En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 20
“Sobre mi cadáver”
Yo estaba aquí. En esas habitaciones amplias, ahora frías, donde solo el calor de mis hijos daba sentido a tanto vacío. El duelo aún me rodeaba como un velo pesado, pero mi deber como madre me mantenía en pie. Mis niños dormían tranquilos, ajenos al murmullo de amenazas que comenzaban a revolotear por los muros del palacio.
Fue entonces, un día, que llegó la orden: “Debes separarte de los niños, es por su seguridad. Irán con la familia real.”
Mi sangre hirvió. Mi pecho se cerró como si un puñal invisible se clavara en medio de mis costillas.
No lo hice. No cedí. No podía. ¿Separarme de ellos? Después de todo lo que he sobrevivido, ¿ahora debía entregarlos como piezas de ajedrez a una corte que me ha querido muerta más de una vez? No. No esta vez.
Y entonces, como si el infierno quisiera darme prueba, lo vi. A mi cuñado. Ese hombre sin alma, siempre envuelto en falsos ropajes de nobleza. Me esperaba en el corredor, al volver del entierro. Tenía una sonrisa helada, afilada como el acero.
—Zoraida —me dijo con fingida calma—. Los niños no te pertenecen. Son sangre real. Deben ser criados por la corona. Por su linaje, por su seguridad…
Me quedé inmóvil. Lo miré a los ojos. Despacio. Dolida. Firme.
—¿Y yo qué soy? —le dije con voz contenida—. ¿Una nodriza de paso? ¿Una esclava de ocasión? Estuve casada con tu hermano. Llevé sus hijos en mi vientre. Soy la madre de la sangre real. Y soy su sultana. Yo también soy familia.
Su mirada cambió. Quiso hablar, pero no lo dejé.
—Si intentas llevártelos… —le dije, acercándome con paso lento pero cargado de fuego— lo harás sobre mi cadáver. Primero muerta, antes que ver a mis hijos en tus manos… o en las de Aixa.
Sus labios se apretaron. Pero no dijo nada. Porque sabía que yo no mentía.
Mis manos temblaban cuando regresé a la habitación. Vi a mi hijo mayor dormido, abrazado a su hermano pequeño, como si supieran que el mundo afuera ya no era seguro. Me arrodillé junto a ellos, los acaricié con cuidado y recé. No por paz. Recé por fuerza.
Esa noche, coloqué un puñal bajo mi almohada. Porque ya no era solo viuda. Ya no era solo madre.
Era la guardiana de dos herederos… y el corazón de Granada.
"No los tocarán"
Después de todo… aquí estoy. Aún en el palacio. No en mis antiguos aposentos, no en los que compartí con mi esposo —que ahora reposa bajo el cielo eterno de Sierra Nevada—, sino en otros, más alejados, más fríos. Los rincones son distintos, las paredes no tienen recuerdos míos… pero mis hijos sí están conmigo. Y eso es suficiente.
Nos querían separar. Querían darme habitaciones distintas a las de mis niños. “Es lo mejor, sultana”, dijeron. “Es la costumbre.”
Costumbre. Palabra maldita. Usada tantas veces para justificar lo injustificable.
Me miraron con manos entrelazadas, con sonrisas falsas. Pero cuando uno de los eunucos tocó la cuna del pequeño para moverla, me bastó una sola acción: mi mano voló a la daga oculta bajo mis mangas, y con ella, una amenaza clara como el sol del mediodía.
—No los tocarán —dije, con voz baja pero suficiente para congelar el aire—. Si un dedo, una orden, una mirada se atreve a alejarlos de mí, morirán. Uno por uno. Y empezaré por ti —añadí, apuntando al más cercano.
El silencio fue absoluto. Nadie se movió. El cuchillo brillaba a la luz de las lámparas de aceite. Mis ojos, más.
Los niños me miraron. El mayor entendía. Su boquita temblaba, pero no lloró. El pequeño solo dormía, como si el ruido del mundo no pudiera alcanzarlo.
—¿Eso es lo que querían? ¿Separarme de ellos? —continué—. ¿Ahora que no tengo esposo, piensan que soy débil? ¡Pues no! Porque ahora soy el fuego que dejó Muley encendido… Y si buscan apagarme, quemaré esta torre hasta que no quede piedra sobre piedra.
Después la vi. Aixa. Desde el umbral, con su mirada afilada, las manos escondidas en su manto. Muy quieta. Muy callada. Observándome.
Yo también la miré. No dije nada. Mis palabras ya estaban dichas.
