Cathanna creció creyendo que su destino era convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar. Pero todo cambió cuando ellas llegaron… Brujas que la reclamaban como suya. Porque Cathanna no era solo la hija de un importante miembro del consejo real, sino la clave para un regreso que el reino nunca creyó posible.
Arrancada de su hogar, fue llevada al castillo de los Cazadores, donde entrenaban a los guerreros más letales de todo el reino, para mantenerla lejos de aquellas mujeres. Pero la verdad no tardó en alcanzarla.
Cuando comprendió la razón por la que las brujas querían incendiar el reino hasta sus cimientos, dejó de verlas como monstruos. No eran crueles por capricho. Había un motivo detrás de su furia. Y ahora, ella también quería hacer temblar la tierra bajo sus pies, desafiando todo lo que crecía.
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CAPÍTULO VEINTIUNO: PECHO DE HOMBRE
Un sonido atronador invadió el lugar, más fuerte que los anteriores. Me moví como pude hasta la salida, mientras los aprendices corrían en la misma dirección. Me uní a ellos, ignorando el dolor punzante en mi tobillo. Me quedé al final del grupo, intentando mantener la vista al frente, pero algo en el cielo captó mi atención: dragones.
Durante las semanas que había estado aquí, pocas veces había visto uno. Los aprendices que aspiraban a convertirse en Cazadores Aéreos eran llevados a un área apartada, donde entrenaban con sus dragones lejos del resto.
—Es momento de unirse a Valtheria —anunció una mujer de cabellos y ojos rojos con voz firme—. Hemos recibido un ataque en la frontera de Alastoria con la provincia de Umbrell. Los invasores están avanzando desde el norte con la intención de llegar a la capital. Dentro de unas tres horas podrían llegar. El rey ha declarado el estado de guerra. Desde este instante, ustedes, aprendices, son combatientes, aunque aún no hayan jurado lealtad a la Sagrada Corona.
Su mirada se endureció antes de añadir:
—Las mujeres permanecerán en el castillo. Los demás deben estar listos para partir. La armadura será dejada en sus dormitorios. Tienen media hora. ¡Largo!
Aquellas palabras encendieron mi coraje. ¿Por qué no podíamos ir? Recibíamos el mismo entrenamiento que los hombres, preparándonos para afrontar cualquier situación. No era amante de la guerra; nunca me había interesado, porque solo traía muerte y desilusión. Aun así, quería ir. No sabía exactamente por qué, pero lo deseaba. Me parecía injusto que nos negaran ese derecho, siendo parte de Valtheria tanto como ellos.
Entré en la casa. Riven estaba sentado en el sofá, con las manos cubriendo su rostro. Parecía estresado.
—Riven… —Me acerqué a él —. ¿Estás bien?
—No quiero ir a la guerra —Levanto la mirada. Su rostro estaba tenso. Ya no quedaba rastro del chico divertido —. No me siento listo aún. El entrenamiento que hemos recibido no nos da el valor para ir a un enfrentamiento de esa magnitud.
Me quedé estática en mi lugar, sin saber qué decir. Tenía razón. Ni los hombres ni las mujeres estábamos listo para algo así. Pero aun así, ellos estaban obligados a asistir. De pronto, una loca idea llego a mi cabeza. Era una mala idea, demasiado para decir verdad. Sin embargo, ¿qué otra opción había?
—Déjame ir en tu lugar.
Él me miró incrédulo, como si mis palabras le hubieran causado gracia. Lo entendía. Lo que dije era una locura al pie de la letra. Me acerqué y me puse a su altura, tomándole las manos.
—Podemos cambiar de lugar —propuse sin dudar —. Tú te quedas aquí y yo voy, haciéndome pasar por ti.
—Estás demente. —Aparto mis manos de manera brusca —. Sería tu muerte si alguien se llega a enterar de que te haces pasar por un hombre.
—Nadie tendrá que saberlo. —Mi voz salió con confianza, aunque por dentro, era lo que menos tenía —. Tú no quieres ir porque no te sientes listas. Yo estoy dispuesta a tomar tu lugar.
—Cathanna, no permitiré eso. —Se levantó —. No eres un hombre. No es tu lugar la guerra. Que estés en este castillo solo es porque la corte ha dado el permiso, no porque ustedes sean igual de fuertes que nosotros. Yo voy a pelear. Tú te quedarás aquí.
