El alfa Christopher Woo no cree en debilidades ni dependencias, pero Dylan Park le provoca varias dudas. Este beta que en realidad es un omega, es la solución a su extraño tormento. Su acuerdo matrimonial debería ser puro interés hasta que el tiempo juntos encienden algo más profundo. Mientras su relación se enrede entre feromonas y secretos, una amenaza acecha en las sombras, buscando erradicar a los suyos. Juntos, deberán enfrentar el peligro o perecer.
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UN SENTIMIENTO AGRIDULCE (parte 2)
El sexto día de nuestra luna de miel, la ciudad seguía sofocante, el calor se pegaba a mi piel como una segunda capa. Conducía un deportivo, el motor rugiendo bajo mis manos, mientras Dylan observaba en silencio las luces de neón a través de la ventana.
Rodé los ojos.
—No pensé que fueras tan fácil de impresionar.
Dylan me lanzó una mirada fugar, fingiendo indiferencia.
—No es eso. Este lugar tiene algo… diferente.
«Diferente», repetí en mi mente. Quizá porque lo veía reflejado en su piel cuando la luz lo alcanzaba. En el siguiente semáforo, sin pensarlo demasiado, estiré la mano y aparté un mechón rebelde de su rostro, pero mi roce duró más de lo necesario.
—¿Diferente, eh?
Dylan no se apartó ni desvió la mirada, pero el leve cambio en su respiración me dijo suficiente.
—Sí —murmuró—, diferente.
El claxon de un auto rompió la burbuja. Chasqueé los dientes y aceleré sin mirar atrás, aunque la tensión quedó ahí, como un corriente eléctrica.
Cuando nos detuvimos, Dylan alzó la vista y su reacción lo delató. Ante nosotros, el edificio más alto del país se alzaba imponente. Entramos sin decir palabra y subimos el último piso. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, la escena estaba lista: una mesa lujosa, luces cálidas y la ciudad extendiéndose a nuestros pies como un espectáculo privado.
No dije nada. No hacía falta.
Dylan disfrutó la comida sin reservas, como siempre. Yo bebí mi vino con calma, sintiendo el peso del inhibidor en mi sistema, conteniéndome a cada segundo. Cuando la música de salón comenzó a sonar, me puso de pie y extendí una mano hacia él.
Dylan me miró con la clara intención de rechazarme.
“Ni lo pienses”.
Las meseras nos observaban con expectación y supe que tenía la ventaja. Dylan suspiró con resignación y tomó mi mano. Lo atraje con facilidad y le susurré al oído:
—Si me hubieras rechazado frente a todos, te habría dado un buen castigo después.
Vi su ceño fruncido y sonreí apenas. Sabía que intentaría vengarse, pero esta vez, el juego lo iba ganando yo, al esquivar sus pisadas torpes.
Después de un rato, hice que todos se largaran. La música se desvaneció, el murmullo del personal desapareció y el silencio se instaló en el salón, interrumpido solo por el eco lejano de la ciudad.
Me acerqué sin prisa y, sin decir nada, me quité el saco y lo puse sobre sus hombros. Frunció el ceño de inmediato.
—No lo necesito. No soy un omega débil y…
Rodé los ojos.
—Omega o no, hace frío. Si te enfermas, será una molestia para mí. No pienso cuidarte ni dejar que me contagies.
Como esperaba, apartó el saco de un tirón.
—No tienes que preocuparte. Si me enfermo, me las arreglo solo. Y la próxima vez, no me interrumpas cuando hablo. Recuerda bien el contrato.
Nos miramos en un duelo silencioso, esperando que el otro cediera primero. La tensión entre nosotros era una cuerda a punto de romperse. Y entonces, los fuegos artificiales estallaron el cielo. Luces dorados y plateadas iluminaron la ciudad, reflejándose en sus ojos. Por un momento, me quedé observándolo, hasta que recordé que yo mismo organicé el espectáculo y lo olvidé por completo.
Dylan ni siquiera giró la cabeza.
—Todo esto que hemos hecho juntos… ¿Es lo que un alfa como tú hace por sus parejas?
Sonreí de lado.
—¿Tú qué crees?
No respondió de inmediato. Solo suspiró.
—Da igual. Todo esto es solo un teatro. No hay necesidad de tomarlo en serio…
Por alguna razón, sus palabras me molestaron.
Lo observé con la mandíbula tensa, la luz de los fuegos artificiales iluminando su piel y la boca entreabierta, como si nada le importaba. Y, en ese instante, me dieron ganas de besarlo.
El impulso me golpeó con intensidad. Me incliné apenas, lo suficiente para hacerlo sin que se diera cuenta hasta que fuera demasiado tarde, pero incluso con mi rut, apreté los dientes, el cuerpo rígido y los puños cerrados.
Traté de contenerme. Respiré hondo.
No sirvió de nada.
Mandé todo al carajo y, antes de poder pensar en una excusa para detenerme, ya me había lanzado.
No sé en qué momento ocurrió, pero de alguna forma terminé besándolo. Quizás fue la tensión acumulada, el impulso del momento o simplemente mi propia estupidez.
Lo que sí sé es que no esperaba su reacción. Porque en cuanto me separé, Dylan me mordió con fuerza.
Y antes de que pudiera procesarlo, un puñetazo directo me estalló en la mandíbula, obligándome a retroceder. El dolor me devolvió la claridad en un instante.
—¡¿Pero qué carajo te pasa, imbécil?! —exclamé, llevándome una mano a la zona golpeada.
Dylan respiraba agitado y sus ojos ardían de furia.