Volví la mirada a mis hijos, les acomodé las mantas, me senté junto a ellos. Como madre. Como leona. Como reina sin corona… pero con cuchillo.
Esa noche no dormí. No podía. Pero mis hijos sí. Y ese fue mi triunfo.
"La Daga en el Corazón"
El viento soplaba con violencia sobre las torres de la Alhambra, como si Alá mismo quisiera arrancar los secretos de las murallas. En el salón de mármol, Zoraida se mantenía firme, con la mirada clavada en el joven emir. Boabdil, el hijo de su difunto esposo Muley Hacén, ocupaba ahora el trono que una vez perteneció a su padre. A su lado, Aixa —la eterna sombra, la madre de Boabdil— se mantenía de pie como una víbora dispuesta a atacar.
—Zoraida… —dijo Boabdil, evitando mirarla a los ojos—. El consejo y mi madre han coincidido. Por la estabilidad del reino… debes casarte con Zagal.
Zoraida sintió que su alma se desgarraba. Una daga invisible le atravesó el pecho. ¡¿Zagal?! ¡El mismo que había traicionado, el mismo que se había insinuado en sus peores momentos! ¡El hermano de su amado Muley!
—¿Y esto es lo que llaman estabilidad? —preguntó con voz gélida—. ¿Obligar a una viuda embarazada a casarse con el traidor de su esposo?
Aixa sonrió con amargura.
—No eres nadie sin ese apellido que robaste. Si no aceptas, no habrá protección para tus hijos. Tú misma te encargarás de arrastrarlos a la ruina.
Zoraida se levantó lentamente, con la elegancia de una leona herida, pero peligrosa.
—Si me obligan a unirme a Zagal, yo misma me quitaré la vida. Y no sin antes dejar cartas escritas con mi sello a los líderes del Magreb, a los sabios del Al-Andalus y a los cristianos de Castilla, con todos sus crímenes. Los haré caer en la vergüenza.
Boabdil tragó saliva. No esperaba esa amenaza. Aixa, por primera vez en años, se quedó sin palabras.
Zoraida continuó:
—Y si tocan a mis hijos… sepan que Granada no verá paz. Porque el espíritu de una madre no descansa cuando hay injusticia. Yo no soy una esclava. Soy la sultana viuda del último gran emir… y ustedes no son dignos ni de pronunciar su nombre.
Zoraida se retiró de la sala, con el velo temblando sobre su rostro. Al pasar, una lágrima descendió por su mejilla. No de miedo. De furia.
Y en su corazón juró: jamás nadie decidiría por ella ni por sus hijos. Jamás.
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"El Viento en el Rostro"
El salón estaba cargado de odio y tensión. Zoraida, vestida de negro riguroso, con sus rizos despeinados por la tormenta que se desataba afuera, lo miró con desprecio. Zagal, con su arrogancia disfrazada de cortesía, se acercaba como si ella fuera una joya a reclamar.
—No eres digno ni de pronunciar el nombre de mi esposo, y menos aún de tocarme. Eres una sombra sucia que vive de la traición —le escupió al rostro—. Si crees que me harás doblegar, preferiría convertirme en cenizas antes que ser tu esposa.
Zagal retrocedió con la mejilla mojada, furioso, humillado, con los puños cerrados. Los guardias no se atrevieron a moverse.
Zoraida no esperó respuesta. Salió del salón con el corazón latiendo con fuerza desmedida. Caminó sin rumbo, los pasillos se confundían, los tapices parecían cerrarse como una prisión de seda. Hasta que llegó al balcón más alto del ala sur del palacio, donde el viento golpeaba como un látigo fresco.
Se apoyó en la baranda de piedra. El aire helado le dio en el rostro. El cielo estaba cubierto, las nubes grises parecían llorar por ella. Allí, de pie, con el alma rota, por primera vez en mucho tiempo… pensó en rendirse.
"Si salto ahora… todo este dolor acabaría. Me convertiría en aire. Nadie podría usarme, humillarme, separarme de mis hijos. Tal vez Muley me esperaría del otro lado… tal vez allí no hay intrigas ni guerra."
Sus manos temblaban sobre la baranda. Cerró los ojos. El viento silbaba como una canción lejana. Una lágrima solitaria bajó por su mejilla, silenciosa.
Pero entonces, una voz interior —clara, profunda, inconfundible— habló en su corazón:
"Tus hijos aún te necesitan. Tú no naciste para caer. Naciste para resistir."
