Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 23 – Sombras bajo el Mármol
“No era el eco lo que respondía… era el tiempo devolviendo la mirada.”
La lluvia había cesado, pero el cielo aún pendía gris sobre la cúpula del mundo. Los árboles en los jardines parecían murmurar entre ellos, como si supieran lo que estaba por ocurrir y prefirieran guardar silencio.
Annabelle caminaba sola, envuelta en la capa de terciopelo negro que la Mentora le había dado semanas atrás. Sus pasos la llevaban más allá del claustro, más allá de la biblioteca… hacia el ala olvidada, la que nadie nombraba.
No sabía si era una voz, un recuerdo o un impulso el que la guiaba, pero algo en su pecho ardía: una necesidad ancestral de descubrir lo que había bajo el mármol frío del internado. Sabía, sin pruebas, que allí abajo encontraría respuestas. O más preguntas. Ya no distinguía entre ambas.
Las puertas selladas cedieron a su tacto como si la esperaran. El pasillo era angosto y descendente, los muros cubiertos de inscripciones antiguas —no del todo latinas, no del todo humanas. Bajó una, dos, tres escaleras. El silencio era tan espeso que le costaba respirar.
La cripta se abrió ante ella como una herida olvidada.
Estatuas de piedra de rostros sin nombre la observaban. El suelo estaba cubierto de pétalos secos, cenizas y un polvo gris que olía a tiempo detenido. En el centro, una tumba. Y sobre la tumba, una figura.
—Sabía que vendrías —dijo la Mentora, sin volverse.
Annabelle sintió un escalofrío.
—¿Qué es este lugar?
—Aquí yace lo que no debía recordarse. Aquí comenzó todo… y todo terminó.
La luz de una antorcha bailó en la mano de la anciana, revelando un rostro distinto al habitual. Más joven. Más dolorido. Más real.
—¿Quién está enterrado ahí?
La Mentora dejó la antorcha a un lado.
—El Primer Fragmento. El que nos dio forma… y condena.
Annabelle se acercó. La lápida no tenía nombre, solo una inscripción en latín:
“Ex umbra, lux. Ex lux, damnatio.”
De la sombra, luz. De la luz, condena.
Sus dedos rozaron la piedra, y un temblor le subió por el brazo. Un recuerdo que no era suyo —una sala llena de sangre, una voz jurando lealtad eterna, una niña ardiendo en fuego.
Retrocedió de golpe, jadeando.
—¿Qué fue eso?
—Una de tus memorias. O quizás la suya —susurró la Mentora, con ojos tristes—. El Fragmento te reconoce, Annabelle. Lo has llevado dentro desde el principio.
Las horas posteriores fueron un delirio de confesiones.
Annabelle se enteró de la existencia del Pacto Original, un acuerdo sellado entre mortales y seres oscuros para contener el poder de la Sangre Eterna. Supo que cada generación de Eternos nacía con una parte de ese poder, fragmentada, rota, dividida… hasta que una de ellas los reuniera todos.
Y ella… era esa conjunción.
—¿Por qué yo?
—Porque no elegiste ser como ellos. Porque no supiste mentir. Porque naciste rota, como el mundo que intentamos salvar.
Annabelle sintió el vértigo de las verdades absolutas. Se sentó sobre el suelo de piedra.
—Théodore… lo sabía, ¿verdad?
La Mentora asintió.
—Y por eso se aleja. Porque su amor por ti… es lo único que aún lo hace humano.
Un silencio denso cayó entre ellas.
La Mentora extrajo de su cuello un colgante y se lo tendió.
—El último Fragmento. El mío. Tómalo.
Annabelle extendió la mano. En cuanto sus dedos rozaron el cristal, algo dentro de ella se quebró.
Vio la fundación de la escuela, la firma del pacto, la primera ceremonia de sangre… y a él.
El Fundador.
No era un hombre, ni un dios. Era ambos. Su rostro no tenía edad, pero sus ojos eran antiguos. Y en su mirada… reconoció el abismo.
—Yo lo he visto antes —susurró.
—Lo verás de nuevo. Pronto.
Annabelle regresó a su habitación cuando la luna ya rozaba el filo del cielo. Nada se sentía igual. Sus libros estaban abiertos, las sábanas revueltas, como si su ausencia hubiera dejado una grieta en la habitación.
Sobre la almohada, una nota.
“A veces, el amor también es una condena. –Th”
La tinta olía a tierra húmeda y rosas secas.
No lloró. Se acostó en silencio, abrazada al colgante, mientras el Fragmento latía bajo su piel.
Y antes de dormir, pensó:
“No volveré a huir.”
Al día siguiente, la ceremonia de medianoche fue convocada sin aviso.
Todos los Eternos fueron llamados al salón de los espejos. Los vitraux brillaban con un resplandor enfermizo. En el centro, el Consejo de Sangre esperaba. Y junto a ellos, una figura que Annabelle no conocía, pero reconoció al instante: un Fundador.
Era idéntico al que había visto en la visión, solo que más joven. Más mortal. O fingía serlo.
—Annabelle Grey —dijo con voz grave—. Has despertado el último Fragmento. Has roto el equilibrio. Hoy serás juzgada.
La multitud murmuró. Théodore no estaba allí.
La Mentora permanecía en la sombra, sin intervenir. No era su lugar. No aún.
Annabelle dio un paso al frente. El colgante ardía en su pecho.
—Si me van a juzgar, que sea con todas las voces del pasado presentes —dijo, en alto—. Porque no fui yo quien los traicionó.
El Fundador sonrió.
—No… fuiste tú quien nos recordó lo que éramos.
Y entonces lo dijo.
“Ex umbra… lux.”
Y con esas palabras, la sala tembló.