Proyecto STELA

Nos entregaron nuevos uniformes: negros, sin insignias. Armas de última generación. Comunicadores cifrados. Códigos que no estaban registrados en ningún sistema oficial. Ahora éramos parte del Programa Fantasma. Un grupo sin nombre, sin historia, sin respaldo.

Solo teníamos una misión.

—Ubicar y neutralizar al sujeto conocido como “El Cuervo”.

Esa fue toda la instrucción.

El Cuervo: nombre en clave para un exmilitar fugitivo, experto en manipulación cibernética y sabotaje militar. Rumores decían que había trabajado para ambos bandos. Que conocía secretos capaces de destruir gobiernos. Nadie sabía con certeza si era un hombre, un mito o ambos.

Nuestro destino: un viejo puerto abandonado en la costa del Báltico.

Nos trasladaron en silencio, bajo cobertura nocturna, con rutas alternas y sin comunicación directa con la base. No existíamos oficialmente.

La tensión se podía cortar con un cuchillo.

Maya revisaba sus equipos con precisión quirúrgica, como si mantener sus manos ocupadas la alejase de sus pensamientos. Dalia estaba concentrada, seria, como una sombra. Eliza… estaba más callada de lo habitual. Y yo, bueno, fingía tener el control. Por dentro, mi mente era un torbellino.

Cuando descendimos del helicóptero a más de veinte kilómetros del punto de contacto, comenzó la caminata silenciosa. Eran bosques densos, oscuros, cubiertos de niebla. La luna apenas se filtraba entre las copas de los árboles.

—¿Listas? —pregunté por el comunicador.

—Listas —respondieron las tres voces, una tras otra.

Nos movimos como un solo cuerpo. Como un escuadrón que había sangrado, peleado y sobrevivido juntas. El terreno era difícil, pero nada nos detenía.

A media noche, divisamos las luces del puerto.

Desde lo alto, se veían contenedores oxidados, grúas congeladas en el tiempo, y una pequeña torre de control. No había señales claras de movimiento… pero algo en el aire olía mal.

—Térmicas activadas —dijo Maya.

Una pausa.

—Catorce cuerpos… cinco en patrulla, nueve estáticos. Pero… hay algo extraño.

—¿Qué? —pregunté.

—Uno de los puntos térmicos… no es humano.

Silencio.

—¿Qué significa eso? —preguntó Eliza.

—No sé —susurró Maya—. Pero su frecuencia… no es natural.

—¿Un dron? —dijo Dalia.

—Posiblemente… o algo peor.

Descendimos con precaución. Dalia tomó la retaguardia. Eliza fue al frente. Maya y yo en el centro, cubriendo los flancos. Nos acercamos al perímetro sin ser vistas. Usamos el ruido del mar como cobertura. El olor a sal y óxido era intenso.

Ingresamos por una abertura en la cerca sur.

El lugar parecía abandonado… demasiado abandonado. Los cuerpos térmicos no se movían. Solo estaban allí… quietos.

—Esto no me gusta —susurré.

—Concuerdo —dijo Maya.

—Dalia, flanquea por el lado este —ordené—. Eliza, vigila la entrada del edificio principal. Maya, conmigo.

Nos dividimos.

Entré al contenedor más cercano. Las sombras me tragaron, pero mi visor nocturno reveló lo impensado.

Cuerpos.

Nueve.

Fríos, amarrados… y muertos desde hacía días.

—¡No puede ser! —grité por el comunicador—. ¡Las firmas térmicas eran falsas!

En ese instante, escuché un clic.

Me giré.

Un rostro familiar.

El hombre de la infiltración. Sonriendo.

—Hola, Luna.

—

Todo pasó en segundos.

Disparo.

Caída.

Oscuridad.

Me desperté atada, en una sala iluminada por una luz blanca que dolía a los ojos.

Frente a mí… El Cuervo.

Era un hombre mayor, delgado, con cabello gris, ojos intensos y tranquilos. Llevaba una bata sucia, guantes y una sonrisa serena.

—Te he estado esperando —dijo.

—¿Dónde están las demás?

—Vivas. Por ahora. Depende de ti que sigan así.

Traté de zafarme.

—Te equivocaste de persona.

—No, Luna. Sé exactamente quién eres. Y lo que llevas dentro.

—¿Qué estás diciendo?

—Tu mente, tu capacidad de estrategia… no son naturales.

—¿Qué?

Se acercó.

—Fuiste parte de un experimento, Luna. Desde antes de entrar aquí. Desde antes de saber siquiera lo que eras.

Mi cabeza comenzó a doler. Recuerdos sueltos. Voces. Luces. Fríos quirófanos.

—Estás mintiendo.

—¿Seguro? Recuerda esa cicatriz en tu nuca. ¿Nunca te preguntaste por qué está ahí?

La tocó.

Y todo volvió.

—

Tenía ocho años.

Estaba en una sala blanca.

Unos hombres con trajes hablaban de “estimulación cortical forzada”. Decían que yo era “prometedora”. Que “su índice de proyección táctica supera lo esperado”.

Luego, inyecciones.

Y dolor.

—

Volví al presente gritando.

—¡Basta!

El Cuervo me miró con compasión.

—No vine a matarte, Luna. Vine a liberarte. Tú puedes cambiar el sistema. Pero necesitas saber la verdad.

—¿Y secuestrarme es parte de eso?

—Desafortunadamente, sí. Hay cosas que no se pueden explicar sin romper primero… la programación.

—¿Qué… quieres de mí?

—Que lideres. Que te levantes contra ellos. Contra los que te hicieron esto.

En ese momento, escuché explosiones.

Mi escuadrón.

¡Vinieron por mí!

La puerta se abrió a patadas.

—¡Luna! —gritó Eliza, disparando al aire.

El Cuervo no se movió.

—El mundo te teme, Luna. Porque aún no saben quién eres realmente.

Eliza me desató, Maya entró con Dalia cubriendo.

—¿Estás bien? —preguntó Maya.

—No lo sé —respondí con sinceridad.

Hicimos retirada mientras las instalaciones comenzaban a arder.

—

Esa noche, en el helicóptero de regreso, ninguna habló.

El Cuervo había escapado.

Pero sus palabras quedaron.

Fuiste parte de un experimento.

Mente táctica aumentada.

Recuerdos falsos.

Maya me miró. No dijo nada. Solo asintió. Ella lo sabía también. O lo sospechaba.

Y yo… ahora lo sabía también.

—

Al llegar a la base, el General nos recibió.

—Misión comprometida —informé—. El Cuervo sigue libre. Pero dejó algo atrás.

Le entregué un dispositivo.

—¿Qué contiene?

—Información. Sobre mí. Sobre el Programa.

—Lo analizaré. Por ahora… descansen.

Pero no podíamos descansar.

No después de descubrir que mi vida entera… pudo haber sido una mentira.

—

Y si el Cuervo tenía razón… ¿qué otra verdad está enterrada en mi memoria?