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Caminos que se Cruzan...

Caminos que se Cruzan...

Status: Terminada
Genre:Yuri / Amor a primera vista / Maestro-estudiante / Colegial dulce amor / Completas
Popularitas:431
Nilai: 5
nombre de autor: Maria Kemps

Nunca pensé que mi vida empezaría a desmoronarse por una simple sonrisa.
Una sonrisa joven, llena de confianza, que me desarmó sin el menor esfuerzo. Solo era una tarde común, una clase cualquiera. Yo, con mis libros, mis papeles, mi matrimonio de fachada y la máscara que llevo años usando para sobrevivir en el papel que el mundo me impuso.
Pero cuando ella entró al salón, con ese aire despreocupado y esa voz dulce llamando a mi hija por su nombre… todo dentro de mí tembló.
Ella era solo la mejor amiga de mi hija. La chica que almorzaba en mi casa, que reía fuerte en la sala, que compartía historias de la universidad en la terraza mientras yo fingía no escuchar. Pero en ese instante, cuando nuestras miradas se cruzaron en el pasillo de la universidad, algo cambió.
Ella me miró como si ya supiera más de mí que lo que yo misma me atrevía a admitir.
Soy profesora. Estoy casada. Y no he salido del clóset.
Ella es mi alumna.
Y es todo aquello que he ocultado ser durante toda mi vida.

NovelToon tiene autorización de Maria Kemps para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 21

Capítulo Final — “El Amor que Permanece”

El jardín estaba iluminado por cientos de pequeñas luces, como luciérnagas atrapadas entre ramas y sueños. El suave sonido de una guitarra resonaba en el aire, mezclado con la risa de las personas queridas que llenaban el espacio con afecto y esperanza.

En el centro, Elisa ajustaba el velo con dedos temblorosos. El vestido blanco danzaba con el viento, ligero, hecho para alguien que aprendió a volar después de tantos años atrapada. Sofía acomodó la flor prendida en el cabello de su hermana y susurró:

— Estás hermosa. Mamá estaría orgullosa.

Elisa sonrió con los ojos llorosos.

— Gracias por nunca soltar mi mano.

Sofía solo apretó el dedo meñique de su hermana, como hacían desde niñas. Y salió, dando paso a Júlia, que se acercaba con un vestido azul oscuro, el cabello recogido en un moño delicado, y un brillo en los ojos que hacía que todo a su alrededor fuera secundario.

Elisa se giró y se quedó helada al verla.

— Dios mío... tú...

— ¿Qué pasa? — preguntó Júlia, riendo.

— Eres todo lo que pedí cuando ni siquiera sabía rezar.

Júlia extendió la mano.

— Entonces ven. Vamos a casar nuestras almas.

Elisa tomó su mano.

— Ya están casadas. Hoy solo firmamos lo que el corazón decidió hace tiempo.

La ceremonia fue sencilla, pero intensa. Las palabras intercambiadas no venían de papeles, sino de miradas que lo decían todo. Cuando se besaron bajo el arco de flores, el mundo a su alrededor desapareció.

El tiempo pasó en destellos: los bailes, los brindis, los abrazos, el pastel cortado entre risas y lametones de cobertura. Pero fue por la noche, cuando ya estaban a solas, que el silencio habló más alto.

Acostadas en la hamaca del porche, los pies descalzos entrelazados, miraban las estrellas.

— ¿Todavía tienes miedo? — preguntó Júlia, con la cabeza en el regazo de Elisa.

— No. Contigo, solo tengo valentía.

— ¿Y si peleamos?

— Hacemos las paces en la ducha.

— ¿Y si la rutina cansa?

— Inventamos locuras. O simplemente nos quedamos en silencio, pegadas.

— ¿Y si la vida duele?

— Nos cuidamos. Y recomenzamos.

Júlia sonrió, acercando a Elisa.

— ¿Lo prometes?

— Lo prometo. Para siempre. Con todos nuestros defectos, los días nublados y los domingos soleados. Con besos en la frente y manos en la espalda. Con gemidos y carcajadas. Con todo. Soy tuya. Y quiero serlo. Todos los días.

Se besaron una vez más, sin urgencia, como quien sella un hogar.

Y en aquel instante, no había pasado, ni miedo, ni duda. Solo el ahora. Solo el amor. Y el amor —ese sí— permaneció.

FIN.

Epílogo — “Y Entonces Vinieron Ellas”

Cuatro años después.

El sol de la mañana atravesaba las cortinas claras de la casa con porche amarillo. En el suelo, juguetes esparcidos. En la cocina, una olla de gachas burbujeaba, mientras dos pequeñas niñas corrían entre las piernas de sus madres.

— ¡Mamá Júlia! ¡Cogió mi conejo! — gritó Luna, de tres años, con los ojos castaños muy abiertos.

— ¡No lo cogí! ¡Estaba en el sofá, yo lo vi primero! — replicó Ana, la mayor, con casi cinco años y un genio fuerte igual al de Elisa.

Júlia se agachó, sonriendo con paciencia y cansancio.

— El conejo puede estar un ratito con cada una, ¿de acuerdo? Y después las dos ayudáis a guardar los juguetes.

Elisa entró en la cocina con el pelo recogido en un moño desordenado, usando una camiseta ancha con el nombre de las niñas bordado: “Ana & Luna, nuestros pedacitos de cielo”.

Se acercó por detrás de Júlia, besando su cuello.

— Buenos días, mi esposa maravillosa. Las gachas casi se queman, pero te salvé.

Júlia rio, girándose para abrazarla.

— ¿Cómo sigues poniéndome la piel de gallina con un beso en la nuca después de cuatro años?

— Porque nunca voy a dejar de amarte de la misma manera que te amé el primer día. Solo que ahora con más ojeras y dos criaturas ruidosas corriendo por la casa.

Luna tiró del borde de la blusa de Elisa.

— Mamá, ¿vamos al parque hoy?

— Solo si las dos os coméis todo — respondió Júlia, ya sirviendo los platos infantiles.

Mientras las niñas se sentaban a la mesa, Júlia y Elisa se miraron, cómplices.

Del pasado, solo quedaban cicatrices —pero habían aprendido que las cicatrices ya no duelen después de que la piel florece por encima—. El dolor antiguo se transformó en fuerza, y el miedo en libertad.

Por la tarde, fueron al parque. Júlia llevó la cámara fotográfica y tomó decenas de fotos: Luna con el pelo alborotado en el columpio; Ana haciendo muecas en el tobogán; Elisa tumbada en la hierba, riendo.

A la vuelta, las niñas durmieron en el asiento trasero, cogidas de la mano. Y en el silencio del coche, Elisa tomó la mano de Júlia.

— ¿Ves esto?

— ¿El qué?

— Todo. Vencimos. Contra lo que el mundo decía, contra nuestros propios fantasmas. Construimos un hogar.

Júlia sonrió.

— Y aún vamos a construir mucho más. Con ellas. Contigo. Con nosotras.

Las manos continuaron entrelazadas hasta que llegaron a casa, donde el amor ya vivía hacía tiempo.

Y así, entre siestas infantiles, juguetes en el suelo y besos entre ollas, vivieron. No perfectas, pero plenas.

Porque el amor —cuando es de verdad— no necesita ser ideal. Solo necesita ser libre.

FIN DE VERDAD.

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