Respiró hondo. Se apartó del borde. Se abrazó a sí misma y bajó lentamente las escaleras, con los ojos vidriosos pero el alma en pie.
En silencio, volvió a su habitación. Entró y vio a su hijo menor dormido, su manita abierta como un lirio. El mayor estaba despierto, esperándola.
—¿Mamá… estás bien?
Zoraida se arrodilló, lo abrazó con fuerza y le susurró:
—Ahora sí, mi luna… ahora sí estoy bien.
Y juró, una vez más, que ni Zagal, ni Aixa, ni Boabdil, ni todo el reino iban a arrebatarle lo que quedaba de su fuerza. Porque mientras respirara, Granada tendría una madre dispuesta a luchar.
En Medio del Palacio y la Tierra"
Aquí estaba… viendo todo.
Los decretos se escribían sin cesar. La tinta corría más rápido que las palabras. Los visires hablaban, opinaban, discutían. Las reuniones en el salón real eran largas, algunas aburridas, otras tensas, pero necesarias. Y yo… yo estaba allí, sentada, escuchando todo, con la mirada fija en los detalles, midiendo los rostros, los gestos, las mentiras escondidas en los silencios.
“Dios mío, cuántas cosas se mueven mientras el pueblo cree que el poder descansa.”
Después de aquello, cuando las voces comenzaban a dispersarse, me deslicé por los corredores hasta los jardines. Allí encontraba lo que no hallaba en los salones: paz, vida, olor a tierra buena. Me quité los velos pesados y el manto dorado, me puse una túnica sencilla, y bajé con mis hijos.
—Esta es la mata de tomillo —les dije mientras mis manos revolvían la tierra suave—. Sirve para el estómago… y para el alma también.
Mi hijo mayor, curioso como siempre, me miraba con ojos grandes.
—¿Y esta? —preguntó, señalando una pequeña planta de hojas redondas.
—Menta. Refresca la boca y calma los nervios —le respondí, acariciando su cabecita.
Sembrábamos juntos. Entre naranjos, granados y almendros. Planté zanahorias, tomates, calabacines. Mezclé las semillas con mis dedos y le enseñé a mi hijo menor a distinguirlas. La tierra estaba cálida, suave… esa temperatura templada fuerte que anuncia el buen clima.
—Esta tierra… es como nosotras, mis niños. Si la cuidas, da vida. Pero si la olvidas… se endurece, se quiebra, se seca.
Ellos reían. Se ensuciaban las manos y las mejillas. Y por un instante, el mundo no era guerra ni traición ni política. Era sólo madre, hijos, plantas y silencio de cielo abierto.
Luego, cuando el sol caía un poco, los llevaba al pozo a lavarse. Yo me quedaba un poco más, sola. Me sentaba frente a las matas recién sembradas, y pensaba.
“¿Cómo puede una mujer ser reina, esposa, madre, enemiga y amiga al mismo tiempo sin perderse?”
Y entonces una mariposa blanca voló sobre mis manos y supe que no estaba perdida. Estaba sembrando, en todos los sentidos. En mis hijos, en mi tierra… y en mí misma.
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“Bajo la Luna, Entre Hojas y Silencio”
Y después… cuando caía la noche y el palacio dormía, yo salía a regar mis matas, mis frutas y mis hierbas. Descalza, con la túnica suelta y el velo apenas recogido, caminaba entre los naranjos pequeños, las matas de menta, las hilachas de romero y la lavanda silvestre que tanto me gustaba tocar con la yema de los dedos.
Ese… era mi jardín privado. Nadie entraba allí sin mi permiso. Ni criadas, ni soldados, ni concubinas. Era el único rincón de Granada que me pertenecía de verdad, sin disputa, sin protocolo, sin vigilancia. Solo Alá, mis plantas y yo.
Le cantaba a cada mata, como si fueran mis hijos dormidos. Una por una. Mi voz salía baja, suave, más como un susurro al viento que como canción. Canciones que recordaba de mi infancia cristiana, melodías moriscas que aprendí en los pasillos, versos andalusíes que me enseñaron las ancianas del harén. Todas mezcladas, como yo. Como mi vida.
Y allí, en ese jardín de sombra y fragancia, fue donde muchas noches lloré. No en el salón real. No frente a visires. No frente al sultán. Solo ahí. Porque ahí podía ser Zoraida… no la sultana, no la consejera, no la madre del heredero. Solo… yo.
