Austin lleva una vida envidiable y llena de éxito: es un médico de prestigio y forma parte de una hermosa familia. Sin embargo, tras su fachada impecable, guarda secretos y lleva una doble vida que mantiene en absoluto silencio. Todo cambia cuando conoce a una mujer misteriosa, cuyo carácter enigmático lo seduce y lo impulsa a explorar un mundo de placeres prohibidos. Este encuentro lo confronta con una profunda encrucijada, cuestionándose si la vida que ha construido y anhela realmente le brinda la felicidad genuina o si, en realidad, ha estado viviendo una ilusión.
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Máscaras y Mentiras
Austin
La música estridente del gimnasio sonaba como una nube de ruido que envolvía todo a su alrededor. Las máquinas rechinaban, los pesos golpeaban contra el suelo, y el sudor corría en cascadas sobre las frentes iluminadas por luces fluorescentes. Allí estaba yo, con una pesada barra sobre mis hombros, mientras el espejo se convertía en un cómplice silencioso, reflejando no solo mis músculos, sino también las distintas máscaras que llevaba puestas en mi vida.
—Esa es la última repetición, amigo. ¡Vamos, da lo mejor de ti! —gritó Paul desde el banco, su rostro enrojecido por el esfuerzo.
Hice un esfuerzo adicional, apretando los dientes mientras empujaba la barra hacia arriba. El alarido de mi amigo me empujaba a seguir. Siempre me había admirado por mi disciplina y mi capacidad para conectar con las mujeres.
—¡Listo! —solté la barra, dejando que cayera en su lugar con un estruendo sordo—. Ah, eso fue un buen calentamiento.
Paul se acercó y me dio una palmadita en la espalda. Era un gesto amistoso, pero detrás de su sonrisa, podía ver la envidia que brillaba en sus ojos. Había algo en mí que lo fascinaba. Quizás era la forma en que manejaba mi vida, o, en realidad, la vida que dejaba ver a los demás.
—Eres un afortunado, amigo. Tienes una familia, una mujer hermosa que te adora y, como si eso fuera poco, estás subiendo en tu carrera —dijo, mientras se secaba el sudor de la frente con una toalla blanca.
—Sí, bueno, tú también tienes a Lisa —respondí, desviando la mirada hacia un grupo de mujeres que pasaron, sus risas llenando el aire—. Seguro que hay muchas personas que te envidian.
—Eso es cierto, pero... —hizo una pausa, como si las palabras se atoraran en su garganta—. No es lo mismo, ¿sabes? Tienes una familia perfecta y un futuro brillante. La gente te respeta.
Me reí, una risa vacía que resonó en la habitación como un eco distante. Paul no tenía idea de la verdad detrás de la fachada que había construido. La vida perfecta que él admiraba no era más que un espectáculo cuidadosamente montado.
—Cada uno tiene sus luchas, amigo —dije, hice un gesto hacia el espejo—. Solo hay que saber cómo manejarlas.
Paul asintió, pero las dudas permanecieron en su mirada. Lo comprendía; era el tipo de lucha que muchos llevaban, disfrazando la realidad con sonrisas y pequeñas charlas sobre el éxito y las conquistas. Después de todo, en este mundo, lo que más importa es cómo te ven los demás.
Después de hacer un par de ejercicios más, decidimos salir del gimnasio. La tarde se deslizaba con suavidad sobre la ciudad mientras caminábamos hacia el estacionamiento. La conversación cambió de rumbo, como siempre ocurría entre hombres: trabajos, conquistas, aspiraciones.
—¿Y cómo te va con la nueva chica en la oficina? —pregunté, intentando ignorar la mueca de culpa que me asaltó.
—Tú sabes cómo son esas cosas —dijo Paul, encogiéndose de hombros—. Un par de cenas, alguna que otra copa... pero nada serio. A veces, es solo por el momento, ¿no?
Su risa era forzada. Podía ver que, en el fondo, deseaba algo más. Y yo, yo lo tenía. Esa es la tragedia de los hombres como él: anhelan lo que otros tienen sin ver las cadenas que vienen con ello.
—Te entiendo. Solo debes disfrutar de la vida y no pensar demasiado en ello —respondí, tratando de sonar sabio.
Después de despedirnos, regresé a mi departamento. La luz tenía ese tono amarillo apático, como si la misma casa supiera de mis secretos y mis traiciones. Camino hacia la sala, donde la calma es interacción constante de sombras y luces. Todo estaba en su lugar, como siempre: fotos familiares, decoración cuidadosamente elegida; una imagen de felicidad que respiraba estabilidad.
—Hola, amor —saludé a Kate, mi esposa, mientras me quitaba el abrigo. Ella estaba sentada en el sofá, viendo uno de esos programas insípidos de la tarde.
—Hola, cariño —respondió sin desviar la mirada de la pantalla. Su voz sonaba distante, y el brillo en sus ojos se había desvanecido hacía tiempo.
Me senté junto a ella, el silencio se alojaba entre nosotros como un invitado no deseado. La conversación se volvió trivial, palabras que flotaban sin dirección, como hojas arrastradas por el viento. Hablamos de cosas insignificantes: la compra del día, una serie que ambos habíamos comenzado a ver. La falta de pasión era palpable.
Mientras ella hablaba, mis pensamientos vagaban hacia otro lugar. Recordaba las noches llenas de risas, las caricias apremiantes y el fuego que había una vez entre nosotros. Ahora todo era rutina. Ya no había deseo, y quizás nunca lo hubo del todo. Solo había una imagen que mantener, la figura del médico aspirante a jefe de cirugía, con su familia perfecta.
De repente, la realidad me golpeó: solo estaba con ella por la imagen de familia que necesitaba como un médico. La aceptación social que venía con ello, la imagen intachable que requería mi trabajo. Esa era la máscara que me protegía, escondía mis deseos oscuros y mis anhelos por una vida diferente.
El día se desvaneció y la noche trajo consigo el mismo escenario. Y así, con la cabeza llena de dudas y vacíos, me arrastré a la cama. Junto a mí, Kate seguía soñando, ajena a las sombras que me acechaban, a la vida que anhelaba vivir. Máscaras y mentiras. Esa era mi vida. Esa era la vida que había elegido.