Lisel, la perspicaz hija del Marqués Luton, enfrenta una encrucijada de vida o muerte tras el súbito coma de su padre. En medio de la vorágine, su madrastra, cuyas ambiciones desmedidas la empujan a usurpar el poder, trama despiadadamente contra ella. En un giro alarmante, Lisel se entera de un complot para casarla con el Príncipe Heredero de Castelar, un hombre cuya oscura fama lo precede por haber asesinado a sus anteriores amantes.
Desesperada, Lisel escapa a los sombríos suburbios de la ciudad, hasta el notorio Callejón del Hambre, un santuario de excesos y libertad. Allí, en un acto de audacia, se entrega a una noche de abandono con un enigmático desconocido, un hombre cuya frialdad solo es superada por su arrogancia. Lo que Lisel cree un encuentro efímero y sin ataduras se convierte en algo más cuando él reaparece, amenazando con descarrilar sus cuidadosos planes.
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Capítulo 21. Príncipe Heredero
Las llamas que ya habían consumido hasta las cenizas a la pequeña cabaña se reflejaron en los ojos de Teodor.
El heredero al trono de Castella observaba con una mirada psicótica el escenario ante él.
La cabaña, que una vez había sido su santuario secreto de depravaciones y sadismo, ahora era devorada por un fuego abrasador. Era el lugar donde había dado rienda suelta a sus más oscuros deseos, y ahora se consumía ante él.
—No hay cuerpos, Alteza —dijo un soldado.
Teodor chasqueó la lengua como única respuesta.
Había esperado que Lisel sobreviviera. Su muerte sería demasiado aburrida. Pero sabía que no tenía posibilidades de liberarse sola.
Era imposible para ella romper las resistentes cadenas y candados que aseguraban la puerta desde el exterior. Incluso si tuviera la fuerza para hacerlo, ya que Lisel se encontraba en el interior de la cabaña.
El príncipe Teodor siempre había sido un psicópata.
Cuando su padre, el rey Leopold Lanverd, le informó de la intención de la familia Luton de casarlo con la joven de su casa, no le importó demasiado.
La propuesta de matrimonio le era indiferente. Como todas las anteriores.
Había visto a Lisel en unos pocos eventos sociales, con una presencia algo torpe y fuera de lugar.
"Ella es mi tipo" pensó Teodor.
Ambos compartían matices dorados en sus cabellos, aunque el de ella era un tono más profundo y oscuro, semejante a la miel densa acumulada en un recipiente. Sus ojos verdes, que rivalizaban en belleza con las esmeraldas más costosas, le atraían.
La idea de ver esos mismos ojos llenos de miedo y lágrimas le provocó un escalofrío de emoción.
Realmente era su tipo, como muchas otras lo fueron.
Con Lisel Luton, sería como las demás.
Primero fingiría genuino interés por ella hasta lograr un encuentro secreto.
La convencería de que era un paso necesario antes del matrimonio.
Luego, ya se encargarían otros de afirmar que su muerte había sido un trágico accidente o una enfermedad inesperada.
"No es mi culpa" pensaba Teodor.
Siempre se lo ponían tan fácil. Era incluso aburrido.
Las jóvenes nobles, ansiosas por convertirse en la próxima reina, caían rápidamente en su juego. Era casi tan poco interesante como cuando pagaba a prostitutas.
Solo era interesante en el momento en que gritaban.
Cuando el dolor y el terror teñían sus voces. Cuando finalmente reflejaban que eran conscientes de su fatal error al confiar en él.
El momento en el que sus ojos se llenaban de un horror puro ante lo que les iba a suceder.
Ni una sola no le suplico piedad. Y ni una vez él la tuvo.
Aquel momento, cuando veía cómo perdían no solo sus vidas, su inocencia, sino también toda esperanza, era cuando se sentía completamente extasiado.
¿Tenía él la culpa de que todos los nobles del reino estuvieran deseando que matara a las zorras de sus hijas?
Y así debía ser también con Lisel. Planeó comenzar a sembrar esperanzas mostrando interés en el matrimonio ante el rey, ante la familia Luton y ante ella, para atraparla.
Pero entonces, vino la cena real.
Indiferente a las conversaciones a su alrededor, con su tercera copa de vino tinto en mano, su mirada se desvió hacia la ventana.