Todo en los salones reales se estaba descomponiendo. Los visires se peleaban por poder, por celos, por ambiciones estériles. Las intrigas crecían como hiedra venenosa. El sultán estaba cada vez más distante, cansado, agotado por las amenazas externas y la traición interna.
Yo lo miraba en las reuniones, con los ojos perdidos. Me decía a mí misma: “Ya no es el hombre que me tomaba la mano en las noches frías. Ya no es el mismo. Y quizás… yo tampoco.”
Por eso, esa noche, regué las matas más despacio. Me quedé más rato sentada en la piedra junto al albahaca. Y me dije en silencio:
—Renuncio. Renuncio a seguir fingiendo fuerza en medio de tanta miseria. Renuncio a estos salones huecos, a sus palabras vacías, a sus decretos. Aquí estoy mejor. Aquí soy libre.
Y mientras las gotas caían sobre la tierra y el aire olía a jazmín mojado, decidí quedarme más en mi jardín. Lejos del trono. Lejos del veneno.
Cerca de mis hijos… y de mí.
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El Canto del Pájaro Rojo”
Yo estaba aquí, otro día más, sentada en uno de los bancos de mármol del salón real. El sultán hablaba, como siempre, rodeado de visires y emisarios que llegaban con noticias, quejas y promesas vacías. Gente entraba, gente salía. Las voces subían y bajaban como el murmullo del viento en un campo seco.
Pero yo… yo no escuchaba. No del todo. Mis ojos estaban fijos en una fuente que, incansable, dejaba caer el agua una y otra vez desde una concha de piedra labrada. El sonido era hipnótico, como un rezo antiguo. Cada gota parecía decirme: “Todo pasa, todo cae, todo vuelve a empezar.”
Así que estaba aquí, mirando, distraída del mundo, cuando un movimiento leve en la ventana me hizo girar la cabeza.
Un pájaro.
Rojo. Rojo como ningún otro. No como la sangre. No como la tela escarlata. No. Rojo como el fuego cuando acaricia, no cuando quema.
Se posó en la reja, con un canto fino, limpio, claro. Me puse de pie, casi sin darme cuenta, y me acerqué, despacio. El salón, con sus voces y decretos, se desvaneció. Solo quedábamos él y yo. Ese pájaro. Ese instante.
Cantó de nuevo. Más fuerte. Más agudo. Y sentí que me atravesaba el pecho, como una daga invisible que no dolía… solo despertaba algo dormido en mí.
—¿Qué quieres decirme, criatura del cielo? —susurré.
Y entonces, sin esperarlo, bajó una brisa con aroma a romero. De mi jardín, quizás. O de la memoria. Y supe que ese canto, ese pájaro rojo, no venía a advertirme. Venía a recordarme.
Recordarme quién fui antes del harén, antes del poder, antes del dolor. Recordarme que aún podía sentir asombro. Que aún podía detenerme a escuchar la vida.
Me quedé allí por unos minutos más, sola, de pie frente a la ventana, con las manos sobre mi vientre —el mismo que dio vida, el mismo que guardaba secretos— y recé en silencio. No un rezo aprendido. Uno que salió solo, como el canto de aquel pájaro. Uno que decía:
"Oh, Alá, recuérdame lo que importa cuando el mundo me olvide."
Después volví a sentarme, y el salón volvió a su ruido. Pero ya no era igual. Porque había escuchado… y algo había despertado.
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"La noche que rompió el silencio" – por Zoraida
Había terminado un día lleno de deberes, rostros tensos y decisiones difíciles. Había estado horas en el salón del consejo, escuchando propuestas, firmando decretos, conteniendo la tensión de un reino fracturado. Me dolía la espalda. El embarazo avanzaba silencioso, aunque no lo decía aún a nadie más que a mi corazón.
Recuerdo que salí del salón real, saludando con una inclinación leve a los visires y comandantes. Las mujeres del harén cuchicheaban al fondo, sus miradas como agujas: unas admiraban, otras envidiaban, y algunas temían.
Yo solo quería regresar a mis aposentos. Quería abrazar a mis hijos dormidos, sentir el calor de sus pequeños cuerpos, y oler el jazmín que los jardines dejaban entrar por la ventana. Caminé por los pasillos de mármol con paso sereno. Mis criadas sabían que a esa hora quería estar sola. Me quité las joyas una por una y me quedé en silencio.
Entré. Cerré la puerta.
Y allí estaba él. Zagal.