Apreté mis labios con fuerza. Deseaba darle un fuerte golpe por la estupidez que había salido de su boca.
—¿Por qué quieres ir a un lugar sabiendo que tienes miedo? —le dije, poniéndome de pie —. Ser mujer no me hace débil, y ser hombre no te hace fuerte. Si no quieres ir, no vayas. Déjame a mí hacerlo. He estado tantos años a las sombras del hombre. Nunca pude demostrar de lo que soy capaz. Puedo hacerlo ahora si tú me dejas tomar tu lugar. Te prometo con mi vida que todo saldrá bien.
—Es mi deber pelear…
—No tiene por qué serlo. —Me puse frente a frente, mi voz tembló —. Habrá muchas guerras en las que lograras hundir tu espada, pero en esta, si tienes miedo, déjalo en mis manos.
Mi pecho subía y bajaba de manera lenta. Por dentro moría de miedo. Necesitaba que dijera que sí. Que me permitiera poner en mi cuerpo la armadura que estaba en su alcoba. Sus ojos estaban llenos de dudas, batallando una respuesta que anhelaba que sus labios soltaran ya.
—Solo no dejes que te descubran.
Cerré los ojos y solté el aire contenido en mi pecho. Subí rápidamente a su alcoba, con él siguiéndome de cerca. Sobre la cama, dentro de una caja, estaba la armadura. Lo primero que hice fue sacar el casco de metal; pesaba más de lo que esperaba. Riven sacó el resto de la armadura y me miró con duda antes de ofrecérmela.
Tragué saliva. Esto era algo que jamás imaginé hacer. Era una versión de mí que ansiaba revelar, aunque fuera en silencio. Tomé la armadura entre mis manos y salí de su habitación para dirigirme a la mía. Me despojé del uniforme y me puse cada pieza con manos temblorosas. El casco seguía sobre la cama. Me miré en el pequeño espejo que había pegado en la pared, respiré hondo y trencé mi cabello, asegurándolo con pinzas antes de colocarme el casco.
Revisé la armadura; tenía bolsillos diseñados para guardar armas, así que coloqué todas mis dagas en distintos puntos estratégicos. Cuando salí de la habitación, me encontré con Loraine. Ella era yo. Curvó las cejas levemente antes de entrar en su habitación sin decir nada.
Bajé las escaleras con rapidez y salí de la casa. Al llegar al punto de encuentro, nos formamos en filas para recibir nuestras armas. Cuando llegó mi turno, tomé un arco con flechas y una espada afilada. No era una experta en tiro, pero nos habían entrenado para ello.
El ambiente en el punto de encuentro era tenso. A nuestro alrededor, los caballos resoplaban con inquietud, y el sonido del metal resonaba mientras los aprendices y Cazadores ajustaban sus armas y armaduras. Nadie hablaba demasiado. Solo las órdenes secas de los capitanes rompían el silencio.
Me ajusté el arco a la espalda y aseguré la espada en mi cintura. El peso de la armadura aún me resultaba extraño, pero no tenía tiempo para acostumbrarme. La adrenalina en mi sangre me mantenía alerta, enfocada.
—¡Todos a sus posiciones! —rugió un comandante de voz grave.
Nos alineamos. Los aprendices, ahora soldados, estábamos a un paso de la guerra sin haber hecho ningún juramento. Un caballo pasó a mi lado. Levanté la vista y reconocí a la mujer de cabellos rojos que había dado el anuncio. Sus ojos recorrieron las filas con frialdad. ¿Sospecharía? Me obligué a bajar la cabeza un instante y ajusté mejor el casco.
Los caballos no se hicieron esperar. Me subí a uno, igual que los demás. La marcha comenzó, y el sonido gutural de los cuernos de guerra llenó el aire. La tierra vibraba bajo los cascos de los corceles. No había vuelta atrás.
Ya había tomado mi decisión. Solo esperaba que nadie notara que era una mujer.
Nos guiaron por un camino distinto dentro del lugar, evitando los puentes de madera. Avanzamos a través de un bosque espeso, donde las sombras de los árboles parecían alargarse con la noche que caía. La capital estaba a una hora de distancia. Solo esperaba que llegáramos a tiempo.