Al principio, la vista era borrosa, pero al enfocar sus ojos, distinguió la escena. Su primo, el duque Alaric, se encontraba entre las flores del jardín, conversando con Lisel.
Y su ira se encendió.
Casi que no pudo evitar que el comentario sagaz sobre convertirse en familia saliera de su boca, dirigido al hermano de la dama. Aquel tonto cuyo nombre ni siquiera se molestaba en recordar.
Y los pensamientos se afianzaron en su mente perturbada.
Lisel era suya.
Odiaba a su primo.
Había sido así desde que tenía memoria.
Detestaba a Alaric Bertram con una intensidad que ardía en su pecho desde la infancia. Admirado por su fuerza y habilidades, Alaric siempre había acaparado la atención y elogios que Teodor creía merecer.
El perfecto Alaric Bertram.
Siempre que pasaba los veranos en la capital, de niño, acaparaba todos los elogios de los entrenadores de lucha, espada y arco.
"Debe ser de los genes norteños, es realmente fuerte" afirmaban con admiración.
Y el pequeño príncipe heredero solo podía incrementar su ira, apretando la espada entre sus pequeñas manos con más fuerza.
Imaginando mil formas de hacer sufrir a su primo.
Un deseo oscuro y retorcido anidaba en su corazón, alimentado por la envidia y el deseo de ver a Alaric doblegado ante él. Un deseo de arrebatarle todo.
Entonces los volvió a ver. En la cacería.
Si había alguna posibilidad de que el encuentro en los jardines de palacio fuera accidental. Se disipó rápidamente ante esta segunda evidencia.
Entre Alaric y Lisel había algo.
Esto lo enfureció. Pero también le daba un impulso de adrenalina encontrar la forma de atormentar a su primo.
Determinado a quitarle todo a Alaric y convencido de que Lisel era legítimamente su posesión, Teodor se juró a sí mismo que reclamar a Lisel, independientemente y debido a los intereses de su primo.
No iba a detenerse hasta que obtuviera la pureza de esa mujer en la que su primo estaba mostrando un ligero interés a sus ojos.
Quizás podría darle un regalo por su ascenso como Duque del Norte, y lo envenenaría para que no pudiera moverse y solo observar.
Un regalo a sus ojos.
Entonces vería el ritual sagrado que solía hacer. Como las desnudaba, rasgando y desgarrando, cada prenda de ropa y piel. Hasta que no quedaba más que un cuerpo desnudo temblando, avergonzado y ensangrentado.
Cómo las abofeteaba, cómo las marcaba con sus dientes.
En las ocasiones en que necesitaba un estímulo extra, le gustaba utilizar el hierro candente con el símbolo de la familia real. Calentando el hierro hasta el rojo vivo y luego, utilizarlo para marcar la piel de su presa con su insignia, indicando que es de su propiedad.
Esto era más por ellas que por él. Las ayudaba a identificarse como su ganado.
Después su polla, entraría y saldría de ella tanto como quisiera.
Mientras su primo lo miraba impasible.
Para finalmente estrangular su delgado cuello con sus propias manos. Incrementando la presión ejercida en el estrangulamiento a medida que incrementaba sus embestidas.
Sólo cuando estuviera seguro de que iba a llegar al éxtasis, acabaría con su sufrimiento, y le otorgaría la muerte. Mientras desprendía sus fluidos dentro de un cuerpo ya sin respirar.
El príncipe Teodor, inundado por una oleada de emoción perversa, revivía aquellos momentos de lujuria desenfrenada y placer oscuro.
Las ansias de replicar esas escenas con Lisel se intensificaban en su ser.
Una mezcla de deseo retorcido y anticipación por el acto venidero. Su mente no podía evitar imaginar a Lisel como la próxima víctima en su macabro juego de seducción y destrucción.
—Va a ser divertido esta vez.
Sus dientes se apretaron mientras observaba los escombros de la cabaña. El lugar en el que debería estar una obediente Lisel esperándolo para que él tomara todo de ella.
Las cenizas, no eran más que un recordatorio de lo que se había perdido.
Pero aún así, su mente ya comenzaba a urdir un nuevo plan. Un plan que llevaría a Lisel, esa pieza clave que deseaba arrebatarle a Alaric, directamente a sus manos.