No me hizo falta preguntar por qué. Lo supe en su mirada. El deseo no correspondido es una sombra que nunca se disipa… y la suya era oscura, pesada, enfermiza. Había insinuado cosas antes, palabras envueltas en sonrisas falsas, pero nunca se había atrevido a tanto.
—¿Qué haces aquí? —dije, sin cambiar el tono de mi voz. No mostraba miedo. Aún no. No merecía verlo.
—Zoraida —susurró con voz amarga—, siempre esquiva, siempre altiva… Te crees intocable porque fuiste la favorita. Pero ya no tienes a Muley. Nadie te protege ahora.
Di un paso atrás. Su cuerpo bloqueaba la puerta.
—Vete —le ordené—. No me hagas repetírtelo.
—Ya es tarde para eso —dijo—. Te quiero, con rabia y deseo. Serás mía, buena o mala, sultana o esclava. No me importa.
Y entonces ocurrió. El mundo se quebró.
Grité. Me defendí. Lo empujé. Lo rasguñé. Mis uñas marcaron su rostro, mis palabras lo maldijeron. No soy un tesoro a conquistar. No soy una joya que se arranca de un cofre. Soy una mujer. Soy madre. Soy Zoraida.
Él pensó que podría doblegarme. Pero yo tenía algo que él jamás tendría: coraje.
Alcancé mi daga oculta, esa que guardo por si el infierno toca a mi puerta. Se la clavé en la espalda, no para matarlo, sino para detener su locura. Y funcionó.
Zagal cayó al suelo, jadeando, furioso, vencido. Su mirada escupía veneno. Me alejé, respirando rápido, temblando por dentro pero firme por fuera. Salí corriendo hacia la habitación de mis hijos, que ya lloraban por el alboroto. Los abracé. Los cubrí con mi cuerpo como un escudo.
—Mamá está aquí —les dije—. Nadie les hará daño.
Llamé a las doncellas. A mis guardias de confianza. Zagal fue atendido por médicos, pero con la advertencia clara: “No volverás a poner un pie en mis aposentos, ni en mis pensamientos.”
Esa noche no dormí. Esa noche entendí que los monstruos no siempre vienen del enemigo. A veces se sientan en tu mesa, visten con seda, y comparten tu apellido.
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El día siguiente amaneció con un silencio tenso en el palacio. Zagal había desaparecido del ala norte. Dicen que partió a las montañas a curarse, humillado y herido. Otros murmuran que Aixa lo protege, que urden una nueva traición. Ya no importa.
Lo que importa es esto: Yo no seré doblegada. Ni por reyes, ni por cuñados, ni por imperios que intenten callar a una mujer con voluntad.
Yo soy Zoraida.
La que enfrentó el fuego, la que perdió un amor verdadero, la que dio a luz en la sombra de una guerra. La que sobrevivió al veneno, a las serpientes y a los cuchillos.
Y aún estoy aquí.
"La noche en que sangró la luna"
Yo sangré… no solo de mi cuerpo, sino del alma.
La sangre no salía como en un parto, sino como un castigo. No era el agua bendita de la vida, era el río oscuro de la muerte. Lo sentí desde antes, en el peso repentino de mi vientre, en el silencio de mi pecho, en ese presentimiento que solo una madre conoce. Mis piernas flaquearon, mis uñas se clavaron en los muros. Mis gritos fueron más antiguos que mi lengua.
—¡Dios mío! —exclamé— ¡No! ¡No me quites a mi hija!
Corrí como una bestia herida hasta el rincón más profundo de mis aposentos. La luna entraba por la ventana, pálida y testigo. Mis sirvientas me rodearon. Las velas temblaban. El suelo era un charco rojo. Y yo… era una sombra.
Me desgarraron la ropa, me pusieron paños calientes. Trajeron a la partera y a la doctora. Silvana, la misma mujer que había asistido mi primer parto, me tomó de la mano y no me soltó.
—Aguanta, sultana. Respira —me decía, con el rostro blanco como la sal.
Pero no hubo latido.
No hubo movimiento.
Mi vientre ya no era un templo. Era una tumba.
Lloré.
No por la pérdida, sino por lo que significaba.
Había aguantado la guerra. Las traiciones. Las mordidas de Aixa. El exilio de mis hijos. La sombra de Zagal, que se arrastraba por mis corredores como un lobo hambriento. Y ahora, cuando más esperanza tenía en ese nuevo corazón, me lo arrebataron.
La guerra había ganado.
Grité desde el fondo de mis entrañas. Mis manos golpearon el mármol. Tiré jarras, tapices, rompí espejos.
