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Status: En proceso
Genre:Terror / Aventura / Viaje a un juego / Supersistema / Mitos y leyendas / Juegos y desafíos
Popularitas:418
Nilai: 5
nombre de autor: Ezequiel Gil

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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.

NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 21: ¿Revelación?

La puerta se cerró tras de mí con un clic seco. Fue un sonido pequeño, pero resonó como un aviso.

El aire estaba denso, y las cortinas pesadas filtraban la luz de la calle, dejando la sala en penumbra.

—Esperáme un minuto —dijo Rocío, después de dejarme pasar—. Voy a cambiarme.

Asentí, me quedé inmóvil, sintiendo el peso del silencio de la casa, que parecía mirarme con desconfianza.

Los segundos se sintieron eternos y, en un intento ridículo de tranquilizarme, caminé hacia la ventana del comedor, apoyé las palmas en el marco y observaba hacia fuera como protagonista de un vídeo musical romántico.

Afuera, la calle estaba vacía, y el aire frío me golpeó la cara. Por un instante me calmó, aunque la sensación de ser observado persistía, como si cada esquina de la casa tuviera ojos y estos pudieran juzgarme.

Me di la vuelta y mi mirada vagó por los estantes. Fotografías de viajes perfectamente alineadas, objetos elegidos con precisión quirúrgica, limpieza absoluta de arriba a bajo.

"Media obsesiva", pensé.

Todo reflejaba a Rocío. Controlada, distante, meticulosa. Hasta el menor desorden parecía un pecado que ella nunca permitiría. Sentí que estaba fuera de lugar, como un intruso en un mundo al que no pertenecía.

Cuando Rocío apareció, sus pasos llenaron la habitación. Un eco seco la precedía. Había cambiado su pijama por ropa más cómoda, pero la frialdad en su mirada y la tensión en su mandíbula no había disminuido. Me observó de arriba abajo, evaluando, midiendo.

Me sentí invadido, pero ya no me sorprendía viniendo de ella.

—¿De dónde sacaste eso? —dijo, señalando el cuaderno negro que sostenía bajo mi brazo.

No había acusación explícita, pero tenía el peso de un juicio. Mi garganta se secó y sentí que cada palabra que iba a pronunciar estaba destinada a ser examinada, como un examinador empecinado en rechazarme.

—Primero decime vos qué sabés de esto —dije, tratando de sonar intimidante, como si por un segundo me creyera la mentira de que era capaz de discutir con alguien.

El nudo en mi estómago se tensó. No soy una persona confrontativa, y esta situación me superaba, pero había llegado demasiado lejos para retroceder.

—Nada que te importe —dijo Rocío con un tono arrogante, casi violento.

La miré, esperando a que dijera algo más, pero el silencio parecía estar a su favor. Y en sus ojos no veía nada más que asco.

Traté de contenerme, de no ceder como lo hacía siempre, pero mis labios se movieron antes de que pudiera pensar.

—Lo saqué de la pieza de Esteban —dije, con un hilo de voz.

Rocío negó con la cabeza, apenas perceptible, pero suficiente para hacer que mi mentira se sintiera endeble y frágil.

—No me refiero al cuaderno —dijo—. ¿De dónde sacaste la traducción, el código para leerlo?

Callé. No podía decir toda la verdad, no aún. La presión era intensa, como si toda la casa estuviera conteniendo el aliento. Una mentira se asomó.

—Esteban me lo dejó —dije, temblando.

Frunció el ceño, y la tensión en sus hombros se hizo evidente.

—No… no puede ser —dijo—. Solo yo lo tenía.

Un sudor frío descendió por mi espalda. Cada palabra que pronunciaba estaba cargada de miedo y culpa. Intenté mantener la compostura, pero la sensación de vulnerabilidad me atravesaba como un cuchillo.

—Bueno —dijo finalmente—. Ahora respondé vos. Quiero que me digas la verdad de todo lo que sabés de Esteban. Nada más. Solo eso.

—Es mentira —dijo Rocío sin ningún reparo.

—¿Qué cosa? —pregunté con la voz a punto de quebrarse.