El miedo se aferraba a mi pecho. Estaba aterrada.
Al llegar, nos separaron en grupos de diez y nos dirigieron hacia la montaña nevada que protegía la capital. El aire gélido mordía mi piel a través de la armadura. De repente, mi caballo se detuvo bruscamente. Confundida, alcé la mirada al cielo y mi aliento se quedó atrapado en mi garganta.
Dragones.
Bestias colosales del reino enemigo surcaban los cielos, lanzando llamaradas de fuego que teñían la nieve de un resplandor anaranjado.
Mis manos temblaron con fuerza sobre las riendas.
Uno de los dragones descendió en picada, y fue entonces cuando lo vi. Encima de la criatura, montado con una postura imponente, venía un jinete. No pude distinguir su rostro hasta que el dragón aterrizó frente a nosotros.
No iba a quedarme allí para ser rostizada.
Tomé las riendas con firmeza y guie a mi caballo por otro camino mientras los demás lanzaban sus flechas contra el dragón. Sabía que no le harían nada a esa bestia de fuego, pero yo sí tenía un plan.
Mi caballo era veloz, y en cuestión de segundos logramos rodear la zona de combate. Saqué mi arco y, con la brisa helada como aliada para estabilizar mi puntería, me puse de pie sobre los estribos. Recordé las lecciones: controlar la respiración, enfocar el blanco, cerrar un ojo.
El jinete tenía una mirada de superioridad, como si todo estuviera bajo su control. No dudé. Solté la cuerda del arco y disparé. Pero él atrapó la flecha en el aire con una facilidad insultante. Maldije por dentro. Antes de que pudiera reaccionar, el enemigo lanzó la misma flecha de vuelta con una fuerza descomunal. No me dio a mí, sino a mi caballo. El animal relinchó de dolor y se desplomó, arrojándome al suelo con brutalidad.
El impacto fue un latigazo en mi cuerpo. Un dolor agudo recorrió mi tobillo herido, pero no tenía tiempo para lamentarme. Me obligué a levantarme y, sin perder un segundo, disparé otra flecha. Luego otra. Y otra más. Él las esquivó todas. Con un movimiento ágil, descendió de su dragón. La criatura alzó el vuelo nuevamente, lanzando llamaradas sobre el campo de batalla.
El jinete avanzó hacia mí. Y no tenía intención de detenerse. Retrocedí unos pasos, con la respiración errática. El saco una espada y se tiró hacia mí. Lo esquivé rápido, sacando la mía. El sonido del metal chocaba con fuerza. Hice un giro en el aire y mi espada se clavó en su cabeza. La sangre brotó con fuerza. Me detuve en seco. Sentí náuseas.
No había rastro de mis compañeros. Habían muerto al igual que el jinete tirando en el suelo. Levante la mirada hacia su dragón, el cual dejo de botar fuego. Ya no había un vínculo que le ordenara disparar, pero sí había dolor por la perdida de lo que los unía.
Corrió tan fuerte como mi tobillo me lo permitía para escapar de la furia del dragón que venía detrás de mí, quemando todo a su paso. Mis manos comenzaron a arder al igual que mis ojos y cada parte de mi cuerpo. No sabía qué sucedía. Todo comenzó a dar vueltas y tropecé con un tronco.
—¡Carajo! —Me levanté, haciendo una mueca de dolor. El dragón había dejado de votar fuego. Sentía que me buscaba. Me puse detrás de una gran roca, con el corazón latiendo fuerte. Por un momento pensé que el dragón se había ido, pero un calor me envolvió. Mis ojos se abrieron con fuerza, sintiendo el fuego calentar la roca. Gire mi cabeza a un lado, viendo el color rojo y amarillo de las llamas que querían derretir la roca.
Cerré los ojos con fuerza, sintiendo la muerte cerca. Nunca llego. Mi corazón se detuvo un momento, sintiendo el agua, meterse por toda la armadura. Delante de mí había un Zyarehte, dragon de agua, dueño de los océanos. Me hice a un lado y corrió, alejándome de los dos dragones que comenzaron a pelar.