—¡¿Qué carajo te pasa a ti?! —espetó, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. No te atrevas a volver a hacer esa mierda.
Lo miré en silencio, sintiendo cómo la rabia inicial se disolvía en algo más complicado. Algo que no quise analizar en ese momento.
Las horas siguientes fueron un desastre.
Después de lidiar con un montón de documentos, cerré mi laptop y me froté el puente de la nariz. A pesar de que esta supuesta luna de miel era solo un teatro, mi carga de trabajo seguía ahí. No podía darme el lujo de desconectarme como si nada, no con tantas personas dependiendo de mis decisiones.
Con la intención de irme a dormir, me puse de pie. Pero en lugar de dirigirme a mi habitación, mis pasos tomaron otro rumbo antes de que pudiera detenerme.
Cuando abrí la puerta de la suya, fruncí el ceño. Vacío.
—¿Dónde mierda se metió ahora? —murmuré, sacando el celular para llamarlo.
Nada.
Marqué otra vez. Tampoco respondió.
El fastidio se acumuló rápido. No solo desaparecía sin avisar, sino que encima ignoraba mis llamadas.
Pregunté al personal, pero nadie sabía nada.
Genial.
Estaba por dar media vuelta cuando noté algo entre las plantas, cerca de la piscina. Me acerqué con paso firme, dispuesto a darle una reprimenda que no olvidara, pero al verlo bien, mi molestia se transformó en algo que no supe nombrar.
Dylan estaba encogido contra sí mismo, con la cabeza hundida entre los brazos.
—¡¿Se puede saber qué demonios haces aquí?! —grité irritado— ¡Llevo horas buscándote, idiota!
No respondió, ni siquiera se movió.
Solo cuando me incliné un poco más, noté que temblaba.
Y entonces, levantó la mirada.
Me quedé inmóvil.
Había visto muchas versiones de Dylan desde que empezó esta farsa, pero nunca lo había visto así. Sus ojos estaban enrojecidos, su rostro empapado de lágrimas y una expresión rota que no encajaba con la imagen que siempre proyectaba.
Por un momento, olvidé lo que iba a decir.
Bajé la vista y vi su celular tirado a un lado.
La pantalla seguía encendida, con un mensaje abierto: “Oppa… la tía… ha fallecido”.
Dylan era insoportable. Terco hasta el cansancio, orgulloso hasta la ridiculez. Siempre con la cabeza en alto, listo para dar una respuesta mordaz ante cualquier provocación. Dominante… o al menos, eso quería aparentar.
Y por primera vez, lo vi como lo que realmente era: un omega.
Por más fuerte que intentara mostrarse, al final, seguía siendo vulnerable. Seguía siendo alguien que podía romperse.
Y eso… eso me desconcertó.
No supe qué hacer. Nunca fui alguien que consolara a otros. No tenía idea de cómo se suponía que debía reaccionar ante esto. Pero verlo así, esforzándose por contenerse incluso en su peor momento, hizo que algo dentro de mí se retorciera.
Así que hice lo único que pude.
Sin decir nada, me senté a su lado. No intenté hablar ni decir alguna frase vacía de consuelo. Solo lo rodeé con un brazo y lo acerqué a mí.
Al principio, su cuerpo se tensó, como si fuera a rechazarme. Pero después de unos segundos, dejó escapar un suspiro tembloroso y simplemente… se dejó estar.
En ese instante, recordé cuando su tía me miró con calidez y me dijo:
—Te deseo un matrimonio lleno de felicidad. Sé que Dylan tiene un carácter difícil, lo conozco mejor que nadie, pero es una persona con un corazón enorme. Desde niño le costó relacionarse con los demás, se metía en peleas constantemente, y eso lo volvió más solitario…
Guarde silencio y la escuché con atención.
—Cuando descubrió su segundo género, todo se volvió aún más complicado para él —continuó—. Se cerró al mundo, dejó de confiar en la gente… Verlo hoy aquí, compartiendo su vida con alguien, me hace inmensamente feliz. Te agradezco por eso. Cuídalo, por favor…
Regresamos antes de lo planeado para el velorio.
Cuando Dylan vio a sus hermanas, el dolor lo golpeó con fuerza. Se abrazaron sin decir nada, compartiendo lágrimas en un silencio pesado. Su tía abuela era lo último que les quedaba de familia, y ahora, con su partida, estaban completamente solos.
Sabían que este momento llegaría tarde o temprano, pero eso no hacía la pérdida más fácil. Al menos, Dylan encontró consuelo en saber que murió en paz, tal como ella siempre quiso: cerrando los ojos y dejando que el sueño se la llevara sin sufrimiento.
Pero el duelo no detiene el papeleo ni las responsabilidades. Dylan apenas se sostenía, así que tomé el control. No pedí permiso ni esperé agradecimientos. Me encargué de todo: trámites, velorio, entierro… Alguien tenía que hacerlo.
Cuando intentó agradecerme, lo corté en seco.
—No lo hago por ti. Se lo prometí a tu tía.
Le entregué un sobre con su testamento. Su última voluntad era clara: vender la casa y que ellos siguieran adelante con sus vidas. Dylan se quebró otra vez al leerla.
Suspiré y hablé con más calma.
—No todos tienen una muerte tan pacífica…
Y luego mencioné lo inevitable:
—Si venden la casa, ¿a dónde irán?
Dylan no tenía respuesta,
—Lo mejor será que vengan a vivir conmigo.
Días después, se detuvieron frente a mi mansión. Sus hermanas quedaron boquiabiertas y Dylan no fue la excepción. No esperaban que mi vida fuera de este nivel.