azulada de varias pantallas donde se proyectaban estadísticas y titulares de noticias. Llevaba dos días siguiendo de cerca el efecto de aquel debate. Su corbata estaba floja y el vaso de whisky en su mano temblaba apenas con el movimiento de su respiración agitada.
La gráfica frente a él era clara: 68% en contra.
Había pasado de ser una simple diferencia ajustada a un abismo que comprometía directamente sus planes.
Golpeó con la palma abierta el escritorio de caoba, haciendo vibrar los portavasos de cristal.
—¡Todo por esa maldita mujer! —escupió, con la voz cargada de rabia.
Encendió un cigarro, dio una calada profunda y exhaló el humo con furia, como si quisiera borrar la imagen de Cora en su mente. La había visto de pie, segura, con una pasión que ni siquiera los políticos de carrera lograban transmitir. Y la gente le creyó. Ese había sido el error: le creyeron.
—¿Cómo es posible que alguien sin peso político incline así la balanza? —murmuró entre dientes.
Se giró hacia la ventana. Desde el piso treinta y dos, la ciudad parecía un tablero brillante, un terreno listo para ser explotado. Y él tenía el plan perfecto: abrir la primera clínica privada de Cierre Voluntario, disfrazada de institución humanitaria pero diseñada para multiplicar su fortuna con cada “procedimiento voluntario”. Todo estaba listo… salvo la opinión pública.
Cerró el puño con fuerza.
—No pienso perder millones por una actriz frustrada… —masculló con los dientes apretados.
Un asistente tocó la puerta con timidez, pero Felipe no respondió. Solo se hundió en el sillón de piel, tomando un trago largo de whisky. Sus ojos, encendidos por la ambición, se fijaron en la pantalla de noticias que repetía titulares con el nombre de Cora Vivanco.
—Si el pueblo se deja engañar por emociones, habrá que darles emociones más fuertes. —sonrió con frialdad—. Esto no termina aquí.
...****************...
Cora salió de su última clase en la escuela de teatro con la mochila colgando al hombro y el cabello todavía húmedo por el ensayo. El pasillo olía a madera y polvo de utilería, nada distinto a cualquier otro día. Pero apenas empujó la puerta de salida, se topó con un muro de flashes.
El golpe de luz la cegó por un instante. Cuando sus ojos se ajustaron, lo entendió: la banqueta estaba abarrotada de reporteros, cámaras y micrófonos extendidos hacia ella como lanzas.
—¡Cora! ¡Cora Vivanco, unas palabras por favor!
—¿Es cierto que la quieren como representante oficial en los debates?
—¿Qué opina su familia del giro que ha tomado su vida?
—¿Se arrepiente de haber dejado la abogacía?
—¿Es verdad que su esposo depende económicamente de usted?
—¿Cómo responde a quienes dicen que arruinó la estadística con un discurso emocional?
Las voces se superponían unas a otras, estruendosas, casi violentas. El aire se llenó de chasquidos de cámaras y empujones. Cora levantó las manos intentando calmar la multitud.
—Yo… por favor… no puedo… —balbuceó, con una sonrisa nerviosa que no convencía a nadie.
Un camarógrafo se inclinó demasiado, otro la jaló suavemente del brazo para acercarla al micrófono. Cora retrocedió, pero se topó con otra fila de reporteros que bloqueaban la salida. El sudor empezó a resbalarle por la nuca; sentía que el aire se le acababa.
—¿Tiene miedo de convertirse en la cara visible de la oposición al Cierre Voluntario?
—¿Aceptará la invitación al debate nacional?
El bullicio era una ola que la empujaba cada vez más contra la pared. Sus piernas temblaron; el corazón golpeaba desbocado. Un codazo accidental le rozó la mejilla, casi la tira.
—¡Por favor, déjenme pasar! —exclamó, pero nadie la escuchó.
Justo en ese momento, una voz grave rompió el ruido:
—¡Apártense!
Lauro irrumpió en medio de la multitud, abriéndose paso a empujones. Su rostro endurecido contrastaba con su tono protector. Tomó a Cora por los hombros y la jaló contra su pecho, rodeándola con el brazo para abrir espacio.
—¡Se van a matar entre ustedes! ¡Quítense del camino! —gruñó, con una fuerza que logró contener el caos por segundos.
Los micrófonos seguían extendiéndose, pero él los apartaba con la mano libre. Caminó con decisión, casi cargándola, mientras los reporteros retrocedían entre gritos y protestas.
Cora sintió cómo el ruido quedaba atrás poco a poco, sustituido por el sonido de su propia respiración agitada y el latido en sus sienes. Aferrada a Lauro, dejó escapar un susurro apenas audible:
—Gracias… pensé que no iba a salir de ahí.
Lauro no respondió de inmediato; solo la apretó un poco más contra él, manteniéndola protegida mientras la conducía hacia el auto estacionado. Cuando por fin estuvieron dentro, cerró la puerta con fuerza, aislándolos del tumulto que golpeaba los vidrios desde fuera.
El silencio del coche contrastaba con la marea que habían dejado afuera, pero Cora no lograba recuperar el aire. Sentía un peso en el pecho, un mareo que le hacía cerrar los ojos. El calor del encierro y la presión de hace un momento se mezclaban en un nudo que le revolvía el estómago.
—Cora, ¿estás bien? —preguntó Lauro, inclinándose hacia ella con el ceño fruncido.