Llegue a Aureum donde había guardias reales, Cazadores y aprendices luchando contra los enemigos que cada vez eran menos. Eleve mi arco de flechas hacia uno de ellos que giro, pero la flecha atravesó el costado del que estaba a su lado. Sonreí. No me gustaba asesinar. Sin embargo, hacerlo para salvar a los míos, se sentía bien.
Mi arco siguió disparando flechas. No podía detenerme. Cada disparo era una posibilidad de supervivencia, una oportunidad de hacerle frente a lo imposible. Apreté los dientes y lancé otra flecha, apuntando esta vez al ala del dragón más cercano, ese que estaba tratando de incendiar lo que había cerca. Si lograba herirlo, tal vez podría cambiar el rumbo de la batalla.
El disparo voló con precisión, cortando el aire helado. Y entonces, en el último instante, el jinete lo vio. Con un movimiento rápido, agitó su mano y, como si nada, la flecha fue desviada en el aire. ¿Acaso todos los jinetes podían hacer eso? Las flechas ya se estaban acabando. Me quedaban tres.
Corri hacia el caballo más cercano y tomé sus riendas para seguir al dragon cuyo fuego quemaba las casas. Me puse de pie sobre él, como lo había hecho con el otro, y apunte hacia el ala del dragon. Muchas flechas iban tras de él, pero las esquivaba todas. Contuve la respiración y lance la flecha y luego las otras dos.
Las tres atravesaron el ala.
El dragon solto un grito de furia y comenzó a volar con torpeza. No le dolía, pero lo desconcentraba. Sabía que un dragon no podía atacar cuando estaba incómodo, solo retrocedían como lo estaba haciendo él, en contra de la voluntad de su jinete, porque los dragones tenían autonomía sobre muchas cosas. Y aunque obedecieran órdenes, su voluntad estaba por encima de todo.
Los enemigos en el aire comenzaron a retroceder cuando los que estaban en tierra, fueron asesinados a sangre fría. Lo que no entendía era, ¿cómo habían logrado llegar hasta aquí en tan poco tiempo?
—Bien hecho, soldado —escuché detrás de mí.
Me giré rápidamente, con el corazón aun latiendo con fuerza. Frente a mí estaba un guardia cubierto de sangre, su armadura abollada y su rostro endurecido por la reciente batalla. Era un general, por el color de su casco.
—No a muchos se les habría ocurrido algo como eso —continuó con un tono de aprobación—. Ni siquiera a mí, y he luchado en incontables batallas.
Tragué saliva y ajusté mi postura.
—Gracias, comandante —respondí, esforzándome por hacer mi voz más grave—. Es un honor proteger la ciudad. —Él me observó con intensidad por un momento, como si intentara descifrar algo en mi expresión.
Mi pulso se aceleró.
—Sigue así.
Llegamos a Rivernum unas horas después. Mi cuerpo dolía. Estaba nerviosa. Sabía que esto solo era el principio de algo más grande. Esta vez el rey no se quedaría de brazos cruzados. Esta vez, por desgracia, comienza la verdadera guerra entre los dos reinos.
—¿Y qué paso? —dijo Riven, cuando me adentre en la casa —. ¿Te descubrieron?
—Todo salió bien. —Mi voz salió baja —. Te dije que ser mujer no me hace débil.
Mi mirada fue a la escalera, donde Loraine iba bajando.
—Nunca pensé que te harías pasar por hombre para pelear —Una sonrisa torcida lleno su rostro —. Me sorprendes, Cathanna. Eres valiente, inteligente. ¿Por qué lo hiciste?
—Tal vez por ganar honor.
—¿También lo haces para demostrar que puedes hacer mucho más? —su voz sonó firme mientras se acercaba a mí. Su expresión no era de burla ni de desaprobación, sino de algo más profundo—. Para demostrar que las mujeres pueden luchar. Que pueden tomar una espada para algo más que entrenar.
—Solo queria estar ahí. Necesitaba saber que se siente luchar por algo.
—Bien hecho. —Puso su mano en mi hombro —. Ahora vete a duchar. Hueles horrible.
Asentí.
Me quité la armadura y entré en la tina. Cerré los ojos, permitiendo que un suspiro de cansancio saliera de mi nariz. Jamás pensé que haría algo como esto. Mi padre sentiría tanta vergüenza por mí, pero había algo extraño y era que no me importaba.