Una habitante de la galaxia lejana se enamorará irremediablemente de una princesa heredera de Ares.
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Siguiendo
Mantuvimos inquebrantable nuestra vigilancia sobre la criatura.
—La hemos seguido con atención, sin ceder a la fatiga ni al descuido —pronunció Ovidio, arrancando así a los suyos de su letargo. Luego, con voz pausada y solemne, prosiguió—: A través del sistema de cámaras que resguardan esta sección del centro, hemos seguido su rastro; por ello sabemos con certeza que reptó en dirección a la Rue Mortis.
Apenas fueron pronunciadas estas palabras, Ira, con la impaciencia de quien no tolera la dilación cuando la caza está en marcha, tomó la palabra con resolución:
—¡Debemos partir de inmediato!
—¡Mil gracias, maestros! —exclamó Bastián, dejando ver en su mirada la reverencia y gratitud que albergaba en su pecho—. ¡En marcha, todos! —bramó luego, dirigiéndose a sus compañeros, cual general arengando a sus tropas antes de la batalla.
Así, con los turistas ya lejos de la furgoneta, los dos vehículos—el rudo y austero transporte de la expedición y el ágil automóvil deportivo de la princesa Ira—se lanzaron a la persecución, trazando su rumbo sin desvíos hacia el lugar donde se había avistado nuevamente a la enigmática bestia reptiliana: la Rue Mortis.
Ah, la Rue Mortis, un páramo desolado donde el susurro del viento parecía tañer réquiems en los oídos de los que osaban aventurarse por sus dominios. Extensa y árida, su vastedad se extendía como un mar pétreo, en cuyo seno descansaba el más grandioso de los cementerios de Atenea. No existía otro camposanto que se le igualara en magnitud, pues en su seno albergaba incontables tumbas y mausoleos que el tiempo, en su despiadado transcurrir, había cubierto de musgo y sombras. Rastrear la criatura en semejante escenario era empresa titánica, mas el temple de aquellos ocho no conocía el desaliento. Si el destino los había llamado a desafiar los límites de la resistencia humana, ellos responderían con denuedo y sin titubeos.
El silencio reinaba en el interior de la furgoneta hasta que Cyril, quien ahora sostenía el timón con firmeza, rompió la quietud con una interrogante que dirigió a su hermano Saxo:
—Dime, ¿todavía no has hallado a ese ser perfecto que tanto buscas?
—¿Acaso eres de aquellos que creen en almas gemelas? —intervino Giordano con un deje de socarronería en la voz.
Saxo esbozó una leve sonrisa antes de responder con gravedad:
—No, nada de eso. Mi búsqueda es más bien la de Pigmalión.
Bastián, erudito en mitos y leyendas, asintió con comprensión antes de pronunciarse:
—Ah, ya veo...
—Ni que decir, hermano —dijo Cyril con un deje burlón—. Esperemos que Giorgi no tenga que pintarte un retrato de tu musa para que puedas arrancarla del lienzo y hacerla carne y hueso.
Una carcajada unísona estalló dentro del furgón, disipando momentáneamente la tensión de la empresa que emprendían. Sin embargo, la alegría efímera pronto se vio desplazada por la inminente llegada al punto señalado. La Rue Mortis se erguía ante ellos como un umbral a lo desconocido, aguardando su entrada con el sigilo de un depredador que acecha en la penumbra.