Amor Y Venganza

Dixon

La rabia me ciega. El monitor reproduce por enésima vez la grabación de las cámaras de seguridad: el secuestro de Evelyn. Ver cómo se la llevan, la impotencia de la escena, desata en mí un impulso primario. De un manotazo, arraso con todo lo que está sobre el escritorio. Los objetos de cristal y metal vuelan, estrellándose contra la pared con un ruido sordo que no apaga el grito que tengo atragantado.

—¿Qué pasó con la maldita información? —rugí, mi voz áspera por la frustración y el insomnio.

—Es difícil, Dixon. Le quitaron el chip de rastreo —responde Paul con una calma exasperante. Su tono profesional no logra camuflar la tensión en sus hombros.

—No sé qué mierda vas a hacer, pero la quiero ya. No me importa cómo, no me importa a quién tengas que interrogar. Tienes media hora antes de que yo lo haga.

Salgo de la oficina hecho un demonio. El aire es denso, cargado con la amenaza de la violencia inminente. Desde ayer, cuando Jackson me llamó con la peor noticia posible, he estado en un infierno personal, torturado por el loop incesante del video del secuestro. Me torturo con la imagen de Evelyn siendo arrastrada, con el silencio de su desaparición.

Reúno a todo el personal operativo en la sala principal. Mis hombres me miran, expectantes, notando el brillo homicida en mis ojos.

—Busquen en todos los territorios de los Dupont —indiqué, mi voz baja y controlada, pero con una amenaza implícita que helaría la sangre de cualquiera—. Especialmente en Francia, es un buen escondite. Apenas tengan una pista, un indicio de dónde están, me lo hacen saber de inmediato. Y si tienen que matar a todos los que se atraviesen en el camino, lo hacen. No quiero prisioneros, solo resultados.

La mayoría asiente y se dispersa al instante, desapareciendo para cumplir con la orden. Solo quedan diez de mis hombres más leales y eficientes. Ellos estarán a mi disposición directa, listos para saltar en cuanto el rastreo dé frutos. Soy un hombre al borde del abismo. No me importa el costo, solo quiero a Evelyn de vuelta.

Evelyn

Abro los ojos lentamente, sintiendo de inmediato una punzada de dolor agudo en el cuello que me arranca una mueca. El cuerpo me duele de una manera profunda y sorda, como si hubiera sido arrollada.

Miro a mi alrededor, desorientada. Ya no estoy en la misma habitación donde me golpearon por primera vez. Este lugar es peor: huele a una combinación repugnante de humedad, moho y algo metálico, dulzón y putrefacto; un olor a rata muerta. No dudo que la haya. Las paredes de piedra o cemento están de un color amarillo-grisáceo, visiblemente desgastadas por la humedad.

El suelo es de cerámica antigua, pero está recubierto por una mezcla de suciedad y manchas secas de múltiples colores, predominando el ominoso tono marrón oscuro de la sangre seca. La náusea me invade. Mis tripas se revuelven violentamente con cada bocanada de ese aire viciado.

—¡Sáquenme de aquí! —grito, la desesperación haciéndome temblar la barbilla.

Estoy inmovilizada, atada firmemente a una silla de metal: mis manos están esposadas detrás del respaldo y mis tobillos sujetos a las patas. Intento moverme, pero solo consigo que las cuerdas me excaven la piel.

—¡Sáquenme de aquí! —vuelvo a gritar, mi voz quebrándose al borde del llanto histérico. No puedo permitirme desmoronarme.

La pesada puerta de metal se abre con un chirrido estridente que resuena en la pequeña celda. Entra Sofía, y detrás de ella, el hombre rubio de rostro pretencioso. Ella se ve golpeada, un ojo hinchado, lo que me da una mínima y sombría satisfacción.

—Hola, princesa —dice el rubio, acercándose con una sonrisa enfermiza. Se detiene justo frente a mí—. Ah, cierto, aún no me conoces. Soy Hugo, hermano de Sofía.

Se inclina con teatralidad y deposita un beso gélido y falso en mi mejilla. Lo miro con el miedo latiendo en mis ojos, crudo y palpable. Él parece deleitarse con mi terror. Luego mira a su hermana, evaluándola.

—Mira esta carita —dice Hugo, refiriéndose a mí—. Imagino que antes de los golpes se veía mucho mejor. Dixon es un hombre con buen gusto.

—Déjate de juegos, Hugo —lo regaña Sofía con voz áspera—. La que tiene que meterse con ella soy yo.

—Te equivocas, hermanita —la interrumpe con un tono jovial y macabro—. Yo también tengo que jugar. El maldito de Dixon me las debe, y mucho. Por eso jugaremos un rato antes de que llegue Erick Davis.

La mención de mi hermano me hace tensarme de golpe. ¿Sabe Erick que estoy aquí? ¿Cómo?

—¿Qué le dijiste? —pregunta Sofía, visiblemente molesta.

—Que tenemos a la mujer de Dixon —responde Hugo, encogiéndose de hombros con suficiencia—. Un arma que lo ayudará a acabar con él, ¿no es obvio? —Luego se gira para mirarme, su sonrisa desapareciendo para dar paso a una crueldad helada—. Olvidé decirte, cariño. Tu amado italiano está bombardeando todo lo que se le atraviesa con tal de encontrarte. Así que le daremos más motivación.

Veo cómo Sofía saca una cámara de vídeo, apuntándome. Mi mente grita que esto no es solo un castigo, sino un mensaje.

Y antes de que pueda procesarlo o rezar, Hugo me propina un puñetazo brutal en la cara. El impacto me hace ver estrellas. Luego, un golpe seco en las costillas, seguido de otro y otro en el estómago y las piernas, alternando los ataques por todo mi cuerpo.

—¡Para, por favor! —grito, el llanto se mezcla con el dolor insoportable.

Me golpea una y otra vez, la furia en sus ojos es tan fría como el metal de la silla. Finalmente, se detiene. Mi cuerpo está entumecido, arde, late dolorosamente. Siento el sabor metálico de la sangre caliente en mi boca, lo que me indica que tengo los labios rotos.

Hugo, con una calma espeluznante, saca un pañuelo de seda de su bolsillo y limpia un hilo de sangre que me escurre por la barbilla.

Me agarra la nuca, obligándome a levantar la cara. Sus ojos grises me atraviesan. Me besa. Me resisto, giro la cabeza, aprieto los labios, pero él me jala el cabello con tanta fuerza que mi boca se abre involuntariamente por el grito de dolor. Aprovecha para meter su lengua en mi boca con asco, devorando mis labios rotos en un acto de posesión brutal.

Cuando se cansa, se separa.

Yo jadeo desesperadamente, buscando el oxígeno que me ha robado. Las ganas de vomitar me invaden de nuevo, luchando por salir. Hugo se aleja, pero mi efímera tranquilidad se rompe cuando Sofía toma su lugar.

Con la cámara aún encendida, ella se acerca y empieza a golpearme de nuevo, con la misma saña, pero con la rabia contenida de una mujer traicionada. Me golpea hasta que mi visión se vuelve borrosa, los sonidos se amortiguan y la oscuridad me arrastra, dándome un breve y misericordioso respiro de la agonía.