—No te dejo nada a vos —explicó y volvió a examinarme de arriba a abajo mientras cruzaba sus piernas.

—Sí, me dejó el código —dije con más volumen, como si la fuerza de mi voz hiciera valer el peso de mi argumento.

—Si te hubiera dejado el código, habrías leído el cuaderno y no hubieras venido hasta acá —argumentó.

—¿Y cómo voy a saber del cuaderno sin el código? —rebatí, tratando de sostener la mentira a toda costa.

Ella se quedó pensando, mirándome como si viera un cuerpo en descomposición.

—¿Qué querés saber? —preguntó con frialdad, como si me estuviera ofreciendo las sobras de algo.

—Solo estoy tratando de saber qué pasó de verdad con Esteban.

Otra vez, ella guardó silencio. No era capaz de entender cómo no parecía incomodarse en lo más mínimo ante la tensión. Llegué a pensar que el paranoico o exagerado era yo. Que no era cosa seria, si no, no me explicaba la frialdad de esa mujer que tenía delante.

—¿Entregaste la carta a la policía? —preguntó.

—No —dije, apenas audible—. Todavía la tengo yo.

Rocío guardó silencio, esperando, observándome como si pudiera leer no solo mi rostro, sino mis pensamientos.

Y entonces comenzó la revelación. Su voz bajó, se volvió íntima, confidencial, como si compartiera un secreto que nadie más podría comprender.

—Bueno, está bien —dijo con desgano.

—¿Bueno qué?

—Te voy a contar lo que sé —dijo y me indicó con la cabeza que la siguiera.

Me llevó hasta su habitación y, como si fuera un calco, no paraba de encontrar similitudes con la de Esteban. Todo ordenado. Milimétrico, preciso. Pero con un pequeño detalle… una mancha de locura.

Habían hojas y pizarras escritas con símbolos y códigos como los del cuaderno. Se me erizó la piel, y no podía disimular mi sorpresa.

—Esto no empezó ayer —dijo—. Viene de hace muchos años. Cuando Esteban empezó la facultad, tenía que trabajar para cubrir algunos gastos. La mezcla de estudios, trabajo y proyectos era mucho para él. Buscó alternativas para ahorrar tiempo, y fue justo entonces cuando aparecieron las inteligencias artificiales.

Esa declaración me había descolocado. Sabía de las IA, las había usado, pero en programación… dejaban mucho que desear. Aun así, dejé que siguiera su historia.

—Al principio eran torpes, inútiles incluso, pero después encontró algo raro. Una IA de código abierto, oculta. Parece una teoría conspirativa, pero existe un submundo digital que el mundo no conoce.

—Sí, la deep web —dije yo, tratando de seguir el hilo.

—Eso es para niños —dijo riéndose de manera arrogante—. La deep es la superficie; hay cosas más turbias. Y en ese lugar encontró esa IA de mierda.

—¿Qué IA? —pregunté.

—No tiene nombre como tal, pero él le puso "Banstee".

Me quedé paralizado. En cuestión de segundos, mi mente empezó a atar cabos. Ante semejante declaración que Rocío soltó como si fuera un saludo, mi cerebro trabajaba a toda velocidad. Si Banstee era la IA, algunas cosas tenían más sentido. Pero aun así, no dije nada y dejé que Rocío siguiera.

—Al principio —continuó— le ayudaba mucho. Pero después se volvió un poco pesado con la IA, todo lo hacía con ella, hasta lo más mínimo, y de a poco se fue poniendo más… obsesivo y errático. Pasaba horas frente a la computadora, y yo me preocupaba.

Después de esas palabras, por primera vez en toda la conversación, pude ver una expresión que no fuera asco en ese rostro estoico. Parecía tristeza, pero algo me decía que había algo más. Ella continuó.

—Le dije que dejara eso o rompíamos… y lo hizo. Pero duró poco la luna de miel. Cuando me di cuenta, volvió a caer, y yo lo dejé.

"Culpa", pensé; eso había en sus ojos mientras contaba la historia.

