En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 22: Sombras en el Camino
El viaje hacia el asentamiento prometido continuaba con un silencio pesado. Cada paso parecía resonar sobre la tierra seca, recordando a Tania que el mundo ya no era el mismo. Juan caminaba al frente, sosteniendo firmemente la mano de Carmen, que se aferraba a él con una mezcla de miedo e inocencia. Tania seguía detrás, vigilando cada movimiento, cada sombra que pudiera acecharlos.
Los pueblos abandonados se sucedían uno tras otro. Casas derruidas, vehículos oxidados y carteles descoloridos recordaban la vida anterior, una existencia que parecía ahora un sueño lejano. A cada paso, Tania anotaba en su cuaderno las rutas, posibles refugios y comportamientos de los infectados que habían encontrado antes. Cada dato podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.
—Tania… —susurró Carmen, mirando un grupo de árboles a lo lejos—. ¿Crees que haya monstruos allí?
Tania se agachó junto a ella, colocando una mano sobre su hombro.
—No siempre los vemos, pero siempre debemos estar atentos. La prudencia nos mantiene vivos.
Juan asintió mientras revisaba la munición de su arma. La tensión era palpable. Cada sonido, cada crujido de ramas secas o golpe de hojas movidas por el viento, parecía un aviso. La experiencia les había enseñado que el virus no dormía y que los infectados podían aparecer en cualquier momento.
Al caer la noche, encontraron un viejo almacén con techos de metal corroído. La estructura era inestable, pero suficiente para protegerlos durante unas horas. Montaron un pequeño fuego controlado y cocinaron un poco de comida enlatada. La luz del fuego proyectaba largas sombras sobre las paredes, haciendo que incluso Carmen se acurrucara más cerca de Juan.
—Mañana continuaremos —dijo Tania—. Tenemos que llegar antes de que oscurezca demasiado, o será peligroso.
Mientras todos descansaban, Tania se sentó en silencio, observando la penumbra y pensando en Karen, en Leo, en Juan… en todos los que habían perdido. Sus recuerdos eran una mezcla de dolor y motivación. Sabía que cada sacrificio los había llevado hasta este momento. No podían fallar ahora.
Durante la madrugada, un ruido extraño los despertó. Susurros lejanos y pasos que no pertenecían a su grupo los hicieron tensarse. Tania tomó su arma y se acercó con cautela, seguida de Juan. Entre los arbustos, descubrieron a un pequeño grupo de sobrevivientes, pero sus intenciones no eran claras. Los desconocidos llevaban armas improvisadas y miradas desconfiadas, pero parecían más asustados que agresivos.
—No queremos problemas —dijo Tania con voz firme pero calmada—. Solo buscamos un lugar seguro.
Uno de los líderes del grupo, un hombre de mediana edad con cicatrices visibles, asintió lentamente.
—Entonces tal vez podamos ayudarnos… pero el camino hacia el norte no está libre de peligro. No solo hay infectados, hay otros que buscan lo que ustedes buscan: un refugio seguro, un futuro.
Tania asintió, comprendiendo la magnitud de las palabras. La amenaza no venía solo del virus, sino de otros humanos dispuestos a todo. El viaje se volvía más complicado, más peligroso, pero también más crucial que nunca.
Cuando amaneció, el grupo retomó la marcha, esta vez con nuevos aliados y con la certeza de que cada paso los acercaba a su destino… o a un enemigo que podría destruir todo lo que habían construido.