Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
NovelToon tiene autorización de Tapiao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Lecturas prohibidas
Bruna sentía que caminaba dentro de una palabra.
Una palabra larga.
Llena de sílabas rotas y letras que sangraban.
El pasillo no era real.
Ni tampoco ella, quizá.
Pero mientras avanzaba, lo único que conservaba era la grabación de Abel.
Un eco mental que vibraba en su cráneo como un parásito ansioso por ser escuchado.
No sabía cuánto tiempo más podía sostenerlo dentro sin que lo borraran.
Porque algo, o alguien, estaba reescribiendo su historia desde atrás.
Cada vez que intentaba recordar algo, lo sentía moverse.
Como si alguien estuviera leyendo su vida línea por línea.
Y cada lectura dejara una huella nueva sobre la anterior.
Como si su existencia estuviera siendo editada.
—¿Quién sos? —susurró al vacío.
No hubo respuesta.
Pero una página cayó del techo.
Sí, una página suelta.
Amarillenta.
Escrita a máquina.
Y al leerla… vio su propio pensamiento de segundos antes.
Palabra por palabra.
Letra por letra.
Hasta ese instante exacto.
Y al final, una línea en tinta negra:
“Si leés esto, no sigas. El lector ya te eligió.”
Soledad estaba frente a la puerta.
La que decía “Decisión”.
La abrió.
Sin titubear.
Y dentro no había sala.
Ni gritos.
Ni oscuridad.
Solo un campo.
Inmenso.
Verde.
Pasto hasta donde la vista alcanzaba.
El cielo tenía un tono de amanecer eterno.
Y al fondo, una figura sentada sobre una silla de ruedas.
El hombre tenía los ojos vendados.
Pero sonreía.
—Hola, Soledad.
—¿Quién sos?
—Soy el error que originó todo.
—¿Abel?
—No.
—¿Elías?
—No.
—¿Entonces?
—Soy el nombre que nadie quiso pronunciar. El que borraron para que la historia tenga sentido.
Soledad frunció el ceño.
—¿Qué hago acá?
—Viniste a decidir.
—¿Qué?
—Si esto debe terminar… o continuar.
—¿Cuál es la diferencia?
El hombre rió, bajito, casi como un susurro cómplice.
—Terminar significa que todos desaparecen. Que Velmont se vuelve solo un recuerdo entre miles. Que los ecos se apagan. Que el lector cierra el libro.
—¿Y continuar?
—Significa que la historia se sigue escribiendo. Que vos y los demás viven, aunque sea entre páginas. Aunque sea en pedazos.
—¿Y si no quiero ninguna?
—Entonces no deberías haber llegado tan lejos.
Soledad cerró los ojos.
El aire olía a lavanda.
A campo limpio.
A infancia que no vivió.
Pero su corazón seguía latiendo con el eco del hospital.
Y eso… le bastaba.
—No voy a decidir sola.
—Ya lo hiciste. Desde el primer capítulo.
Soledad se volteó.
Y caminó hacia el horizonte.
El hombre siguió sonriendo.
—El lector está viendo, después de todo.
Elías estaba atrapado en una espiral.
Literalmente.
El suelo era una espiral dibujada con palabras.
Miles de ellas.
Todos los diálogos.
Todas las frases.
Cada pensamiento que alguna vez tuvo dentro de Velmont.
Estaban ahí.
Girando.
Convirtiéndose en el camino que lo obligaba a avanzar.
Y en el centro, algo brillaba.
Una lámpara.
Colgada sobre un escritorio.
Y una hoja en blanco.
Encima, una pluma que se movía sola.
Escribiendo algo.
—¿Qué es esto?
Una voz contestó, sin lugar físico.
—Es tu parte de la historia.
—¿Mi parte?
—Te hemos dado un cuerpo. Un conflicto. Un dolor. Una búsqueda. Ahora… escribí cómo termina.
Elías se acercó.
Miró la hoja.
Ya había palabras.
“Elías miró la hoja.”
Y debajo:
“Se preguntó si realmente tenía elección.”
