La banda del sur, un grupo criminal que somete a los habitantes de una región abandonada por el estado, hace de las suyas creyéndose los amos de este mundo.
sin embargo, ¡aparecieron un grupo de militares intentando liberar estas tierras! Desafiando la autoridad de la banda del sur comenzando una dualidad.
Máximo un chico común y normal, queda atrapado en medio de estas dos organizaciones, cayendo victima de la guerra por el control territorial. el deberá escoger con cuidado cada decisión que tome.
¿como Maximo resolverá su situación, podrá sobrevivir?
en este mundo, quien tome el poder controlara las vidas de los demás. Máximo es uno entre cien de los que intenta mejorar su vida, se vale usar todo tipo de estrategias para tener poder en este mundo.
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apretón nocturno
La quietud de la noche se rompió por completo cuando, a lo lejos, un retumbar bajo y distante sacudió el suelo del campamento. Primero fue un murmullo, casi imperceptible, como si la tierra misma estuviera respirando, pero luego se convirtió en un rugido ensordecedor que hizo temblar el aire. Los novatos se levantaron de sus posiciones, algunos tropezando, otros con las manos temblorosas sobre sus armas.
Alexander, de pie en medio del campamento, observó el cielo, donde una serie de luces brillantes comenzaron a surgir desde la dirección de Celeste. Los morteros, lanzados desde una distancia imprecisa, iluminaban brevemente la oscuridad antes de caer. El suelo retumbó con fuerza cuando uno de los proyectiles impactó a poca distancia de una de las líneas de defensa, levantando una nube de tierra y escombros.
—¡Mierda! —gritó uno de los novatos, su rostro pálido al ver la magnitud del impacto.
—¡Cálmense! —ordenó Alexander, su voz dura y firme—. ¡A cubierto! ¡Rápido!
El campamento se convirtió en un caos controlado mientras los novatos corrían a buscar refugio. Alexander permaneció quieto, observando el origen de los disparos. Sabía que los morteros venían de Celeste, una ciudad cercana que albergaba a algunos de los peores enemigos de la brigada del páramo. Los morteros eran imprecisos, pero potentes, y la estrategia era clara: mantenerlos en movimiento, forzarlos a dispersarse, y luego aprovechar la confusión.
—¡No tenemos mucho tiempo! —gritó Alexander, reuniendo a los novatos que se habían refugiado en las rocas y árboles—. ¡Hagan líneas de defensa, pero manténganse moviendo! Los proyectiles no dejarán de llegar. ¡Desplácense, pero con inteligencia!
En la distancia, los morteros siguieron cayendo, algunos tan cerca que el aire caliente de la explosión los alcanzaba, y la tierra se sacudía bajo sus pies. Las ráfagas de sonido se sucedían una tras otra, casi como si el enemigo estuviera disparando sin cesar. Las luces de los proyectiles cortaban el cielo nocturno, y cada impacto era una recordatorio de lo vulnerables que podían ser.
En medio de ese caos, uno de los novatos, un joven llamado Ramón, salió de su refugio y, sin pensarlo dos veces, comenzó a correr hacia una de las posiciones más expuestas. Su rostro mostraba una mezcla de determinación y miedo, y su respiración era errática. Alexander lo vio, y antes de que pudiera decir algo, el sonido de otro proyectil se hizo más fuerte, más cercano.
—¡Ramón, no! —gritó, pero era demasiado tarde.
El proyectil cayó justo donde Ramón había estado segundos antes. El suelo se levantó con violencia, y la explosión hizo que una gran nube de polvo y escombros se alzara, oscureciendo el campamento en un instante. Alexander cerró los ojos ante la nube de polvo, su corazón latiendo fuerte en su pecho.
Cuando la neblina se disipó, Alexander corrió hacia el lugar de impacto, junto a los demás novatos que lo seguían de cerca. El rostro de Ramón apareció entre las sombras, cubierto de tierra, pero con vida. En sus ojos, sin embargo, se veía el miedo.
—¡Estoy bien! —dijo Ramón, levantándose tambaleante, aunque el miedo en su voz no pasó desapercibido.
Alexander lo miró con seriedad, pero no dijo nada. Solo asintió y lo ayudó a levantarse. Sabía que los novatos necesitaban sentirse protegidos, pero también debían aprender a enfrentarse a los riesgos.
—No corras sin pensar. Esto no es un juego —le dijo con voz baja y firme.
Los morteros seguían cayendo, pero la explosión había servido como un toque de atención para todos. Las posiciones de los novatos se reforzaron, y aunque el miedo se instalaba en sus corazones, la formación comenzó a tomar forma de nuevo.
El sonido de los morteros retumbaba en el aire, pero Alexander sabía que la paciencia era clave. El enemigo había disparado desde lejos, probablemente buscando desorientarlos.
—Manténganlo juntos —dijo Alexander, mirando a los novatos que se habían reorganizado. Su rostro estaba ahora más serio que nunca—. Van a seguir disparando, pero nosotros vamos a resistir. No vamos a ceder.
La oscuridad del campamento fue rota nuevamente por el destello de otro proyectil, pero esta vez, los hombres bajo el mando de Alexander estaban listos.
