Melisa Thompson, una joven enfermera de buen corazón, encuentra a un hombre herido en el camino y decide cuidarlo. Al despertar, él no recuerda nada, ni siquiera su propio nombre, por lo que Melisa lo llama Alexander Thompson. Con el tiempo, ambos desarrollan un amor profundo, pero justo cuando ella está lista para contarle que espera un hijo suyo, Alexander desaparece sin dejar rastro. ¿Quién es realmente aquel hombre? ¿Volverá por ella y su bebé? Entre recuerdos perdidos y sentimientos encontrados, Melisa deberá enfrentarse al misterio de su amado y a la verdad que cambiará sus vida.
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El arresto de Débora
Débora caminaba con paso firme por el aeropuerto, el boleto de avión en una mano y unas enormes gafas de sol cubriendo su rostro. A su lado, Cristian, su hijo de cinco años, lloraba desconsoladamente. El pequeño sabía que su madre no era buena persona y no quería ir con ella. Débora, sin embargo, no le prestaba atención. Llevaba meses planeando esta fuga, asegurándose de que todo estuviera listo para desaparecer sin dejar rastro. En su mente, ya se veía disfrutando de una nueva vida, lejos de los problemas y con su hijo como un escudo temporal que luego desecharía.
Justo cuando estaba a punto de cruzar la puerta de embarque, un grupo de agentes de policía la rodeó.
—Señora Débora Martínez, está detenida por maltrato infantil, fraude empresarial y el asesinato de su esposo anunció uno de los agentes con firmeza.
Débora gritó, desesperada:
—¡No! ¡Esto no puede estar pasando! ¡Es un error!
Uno de los agentes sacó un documento y comenzó a leerle sus derechos:
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra…
Pero Débora no escuchaba. Su mente giraba a mil por hora. ¿Quién la había denunciado? De repente, lo entendió.
—El imbécil de Samuel… murmuró entre dientes, apretando los puños con rabia.
Se giró hacia los agentes, furiosa:
—¡No tienen pruebas! ¡Esto es una farsa!
Uno de los policías la miró con desdén:
—Tenemos pruebas suficientes para mantenerla encerrada por mucho tiempo. Venga con nosotros.
La sujetaron de ambos brazos y la escoltaron fuera del aeropuerto, mientras los curiosos observaban la escena. Cristian fue llevado con su hermano Samuel. Débora no forcejeó; sabía que resistirse era inútil. En su interior, ardía de rabia, pero mantenía la calma.
—Siempre salgo de las situaciones complicadas pensó. Esto no será la excepción.
Con una sonrisa de autosuficiencia, se dejó llevar.
En la comisaría, Samuel no pudo evitar sonreír al ver a Débora esposada en la sala de interrogatorios.
—Vaya, vaya… ahí tienes que quedarte. Como la serpiente que eres.
Débora levantó la mirada y soltó una carcajada burlona:
—Oh, Samuel… querido hijastro. ¿De verdad crees que esto ha terminado?
Samuel cruzó los brazos, impasible:
—Débora, hay pruebas de sobra para hundirte. No tienes escapatoria.
Ella apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos, como si disfrutara de la conversación:
—He enfrentado cosas peores y sigo aquí. No me va a detener una simple acusación.
Samuel sintió asco ante su arrogancia:
—No es una simple acusación. Mataste a mi padre, robaste dinero de la empresa y maltrataste a tu propio hijo. No hay nada que puedas hacer para salir de esto.
Débora sonrió con malicia:
—¿Eso crees? Pues déjame decirte algo… antes de irme, me aseguré de dejarte una pequeña sorpresa en la empresa. Espero que disfrutes el caos que te espera.
Samuel frunció el ceño, inquieto:
—¿Qué hiciste?
Ella soltó otra carcajada:
—Supongo que lo averiguarás muy pronto, ya que tú todo lo sabes…
Samuel apretó los puños, conteniendo las ganas de matar a esa vil mujer :
—Te pudrirás en la cárcel, Débora. No vas a volver a hacerle daño a nadie.
Ella se inclinó hacia adelante y susurró con frialdad:
—¿Seguro?
A pesar de su encarcelamiento, Débora no parecía preocupada. Y eso era lo que más inquietaba a Samuel.
Mientras tanto, en California, Melisa bajó del auto y miró con nostalgia la granja de su infancia. Su madre, doña Margarita, salió corriendo a recibirla con los brazos abiertos.
—¡Hija! ¡Por fin llegaste!
Melisa se dejó abrazar, sintiendo el calor que tanto necesitaba:
—Mamá…
Su padre, don Luis, se acercó con una gran sonrisa:
—Bienvenida a casa, mi niña.
Melisa apenas pudo contener las lágrimas. Al entrar a la casa, se encontró con una mesa llena de comida. Su madre siempre la recibía con un banquete.
—Ay, mamá… hiciste demasiada comida dijo Melisa, emocionada.
—Si no vienes todos los días, tu llegada es una celebración respondió Margarita con cariño.
Melisa tomó aire y les dijo:
—Tengo que contarles algo… y les relató todo lo que había vivido en los últimos once meses.
Sus padres la escucharon en silencio, pero cuando mencionó que estaba embarazada, doña Margarita gritó emocionada:
—¡Ahora sí tienes que comer por dos!
Don Luis la miró sorprendido:
—¿Por dos?
Margarita tomó las manos de Melisa y sonrió:
—Sí, Luis. Nuestra hija va a tener un bebé.
El silencio se rompió con la risa de don Luis:
—¡¿Voy a ser abuelo?!
Melisa asintió, llorando:
—Sí, papá.
Su padre la abrazó con fuerza:
—Voy a enseñarle a montar a caballo, a pescar, a trabajar en la granja… ¡Esto es maravilloso!
Melisa rió entre lágrimas, mientras su madre le acariciaba el rostro:
—Hija, pase lo que pase, siempre estaremos aquí para apoyarte.Melisa supo que había tomado la decisión correcta al volver a casa.
Los días en la granja fueron reconfortantes para Melisa. Se dedicó a cuidar de sí misma, disfrutando del aire puro y del cariño de sus padres. Sin embargo, no podía dejar de pensar en Alexander. Una noche, mientras miraba las estrellas, susurró:
—¿Dónde estás mi amor?
Michiru, su fiel gato, se acurrucó a su lado, brindándole consuelo. Aunque había encontrado refugio en la granja, Melisa sabía que, tarde o temprano, tendría que saber qué había sido de Alexander.