Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 3
Tal y como habían prometido, Felipe y Silvia han estado conmigo todos estos días.
No me lo esperaba. De verdad que no. Pensé que me dejarían en algún cuarto enorme y frío de esta casa mientras ellos seguían con sus cosas importantes. Pero no. Me llevan a cenar a lugares preciosos, me compran ropa y libros, me enseñan parques y tiendas tan elegantes que me da miedo hasta tocar las vitrinas.
Me siento como si estuviera soñando.
A veces —para mi desgracia— también se llevan a ese chico. Alexander.
No entiendo por qué viene. Apenas habla conmigo, y yo tampoco tengo intención de hablar con él. Según Silvia, él es “como un hijo” para ellos. No explicó mucho más, solo dijo eso. Que no es nada mío, ni hermano ni primo ni nada por el estilo. Gracias a Dios. Qué horror tener un familiar así.
Aunque… debo admitir que es educado. Bueno… más o menos. Tiene ese aire arrogante y seguro que me pone muy nerviosa. Nunca sé si está burlándose de mí o simplemente me ignora.
Hoy tocaba ir a la piscina. Me habían comprado un bañador precioso, sencillo, de un azul clarito que Silvia dijo que hacía resaltar mis ojos. Me sentía un poco avergonzada de ponérmelo, claro, pero no quería decepcionarlos.
Respiré hondo y salí con una bata ligera encima, bajando las escaleras hacia el jardín. Y por supuesto, allí estaba él. Alexander. Con el cabello revuelto, en bañador y con unas gafas de sol apoyadas sobre la cabeza, como si fuera el dueño del mundo.
No me miró. Ni falta que hace.
Yo, como siempre, lo ignoré.
Aunque, siendo sincera, ignorarlo no es tan fácil como parece. Se mueve por la piscina con esa seguridad que yo no tendré en la vida. Mientras yo camino despacito para que no se me resbalen las sandalias ni se me caiga la toalla, él ya está dentro del agua, nadando como un pez.
Claro que no sabe que me pone nerviosa. Todo me pone nerviosa.
Todo me da vergüenza.
No sé por qué no dije nada.
Bueno… sí lo sé.
Felipe y Silvia estaban tan ilusionados. Habían preparado la carne asada, hablaban de lo bonito que sería estar todos juntos en la piscina, hasta me compraron ese bañador azul del que tanto presumían… y yo… yo no pude abrir la boca para decir: no sé nadar.
Me sentía ridícula. Cobarde. Y sí, me sentía también muy tonta.
Así que cuando todos estaban riendo, charlando y ocupados con la parrilla, yo me quedé en la orilla, con los pies colgando y la mirada clavada en el agua. Intentando convencerme de que nada pasaría, de que nadie lo notaría.
Pero entonces… pasó.
Ni siquiera sé cómo. Resbalé. Mis pies se fueron hacia adelante y mi cuerpo hacia atrás, y antes de darme cuenta, el agua fría me rodeó por completo.
Era el lado hondo. Y mis pies no tocaban el fondo.
Entré en pánico. El agua entraba por mi nariz y por mi boca. Pataleaba, trataba de salir, pero mis brazos parecían de plomo. Todo era borroso y pesado y sentía que no podía respirar.
Hasta que sentí unas manos fuertes rodeándome y tirando de mí.
Después… todo se volvió negro.
Cuando volví a abrir los ojos, lo primero que sentí fue un ardor en la garganta. Tosí y tosí, y un poco de agua salió de mi boca. Estaba acostada sobre algo duro, con una toalla envolviéndome, y mi cabello empapado pegado a mi cara.
Lo primero que vi fue el rostro de Silvia. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y me acariciaba la mejilla con una mano temblorosa. Felipe estaba detrás de ella, con el ceño fruncido y los labios apretados.
Y a su lado, agachado, estaba Alexander. Con el cabello mojado, respirando hondo, con esa expresión molesta y fría que siempre tiene… pero esta vez sus ojos me miraban como si me hubiera metido en su peor pesadilla.
—Emma, ¿estás bien? —la voz de Silvia era suave pero desesperada.
Asentí débilmente, sintiendo las mejillas arderme. Me incorporé un poco, con la toalla apretada contra mí.
Felipe fue el primero en hablar, serio pero con preocupación.
—¿Por qué no dijiste que no sabías nadar?
Y ahí… las lágrimas me llenaron los ojos.
No podía mirarlos a la cara. Bajé la vista, apretando la toalla, sintiéndome más pequeña que nunca.
—Yo… no quería molestarlos —murmuré, la voz temblorosa—. Ustedes hacen tanto por mí, quieren que sea feliz… no quise… disgustarlos…
Mi voz se quebró y las lágrimas empezaron a caer.
Silvia me abrazó fuerte, apretándome contra su pecho.
—Oh, mi niña… no digas eso… nunca pienses eso…
Felipe se agachó a mi lado y puso una mano sobre mi hombro.
—No tienes que fingir nada para agradarnos, ¿de acuerdo? Nos tienes a nosotros, para todo. Siempre.
Y entonces escuché cómo Alexander bufó detrás de nosotros.
—Qué locura… —murmuró, girando sobre sus talones para marcharse.
No lo miré. No podía.
Me quedé llorando en los brazos de Silvia, sintiendo todavía el sabor amargo del agua en mi boca y un nudo en la garganta.
Felipe me dio unas palmaditas en la espalda y dijo con una sonrisa triste:
—No te preocupes, pequeña. No pasó nada. Estás a salvo ahora.
Y aunque intenté sonreír… no pude dejar de llorar.