La quietud de la noche se desmoronó cuando el primer proyectil cayó con un estrépito ensordecedor, rompiendo el aire con su rugido. El sonido de la explosión se arrastró, reverberando por la tierra como un susurro mortal. Alexander, que había permanecido observando en silencio, levantó la mirada hacia el cielo estrellado, donde la oscuridad se iluminó por un instante con el resplandor cegador de otro proyectil disparado desde las sombras de Celeste.
El aire, caliente y denso, parecía cargado de anticipación. No era una lluvia constante de morteros, sino un goteo intermitente y demorado, como si el enemigo quisiera jugar con su paciencia. La tensión se acumulaba, una y otra vez, cada proyectil cayendo con un intervalo extraño, dejando tiempo para respirar, solo para ser roto por el siguiente impacto. Pero cada vez que la tierra temblaba bajo sus pies, una sensación de vulnerabilidad se apoderaba del campamento.
Los novatos, aún incrédulos ante la violencia del sonido, se acurrucaban más cerca de sus coberturas, sus ojos buscando el horizonte, esperando el siguiente retumbar. Algunos, con las manos sudorosas, ajustaban sus fusiles como si pudieran detener lo inevitable. Otros, con el corazón golpeando en su pecho, simplemente permanecían en silencio, intentando contener el miedo que comenzaba a salir de las entrañas de la noche.
En medio de la oscuridad, uno de los jóvenes, Sergui, dio un paso hacia adelante, mirando a su líder con una mezcla de ansiedad y desafío. Sus labios temblaban, pero su voz salió con la fuerza de quien busca entender.
—¿Por qué... no respondemos? —preguntó, su mirada buscando explicaciones en los ojos de Alexander.
Alexander lo miró fijamente, sin apartar la vista del cielo estrellado. Las luces de los morteros se elevaban una y otra vez, sus sombras fugaces cruzando la oscuridad. El silencio entre cada disparo era casi más angustiante que el sonido de las explosiones. Las respuestas de Alexander eran simples, como siempre, pero se sentían como un peso en el aire.
—Porque si respondemos, ellos nos hundirán en un juego que no estamos preparados para ganar. —Su tono era calmado, pero había una profundidad en sus palabras que resonaba con fuerza. El miedo no era algo que pudieran evitar, pero sí algo que podían controlar.
Otro disparo cortó el aire, y esta vez, el proyectil cayó más cerca. La tierra se sacudió bajo sus pies, y una nube de polvo cubrió el campamento. Un joven novato, quien había estado demasiado cerca del impacto, cayó al suelo con un grito ahogado. Los ojos de Alexander se endurecieron, y su cuerpo se tensó al instante. Pero no hubo tiempo para detenerse. La lucha no era solo contra los morteros, sino contra el miedo que ya comenzaba a crecer dentro de ellos.
—¡Todos a cubierto! —ordenó, su voz retumbando en medio de la creciente confusión.
El campamento se desmoronó momentáneamente en caos. Los novatos, sin saber si los disparos llegaban o no a tocarlos, se desparramaron entre las rocas y los árboles, buscando cualquier protección, cualquier refugio que les diera una oportunidad para sobrevivir. Alexander, a pesar de la tormenta de nerviosismo que sacudía su propio pecho, no perdió el control. Caminó entre ellos con paso firme, su mirada fija en cada uno de los hombres bajo su mando. Cada ráfaga de sonido que los rodeaba parecía encajar con la incertidumbre que nublaba sus rostros.
Uno de los novatos, el joven Ramón, levantó la cabeza en medio del caos, y vio cómo la luz de otro proyectil iluminaba el campamento, acercándose con la misma furia que los demás. En su rostro, la confusión se mezclaba con la desesperación.
—¿Va a parar? —murmuró con los dientes apretados, casi a modo de oración.
Pero no hubo respuesta, no de Alexander ni de nadie. En la noche, solo el rugido de los morteros y la caída de la tierra hablaban, sus lenguas de fuego quemando el aire, sus ecos reverberando en cada rincón del campamento.
En un momento de calma, cuando el aire parecía haber dejado de moverse, Alexander se detuvo frente a Ramón. Miró al joven con los ojos llenos de una comprensión profunda, de una sabiduría que solo la experiencia podía traer.
—No se trata de si para o no. Se trata de si nosotros seguimos adelante —dijo en voz baja, para que solo Ramón lo escuchara. Sus palabras flotaban como una promesa, una verdad sin adornos.
Antes de que Ramón pudiera responder, el próximo proyectil cayó, más cerca que los anteriores. La tierra se levantó de nuevo, pero esta vez, los novatos no temblaron con la misma intensidad. Habían aprendido algo, aunque solo fuera por un segundo. Alexander les había enseñado a resistir el miedo, a avanzar incluso cuando el camino estaba lleno de incertidumbre.
En el silencio que siguió a la última explosión de la noche, cuando el eco del último disparo aún retumbaba en sus huesos, Alexander permitió que sus hombros cayeran ligeramente. La noche estaba lejos de terminar, pero una pequeña victoria ya había sido alcanzada.
Los morteros seguirían cayendo, pero esta vez, el campamento no se desmoronaría. Y en los ojos de sus hombres, Alexander vio algo más que temor. Vio el resplandor de la determinación.