—¡Zagal, maldito seas! —bramé— ¡Ojalá tus noches no tengan descanso, ni tu lecho calor! ¡Que tu lengua se pudra por cada mentira y tu espalda se hunda por cada crimen!
No bastaba.
Mi furia se extendió como incendio.
—¡Aixa! Tú, víbora de ojos dulces y palabras venenosas… que las mismas concubinas que te alaban te traicionen. Que vivas lo suficiente para ver tu legado morir, uno por uno.
Y entonces, pensé en él.
En Boabdil. El hijo traidor. El que quería el trono a cambio del alma de su madre adoptiva.
—¡Que el trono que buscas, Boabdil, se vuelva tu celda! Que el oro que toques se derrita en tus manos. Que jamás te llamen “el Grande”, sino “el Último”. El que entregó Granada no a los cristianos, sino al odio.
Las mujeres lloraban conmigo.
Los guardias agachaban la cabeza.
Las paredes parecían más cercanas, más angostas.
Y entonces vino el silencio. El terrible silencio del vacío.
Me tumbé en la cama. Me cubrí con la manta bordada con oro. Aquella que había tejido para envolver a mi hija recién nacida. Nunca la usaría.
Me quedé despierta hasta el alba.
En mis brazos, nada.
En mi vientre, nada.
Solo cicatriz.
Al amanecer, ordené que nadie entrara. Cerré mis puertas. Apagué el incienso.
Y me arrodillé frente al Corán.
—Alá… si es tu voluntad, que así sea. Pero que no olvides, que yo no soy una esclava. Soy madre. Soy mujer. Soy reina. Y hoy, he sangrado por ti.
Le puse nombre. En mi corazón.
Nur. Luz.
Porque aunque no respiró, me iluminó un instante.
Y ese instante… me cambió para siempre.
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Lo que tu padre soñó”
Tu padre estaba en lo cierto…
Siempre decía que sería una niña. Que si Alá le concedía una hija, sería como yo… con mis rizos, con mi carácter, con esa fuerza que él tanto amaba y temía a la vez.
Y tenía razón.
Eras una niña.
Una niña hermosa.
Tan suave, tan frágil, tan tú.
Pero él no está aquí para verte. No está aquí para tomarte en brazos, ni para cantar la canción que ya había empezado a componer en su cabeza, esa que me susurraba por las noches cuando aún estabas en mi vientre.
Y tú… tú tampoco estás ya aquí.
Mi hija.
Mi pequeña.
Mi flor.
Te has ido.
Te has ido… acompañando a tu hermana.
Mis dos niñas, tan pequeñas, tan inocentes… y ya alejadas del mundo.
Ahora están juntas, y tú vas con ella. Y ella con ustedes. Y yo… yo aquí, sola, vacía, rota.
Lloré como nunca antes.
Ni siquiera cuando me arrebataron mi tierra.
Ni cuando estuve encadenada.
Ni siquiera cuando enterré a tu padre.
No.
Ninguna de esas lágrimas fue tan honda como la que me arrancaste tú al nacer… y al irte.
Te arrullé en mi cama, como si fuera una silla mecedora, como si el vaivén de mis brazos pudiera traer de vuelta lo que se llevó el destino.
Te canté bajito, una y otra vez, aunque ya no respondías.
Te abracé tan fuerte que me dolía el pecho.
Te acaricié el rostro con los dedos temblorosos, como si tocando tu piel pudiera detener el tiempo, como si mi amor pudiera ganarle a la muerte.
—Mi hija… —te susurré—. Tu padre te estaría mirando con los ojos llenos de luz. Él estaría feliz, cantándote canciones viejas.
Pero ahora… solo me queda cantarte yo.
Y canté, hija mía.
Canté con la voz quebrada, con el alma hecha cenizas, pero canté.
Porque una madre canta incluso cuando el mundo se le cae encima.
Una madre canta, aunque el corazón se le rompa en cada nota.
Dios mío… ¿por qué me las quitaste?
Ahora las imagino juntas, en un jardín sin espinas, donde no existe ni Aixa ni Boabdil, ni espadas ni traiciones.
Las imagino corriendo descalzas, riendo como solo los ángeles saben reír.
Y aquí estoy yo.
Muda.
Vacía.
Pero fuerte. Porque tengo que serlo. Porque tengo hijos que aún me necesitan.
Y porque cuando el sol se asoma por los balcones del palacio, siento que ustedes me visitan con cada rayo de luz.
Mi hija…
Mi Nur…
Mi amor eterno.