En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
NovelToon tiene autorización de jose yepez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
04/05/2026
Emily
Hoy fue un día de pequeñas victorias.
Desperté temprano, el libro de Bradbury aún bajo mi cabeza, como un amuleto contra la desesperanza. Durante la noche soñé que alguien leía en voz alta, y por un momento creí que era Joel, con esa voz cansada pero firme que a veces me guiaba incluso en silencio. El sonido se desvaneció al abrir los ojos, pero el libro seguía allí, cálido por el calor de mi cuerpo, como si hubiera retenido algo de aquel sueño.
La planta de tratamiento sigue crujiente en su silencio, como si contuviera la respiración junto conmigo. El viento movía láminas de metal sueltas en el techo, y ese sonido metálico, irregular, parecía un susurro lejano. Afuera, las nubes parecían más espesas que ayer, con ese tono gris plomo que siempre anuncia un cambio, aunque no sabes si para bien o para mal.
La radio estaba donde la dejé, sobre una mesa improvisada hecha de restos de madera vieja. Había apilado varias cajas vacías y una puerta desprendida, cubierta por una tela para evitar que el polvo lo cubriera todo de nuevo. El dispositivo, aunque maltrecho, parecía esperarme, como si compartiera conmigo la ansiedad de descubrir algo más allá del silencio.
Me senté frente a ella, las herramientas desperdigadas alrededor, y comencé a trabajar.
Primero revisé las conexiones, luego limpié con cuidado el polvo de los circuitos. Las puntas de mis dedos ya estaban ennegrecidas, los nudillos raspados de tanto manipular metal oxidado. Cada movimiento me recordaba las tardes que pasaba con Ethan, cuando desmontábamos viejas radios solo para volver a armarlas. Era un juego entonces. Ahora era cuestión de vida o muerte. Antes reíamos cuando algo no encajaba, cuando un cable se soltaba. Hoy, cada error es un riesgo. Pero ese recuerdo me dio fuerzas.
Pasaron horas.
Perdí la noción del tiempo, absorbida por los pequeños detalles: el clic de un tornillo, el brillo opaco del estaño derretido. Mis dedos, torpes al principio, fueron recuperando la memoria de esos viejos tiempos.
Me hablaba a mí misma en susurros, como si temiera romper el hechizo.
“Esto va aquí. No lo arruines ahora.”
A veces decía el nombre de Ethan en voz baja, como si me guiara desde alguna parte.
Utilicé una pinza oxidada para sujetar una de las placas mientras limpiaba los contactos. La batería de emergencia que encontré hace dos días parecía aún tener algo de carga, pero era impredecible. Había que calcular cada segundo. Un error, una chispa mal dirigida, y el circuito podría quemarse por completo. Me obligué a respirar lentamente, a concentrarme. La radio no era solo un aparato: era una posibilidad, un puente hacia lo que aún podría quedar.
Cuando menos lo esperaba, un zumbido surgió de la radio.
Apenas un susurro, una vibración débil entre los dedos.
Acerqué la oreja, conteniendo la respiración.
Y entonces la escuché:
una voz, rota por la estática, pero indudablemente humana.
“…zona… al este… transmisión cada… siete horas… humanos… seguros…”
No podía ver de dónde venía. No sabía si era lejana o cercana, si era reciente o una grabación. Pero no importaba. Se desvaneció casi tan rápido como había llegado, pero la escuché.
Era real.
No una alucinación, no un eco de mi mente desesperada.
Alguien transmitía.
Alguien estaba vivo.
Me quedé allí sentada largo rato, abrazando la radio contra mi pecho, como si pudiera extraer calor de sus entrañas metálicas.
Lloré un poco, lo admito.
Lloré por Joel, por Ethan, por Madison.
Lloré porque, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a la esperanza.
El sonido de esa voz retumbaba aún en mis oídos, incluso horas después.
Había algo en la cadencia, en el ritmo cortado por la interferencia, que era profundamente humano. Era el tipo de voz que no se puede imitar. No era una trampa, no era un eco programado. Era alguien que, como yo, seguía resistiendo.
Alguien que aún creía que valía la pena hablar, aunque nadie respondiera.
El resto del día lo pasé organizando lo poco que tengo.
Revisé la mochila: el diario, el libro, una pequeña botella de agua, una manta enrollada, la navaja, una linterna con una sola pila gastada.
Me sorprendió ver lo poco que necesito para seguir. Lo esencial ya no es lo material.
Es lo que no se puede cargar: voluntad, memoria, propósito.
Mañana partiré hacia el este.
No importa cuánto me tome.
No importa los peligros que encuentre.
Si hay un refugio, si hay otros, tengo que intentarlo.
Porque no estoy hecha solo para sobrevivir.
Estoy hecha para vivir.
Y ahora lo sé con más certeza que nunca: vivir no significa solo seguir respirando.
Significa elegir.
Elegir avanzar.
Elegir confiar.
Elegir creer que la voz que escuché no es la última. Que hay más. Que habrá otra. Y otra.
Tal vez alguien me espera.
Tal vez no.
Pero no me quedaré aquí a esperar que la esperanza venga por mí.