¿Qué serías capaz de hacer por amor?
Cristina enfrenta un dilema que pondrá a prueba los límites de su humanidad: sacrificarse a sí misma para encontrar a la persona que ama, incluso si eso significa convertirse en el mismo diablo.
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Detrás de la máscara
Durante cinco meses, me dediqué completamente al negocio de mi suegro. Mis días se dividían entre manejar papeleo minucioso y acompañarlo ocasionalmente a cerrar acuerdos. Poco a poco, me convertí en su mano derecha.
—¿Otra vez con esa máscara ridícula? —bromeó Lorena mientras nos dirigíamos a una reunión de negocios, esta vez con mi suegro y mi suegra.
—Deja de molestarla, hija. A ella le gusta la privacidad, ¿no es así, nuera? —respondió mi suegro, cada vez más complacido conmigo.
—Así es, necesito mantener un perfil bajo ante esa gente —dije con orgullo.
Mi máscara era discreta, un león negro que me ocultaba completamente el rostro. Esto no era solo un capricho; era una estrategia. Si alguna foto o rumor se filtraba, no podrían asociarme directamente con los Pérez. Mi papel público era el de una simple nuera, pero cuando llevaba la máscara, me transformaba en Gen, un nombre que había leído al azar en Internet y que ahora usaba para proteger mi identidad en los negocios más turbios.
—¿Lista, Gen? —preguntó mi suegro mientras ajustaba su corbata.
—Lista, Ana —respondí, extendiéndole una máscara a Lorena.
—Este nombre es estúpido, pero está bien —bufó Lorena antes de ponerse la máscara negra que le entregué.
No quería que nadie pudiera vincularnos fácilmente. Ambas vestíamos completamente de negro, con guantes y cabello recogido, listas para el papel que nos tocaba desempeñar.
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El lugar del trato era un almacén amplio y oscuro, lleno de hombres que fumaban grandes habanos, sus risas resonando en el ambiente cargado de humo y poder. Nos recibió un hombre gordo, adornado con cadenas de oro que tintineaban con cada movimiento. A su lado, una mujer deslumbrante lo acompañaba, su belleza casi irreal. No pude evitar mirarla, pero Lorena, como siempre, notó mi distracción y me dio un leve golpe en la cabeza.
—Bienvenidos, socios —dijo el hombre gordo, con voz grave—. Así que estas son las famosas Pérez.
—Mis socias —aclaró mi suegro con firmeza.
—Vayamos al grano, entonces. La distribución será sencilla: ustedes manejan el producto desde Latinoamérica hasta la frontera. Nosotros nos encargamos del resto en Estados Unidos. ¿Les parece?
La reunión no era más que un formalismo; el trato ya estaba cerrado de antemano. Sin embargo, revisamos los documentos que deslizó hacia nosotros. Lorena, abogada de profesión, los examinó con atención mientras yo observaba y trataba de entender los detalles legales.
—¿Todo en orden? —preguntó mi suegro, mirando a Lorena.
—Todo correcto —respondió ella con un leve asentimiento.
—Perfecto. Entonces, brindemos por nuestra nueva alianza —dijo el hombre gordo, aplaudiendo con entusiasmo.
De repente, un grupo de mujeres en trajes de baño apareció, llevando bandejas doradas con champán. Eran espectaculares, como modelos de revista, y no pude evitar observarlas con admiración.
—Cuidadito con lo que miras —susurró Lorena, inclinándose hacia mí mientras hundía mi cabeza de vuelta en los documentos.
—No estoy viendo nada, sigue en lo tuyo —respondí, tratando de ocultar mi sonrisa. Era imposible no admirar la belleza, incluso en momentos como ese.
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Durante esos meses, mi dedicación fue recompensada con pagos exorbitantes. El dinero fluía en cantidades que apenas podía contar, y decidí invertirlo de manera estratégica. Junto a mis hermanos, diseñamos un plan para diversificar nuestras fuentes de ingreso. Compré una finca para mi familia, más pequeña que la de los Pérez, pero lo suficientemente cómoda y privada como para que al fin dejaran de compartir habitaciones.
Además, me comuniqué con Ale, quien seguía en Italia. A pesar de la distancia, su preocupación por mí no cesaba.
—¿Estás bien? ¿Cómo va todo? Espero por ti. ¿Por qué no vienes a Italia? —me insistía en cada llamada.
Le propuse invertir en la empresa familiar que ahora manejaba tras la jubilación de sus padres.
—Por supuesto, envíame los detalles —respondió emocionada.
Después de revisar la información que me envió, transferí una cantidad considerable para fortalecer su negocio. El apellido Ricci seguía resonando con fuerza en Italia, y cada mes recibía ganancias significativas que también distribuí en inversiones secretas. Sabía que debía proteger mi futuro. Si algo salía mal, tendría un respaldo sólido.
Sin embargo, nunca dejé de investigar sobre el cártel de los Estándar. Aunque aún no había encontrado a Elizabeth, sentía que estaba cerca. Mi hermano y Juan, mi mano derecha en los negocios más sucios, se encargaban de seguir cada pista. Al igual que yo, ellos usaban vestimentas negras y máscaras, evitando cualquier conexión directa conmigo.
Todo parecía ir según lo planeado. La búsqueda continuaba, y la esperanza de encontrar a Elizabeth seguía viva. Estaba tan cerca que podía sentirlo.