—Solo… dame un minuto… —murmuró, llevándose la mano a la frente.
Ella no sabía cuánto tiempo más iba a poder ocultar su condición.
Respiró hondo, pero el temblor en sus manos la traicionó. Un instante después, buscó el asiento a tientas y se dejó caer contra él, ladeando el rostro para recargarlo en el hombro de Lauro. No lo pensó demasiado; solo necesitaba sentir que todo aquello había terminado, al menos por unos segundos.
Él se tensó, sorprendido, pero no se apartó. Sintió cómo su respiración todavía entrecortada le rozaba el cuello, y cómo sus dedos, casi sin fuerza, se aferraban al borde de su camisa.
—No me sueltes —susurró Cora, con voz quebrada.
Lauro la miró de reojo, tragando saliva. Quiso decirle que debía cuidarse más, que aquello era solo el inicio, que la estaban convirtiendo en un blanco demasiado grande… pero en vez de eso, alzó la mano y la posó suavemente sobre la suya, entrelazando sus dedos por un instante.
—Estoy aquí —dijo, con la voz grave pero más suave que antes.
El camino de regreso fue un silencio tenso. Afuera, la ciudad se deslizaba con normalidad, pero dentro del auto el ambiente estaba cargado, como si cada respiración de Lauro pesara demasiado.
Cora, aún apoyada en el asiento, lo observaba de reojo. El volante parecía una presa en sus manos, sus nudillos blancos de tanto apretarlo. No hablaba, no la miraba; la mandíbula contraída lo decía todo.
Cuando por fin cruzaron el portón de la casa, Lauro detuvo el coche de golpe, con un frenazo seco. Bajó antes de que ella pudiera reaccionar y rodeó el vehículo para abrirle la puerta. El gesto fue rápido, eficiente, pero no suave: no había espacio para ternuras en ese momento.
—Vamos —dijo con la voz grave, sin esperarla demasiado.
Cora intentó incorporarse, todavía un poco débil, y notó la impaciencia en sus movimientos. Él la sostuvo igual, firme, pero su expresión seguía endurecida.
Al entrar al recibidor, Lauro dejó escapar un suspiro áspero, como si hubiera estado conteniéndolo todo el trayecto. Dio un par de pasos hacia adelante y se giró hacia ella.
Él quería quedarse callado, pero tenía que decirlo, aunque muchas veces se guardaba lo que llevaba dentro por miedo a su reacción.
—Esto no puede volver a pasar —soltó, con el ceño fruncido.
Cora lo miró sorprendida, el corazón apretado.
—No fue mi culpa… —murmuró, a la defensiva.
—Lo sé —respondió él, bajando el tono pero aún áspero—. Y aun así… no sabes lo cerca que estuviste de… —se interrumpió, incapaz de decirlo en voz alta.
La punzada en el pecho le recordó a Cora su fragilidad, pero en vez de mostrarla, apretó los labios. Ese “no puedo permitir” lo sintió como una orden.
—¿Perdón? —alzó la voz, erizando la distancia—. ¿Ahora resulta que tengo que pedirte permiso para salir de una clase?
Lauro la miró fijo. Respiró hondo para no perder el control. Una discusión después de una pequeña reconciliación pesaba más que antes.
—No es eso, Cora. No entiendes…
—Lo que entiendo —lo interrumpió, con la furia que tantas veces había marcado sus discusiones pasadas— es que siempre es lo mismo: tú impones, tú decides, tú sabes lo que me conviene.
Él la sostuvo con la mirada, y esa tensión densa, conocida, volvió a crecer entre ellos. Era el mismo muro que casi los había llevado a firmar un divorcio.
Lauro se pasó una mano por el cabello, exasperado, sin poder ocultar su frustración.
—Solo… —no terminó la frase. No quería empeorar las cosas de un momento a otro.
Cora desvió la mirada, sintiendo la contradicción arderle en la garganta. Quería gritarle que no la tratara como una niña, pero lo sabía: Lauro era sobreprotector, alguien que siempre imaginaba lo peor. Y aun así, recordar cómo la sostuvo entre esa multitud le apretaba el pecho de otra manera.
El silencio cayó, espeso, dejándolos frente a frente, atrapados otra vez en esa batalla que nunca terminaban de ganar.
Lauro dio unos pasos hacia la escalera.
Pero Cora lo detuvo.
—Lo siento… no quería exaltarme —dijo ella con voz suave—. Es solo que todo esto… no sabía que mi participación de hace un par de días tendría este impacto. He recibido llamadas de todos lados, grupos sociales, debates nacionales…
Lauro regresó hacia ella. Le tomó las manos y la condujo al sillón.
—Bueno, sabíamos que tal vez esto pasaría. Lo importante es que estés segura. Debes tener en cuenta que hay un riesgo en todo esto y que debes cuidarte —dijo con firmeza, pero ya sin dureza.
—Sí, lo sé.
La tensión en su cuerpo pareció deshacerse poco a poco.
—¿Ya pensaste qué harás respecto a las invitaciones que has recibido?
—Sí. He agendado algunas citas con ciertos grupos sociales… y también con el comité del debate nacional. Escucharé a todos y veré mis opciones.
—Bien. Por favor, dime si necesitas ayuda.
Cora asintió. Lauro le acarició suavemente la mejilla y luego se levantó hacia la cocina.
—¿Galletas? —preguntó, sacando un paquete empezado de la alacena.
—Claro —respondió ella con una pequeña sonrisa.