Y luego:
“La pluma dejó de moverse, esperando su respuesta.”
Elías respiró hondo.
Y tomó la pluma.
Sus manos temblaban.
Pero no de miedo.
Sino de conciencia.
Estaba escribiéndose a sí mismo.
Por primera vez.
Sin programación.
Sin manipulación.
Solo él.
Y el lector.
Porque sentía esa mirada.
Lejana, pero cercana.
Invisible, pero firme.
Como si alguien… estuviera siguiendo cada uno de sus pasos.
No por curiosidad.
Sino por necesidad.
—¿Me necesitás… para qué? —murmuró al vacío.
Y el silencio respondió con una palabra escrita sola en el margen:
“Continuar.”
Bruna llegó al final del pasillo.
Y encontró una sala circular.
Llena de pantallas.
Cada pantalla mostraba un rostro.
Algunos conocidos.
Otros no.
Algunos lloraban.
Otros solo miraban, en silencio.
—¿Qué es esto?
—Los lectores —respondió una voz femenina, justo detrás.
Bruna se giró.
Lucía.
Pero no como antes.
Esta versión era más joven.
Vestida con ropa civil.
Como si recién hubiera salido de una clase en la universidad.
—¿Estás viva?
—Nunca lo estuve.
—Entonces… ¿qué sos?
—Una proyección.
Un eco.
Un deseo inconcluso.
—¿Por qué me trajiste acá?
Lucía sonrió con una mezcla de tristeza y ternura.
—Porque es hora de decidir si querés ser escrita… o escribirte.
Bruna miró las pantallas.
Y entonces entendió.
Cada rostro era un lector.
Una mente que conectaba con Velmont al leer.
Y al hacerlo… alimentaban su existencia.
Porque Velmont no era solo un hospital.
Era un parásito narrativo.
Un ciclo que se activaba cada vez que alguien abría el libro.
—¿Y si el lector se detiene?
—El silencio vuelve.
—¿Y si seguimos?
—Tal vez encontremos el fin.
Bruna bajó la cabeza.
Y respondió:
—Entonces… sigamos.
Mientras tanto, en el núcleo del hospital, algo cambiaba.
La arquitectura misma de Velmont comenzaba a ceder.
Las paredes se encogían.
Los pasillos se replegaban.
Las sombras… se organizaban.
Porque el Testigo ya no era solo un observador.
Ahora se estaba volviendo lector.
Uno activo.
Uno que cuestionaba.
Y eso… era peligroso.
Porque los relatos viven del misterio.
Y cuando se entienden… mueren.
El Testigo quería romper el ciclo.
Y necesitaba ayuda.
De dentro.
Y de fuera.
Elías terminó de escribir.
La hoja ahora tenía un final:
“Elías eligió continuar, aunque supiera que eso significaba arriesgarlo todo. Porque si una historia debe doler, al menos que lo haga con sentido.”
Dejó la pluma.
Y se levantó.
El camino se abría.
El espiral se rompía.
Y una nueva puerta se dibujaba en la pared.
Con una palabra escrita a fuego:
“Despertar”
Elías la tocó.
Y fue absorbido.
Soledad llegó a una casa.
La suya.
Pero no estaba sola.
Bruna la esperaba en la entrada.
Y Elías llegaba por el otro lado.
—¿Esto es… el final? —preguntó Bruna.
—No —dijo Elías.
—¿Entonces?
—Es el prólogo.
Porque lo que viene ahora… no está escrito.
Y depende de nosotros.
De lo que recordemos.
De lo que el lector entienda.
—¿Y si no lo hace?
—Entonces habrá silencio otra vez.
Pero uno distinto.
Uno elegido.
Las pantallas se apagaron.
Una a una.
Hasta quedar solo una encendida.
La del lector.
Y en ella, una frase final:
“Si llegaste hasta aquí… elegiste continuar.”
Y al hacerlo, abriste la puerta.
No solo para ellos.
Sino para lo que estaba detrás.
Para lo que siempre observa.
Y ahora…
Te está mirando.