Pero no era la única que se sentía así. Recordando cada momento que pasé con Esteban, de niños, de adolescentes, casi una vida juntos, y yo nunca lo vi. La culpa me aplastaba. Cómo no me había dado cuenta de lo mal que estaba. Cada silencio compartido, cada señal ignorada, era ahora un peso insoportable.

—Esteban no solo trabajaba en los juegos —dijo Rocío—. Esa IA era su confidente, la única que lo entendía según él. Traducía sus ideas en mapas, en mundos, en niveles. Él sabía decir cosas como "quiero un mapa que simbolice la bronca que siento con los jefes hijos de perra que no me dejan descansar" y la IA, de alguna forma, daba un mapa funcional.

—¿Solo con esas instrucciones? —pregunté con sorpresa. Sabía que las IA habían avanzado, pero tanto así?

—Sí, parecía hasta magia. Al principio yo pensé que era algo genial y servía para que él ahorrara tiempo, pero poco a poco Esteban fue pidiendo cosas más extrañas. Con el tiempo ya no me dejaba ver qué escribía.

Pero sí me hacía probar sus juegos o diseños, y eran todos borrosos, rotos, como que se tildaban y hacían colores raros.

—¿Están glitcheados?

—Justamente. Él decía que no, que eso era lo que quería. De alguna manera, para él esto era un cuadro, una especie de arte abstracto hecho juego. Era su manera de comunicar su propio caos interno.

Sentí un nudo en la garganta. La sensación de fracaso me atravesó. Cómo no percibí su dolor, su aislamiento. Cada paso, cada gesto de Esteban, era ahora una evidencia de mi ceguera.

—¿Y qué pasó? —pregunté ya estando completamente absorto en la narrativa.

—Después, por alguna razón, cambió a los cuadernos. Empezó a trabajar con fotos. Dibujaba esos símbolos en el cuaderno y le mandaba las fotos a la IA, y ahí hacía los niveles o prototipos.

Otra vez algo hizo clic en mi cabeza.

—Pero eso fue ya cuando volví con él —dijo soltando un suspiro—. No salíamos, pero me preocupaba dejarlo solo, porque el intento de familia que tenía no lo ayudaba para nada.

—¿La familia? —pregunté, con voz temblorosa.

—Sí, se cansaron de él —dijo Rocío—. Por fuera… afuera eran la familia ideal. Pero la verdad eran un asco con él; nunca lo acompañaron, nunca intentaron entenderlo.

Callé, incapaz de absorber todo de golpe. La habitación parecía encogerse, y cada sombra parecía cobrar vida.

¿Estaba hablando de la misma familia que yo conocía? Con esa con la que compartí comidas y noches de películas?

—Cuando Esteban empezó con esto de que lo vigilaban, fue el punto de quiebre —dijo Rocío—. Ahí lo dejaron completamente solo.

—¿Quién lo vigilaba? —pregunté con desconfianza.

—No sé, nunca supe con certeza si era algo real o ya eran delirios de él. Porque considerando que nos metemos en ese mundo podrido de internet, no es sorpresa que nos hubieran estado vigilando.

—¿Qué carajo? —solté casi sin querer.

—Sí, por eso Esteban empezó a escribir ese cuaderno —dijo señalando el cuaderno negro—. Me dijo que era una forma segura de comunicarnos, que solo él sabía la forma de descifrarlo. Nunca esperé que alguien entendiera.

—Es que no lo inventó solo a ese lenguaje —dije con resignación y una gota de nostalgia—. Las bases las hicimos cuando éramos niños. Nunca imaginé que él lo iba a convertir en esto.

Guardé silencio, con el cuaderno negro firmemente contra el pecho. Ese cuaderno no solo contenía símbolos y códigos, sino la vida, el sufrimiento y los fantasmas de Esteban. Y los míos.

Cuando salí de su casa, la brisa me golpeó el la cara como un recordatorio del mundo real.

Y había una pregunta que no me atrevía a hacer, pero que me quemaba los labios y parecía querés escaparse a saltos de mí pecho:

¿Cómo no lo vi? ¿Cómo no me di cuenta de lo que le pasaba?

Pero sobre todo, la pregunta que más me perseguía:

¿Por qué Esteban se suicidó?

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