Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 21: La Voz de la Noche
Desde la perspectiva de la Mentora
El crepúsculo había caído como un telón espeso sobre los jardines de Velharrow, tiñendo las estatuas con sombras que parecían respirar. Desde lo alto de la torre norte, la Mentora observaba el recinto con el ceño fruncido y las manos entrelazadas tras la espalda. Su túnica, negra como el hollín de siglos olvidados, no se movía ni con el viento. La piedra bajo sus pies parecía más cálida de lo habitual. El eco del fragmento aún vibraba en el aire.
Había sentido su despertar. No en la forma usual, como una irrupción de magia o una fisura en los sellos, sino como una voz antigua que la había llamado por su verdadero nombre, uno que no era pronunciado desde hacía siglos. Las campanas del Conclave no habían tañido por ello, pero ella sí. En su interior, algo que creía enterrado se había estremecido.
—Annabelle... —murmuró.
Ese nombre. Esa niña. No, ya no era una niña. No después de lo ocurrido en el Salón del Eclipse. No después de haber pronunciado aquellas palabras en una lengua que ni los más viejos entre los Eternos recordaban con claridad. Vocem Obscuram. La Voz Oscura.
Y aún resonaban. En la piedra. En la sangre. En los ojos del Consejo.
Ella descendió lentamente por la escalera de caracol, dejando atrás la atalaya. A cada paso, los recuerdos se agolpaban: un juramento hecho junto a un lago congelado; la entrega del fragmento sellado en la catedral subterránea; la advertencia de Élise antes de desaparecer entre los bosques del norte. “Cuando la Voz regrese, no será bajo nuestro control.”
Ella había sido la única que creyó que el fragmento no estaba muerto. Solo dormido. Los demás, confiados en su arrogancia, habían sellado su voluntad bajo capas de plata encantada y versos rotos.
Al llegar al vestíbulo principal, la Mentora hizo una seña a los dos vigilantes. Ellos se inclinaron sin mirarla directamente. Sabían que algo se había roto. Sabían que ella llevaba la visión más clara de lo ocurrido.
Entró en la cámara del espejo.
No era un lugar que los estudiantes conocieran. Ni siquiera muchos de los Eternos. Una sala de mármol blanco, sin ventanas, donde sólo un enorme espejo ovalado ocupaba la pared frontal. No reflejaba imágenes. Mostraba consecuencias.
Colocó las manos sobre el marco de obsidiana.
—Mostradme el fuego —dijo.
El espejo tembló. Primero apareció la sala de estudio, abandonada. Luego los jardines, y finalmente la imagen de Annabelle. Estaba sentada bajo el sauce plateado, las rodillas recogidas contra el pecho, la mirada fija en sus propias manos. No lloraba. No parecía confundida. Parecía… contenida.
—¿Sabes quién eres? —preguntó la Mentora, aunque Annabelle no podía oírla.
Una ráfaga de energía rasgó el borde del espejo. Durante un segundo, el rostro de Annabelle se superpuso con otro, uno más antiguo, con ojos completamente oscuros y una marca en la frente como una estrella invertida. El reflejo parpadeó y se desvaneció. La Mentora retrocedió.
—Está despertando —susurró, con una mezcla de temor y reverencia.
Esa noche, el Consejo se reunió en la Cripta de los Fundadores. Era una ceremonia no oficial, un encuentro que sólo se realizaba cuando el orden mismo de los Eternos se tambaleaba. Las velas azules que colgaban de las paredes ardían sin llama, alimentadas por las promesas juradas hacía siglos.
—El fragmento habló —dijo uno de los jueces, un hombre alto de ojos de ceniza.
—No sólo habló —corrigió la Mentora—. Eligió.
Silencio.
—La joven no fue preparada —intervino otra voz—. No es como Élise.
—Tal vez no lo necesita ser —replicó la Mentora, con una dureza en la voz que congeló la sala.
Uno de los miembros del Consejo golpeó el suelo con su bastón de hierro.
—¿Insinúas que ha sido... enviada?
La Mentora bajó la vista. No respondió. Pero su silencio era una afirmación en sí mismo.
Más tarde, en su estudio, la Mentora desplegó los textos antiguos. Reliquias de tiempos donde los Eternos aún eran humanos. Donde la Sangre no era un don, sino una maldición cuidadosamente contenida. Encontró la línea que buscaba, escrita en un dialecto de las Tierras Sombrías:
“La Voz regresará no en forma de destrucción, sino de redención mal comprendida. Aquel que la escuche, no morirá, pero ya no será quien fue.”
La Voz. El Fragmento. Annabelle.
Su aparición no era casual. Ni lo era su afinidad con Théodore, cuya sangre provenía de los Velharrow, la línea más antigua entre los Eclipsados. El destino, ese concepto tan desgastado entre los Eternos, había hilado una trama más intrincada de lo que ella imaginaba.
Recordó la visión que había tenido semanas antes: un castillo en ruinas cubierto de hiedra negra, Annabelle de pie sobre una torre, y detrás de ella, el cielo abierto en una herida púrpura. Recordó también el susurro: “No es ella quien cambia. Somos nosotros.”
Esa misma noche, la Mentora se dirigió sola al Bosque de las Piedras.
Un sitio donde sólo los fundadores podían pisar sin enloquecer.
Llevaba en la mano una lámpara con fuego azul, y sobre su pecho, colgado de una cadena de hueso, un medallón con el símbolo de la Llama Silente.
Se arrodilló ante la Piedra del Origen y colocó la palma sobre su superficie rugosa.
—Ella ha despertado —dijo—. Y no podemos contenerla.
El viento sopló con fuerza, como si la tierra misma respondiera.
—La profecía no era metáfora. Annabelle es la Voz. La Voz que no debíamos volver a oír.
Por un instante, la piedra emitió un pulso cálido. Un destello rojo cruzó su superficie, y la Mentora sintió que su pecho ardía.
Entonces escuchó una voz, suave y sin edad, surgir desde el centro de la tierra.
—Vigilad su corazón. En él dormita el fin... o el comienzo.
La Mentora cerró los ojos.
Sabía que el mundo de los Eternos cambiaría. Y que ella misma, por primera vez en siglos, tenía miedo.