Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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Nació muerto
El tiempo pasaba lento. Katherine ya no contestaba las llamadas de Damián. Su mamá le mandaba correos, mensajes, hasta trató de verla en el trabajo, pero nada. Ella quería paz, no justificaciones ni explicaciones.
Un mes después, al salir del médico, Katherine recibió una notificación para una audiencia. Damián quería negar que era el padre y pedía una prueba de ADN.
—¿Le da miedo hacerse responsable? —dijo su papá, enojado—. ¡Después de todo lo que hizo, todavía duda!
—No importa —dijo Katherine, seria—. Se la voy a dar. Y cuando se confirme, lo voy a demandar hasta que no tenga ni un peso.
Hicieron la prueba semanas después. Damián llegó con su misma actitud de siempre, pero no podía verla a los ojos. El resultado salió positivo, obvio. Y aun así, trató de llegar a un acuerdo para no ir a juicio.
—No quiero tu dinero, Damián —dijo ella, firme—. Quiero que te vayas de nuestras vidas. Que desaparezcas. Y si te acercas, voy a usar todo lo que pueda para proteger a mi hijo.
Se levantó de la silla, con orgullo, como madre y mujer. La habían lastimado mucho, sí. Pero había vuelto a nacer. Y ahora tenía una razón más grande que su propio dolor.
La vida seguía. Pero ella ya no era la misma.
Ahora era Katherine Villanueva. Mamá. Luchadora. Fuerte como el fuego que la hizo así.
Y nadie, jamás, la iba a volver a quebrar.
Unos meses después, el sol empezaba a entrar por las ventanas de las oficinas de M&D Corporation. Katherine estaba en su escritorio revisando papeles cuando sintió un dolor fuerte. Se tocó el vientre y frunció el ceño.
—Ana —dijo con dificultad, con la voz temblorosa—. Creo que… creo que algo anda mal.
Ana, su asistente y amiga de siempre, se sorprendió.
—¿Estás bien, Katherine? ¿Qué pasa?
Katherine trató de levantarse, pero se mareó.
—Me duele mucho… no sé qué es… —Trató de calmarse—. Por favor, llévame al hospital, aún no es tiempo de que nazca mi bebé.
Ana no lo pensó dos veces. Se levantó y la ayudó a levantarse.
—¡Vamos! —dijo, temblando, mientras llamaba a emergencias—. Tranquila, Katherine, todo va a estar bien.
La ambulancia llegó y sirena la puso muy nerviosa. Katherine sentía cómo su cuerpo se apretaba con cada dolor. Ana le agarraba la mano para darle fuerza, pero por dentro estaba muy asustada.
En la ambulancia, Katherine luchaba contra el dolor mientras Ana le hablaba para animarla.
—Ya casi llegamos… aguanta, amiga… tú puedes…
Pero el dolor era cada vez más fuerte y algo empezó a salir mal. Los paramédicos empezaron a hablar preocupados.
—El corazón del bebé está latiendo muy lento —dijo uno, mientras preparaban a Katherine para el parto.
Ana apretó los puños. No quería pensar en lo que podía pasar.
Cuando llegaron al hospital, todo pasó muy rápido: médicos, enfermeras y luces por todos lados. Ana trataba de mantenerse fuerte, agarrando la mano de Katherine, que estaba perdiendo el conocimiento.
Después, todo quedó en silencio.
Horas después, en la sala de espera, Ana no dejaba de morderse las uñas y mirar el reloj. Por fin, un señor mayor entró por la puerta con cara seria y cansada. Era Mauricio Villanueva, el papá de Katherine.
—Ana —dijo con voz grave—. ¿Dónde está mi hija?
Ana se levantó rápido y lo llevó a una salita.
—Señor Villanueva… vamos con el doctor… hay noticias… su hija… su hija está en coma.
El señor Villanueva pestañeó varias veces, sin creer lo que oía.
—¿Qué pasó? ¿Y el bebé?
Ana tragó saliva, con lágrimas en los ojos.
—El bebé… nació muerto, señor. Fue un parto difícil. Los médicos hicieron todo lo posible, pero no pudieron salvarlo.
El señor se tapó la cara con las manos y se dejó caer en una silla, sin fuerzas.
La doctora Jiménez entró a la habitación y el señor Mauricio se levantó.
—¿Y mi hija? ¿Cómo está? ¿Puede salir del coma?
La doctora Jiménez dijo que no con la cabeza.
—Es muy pronto para saberlo, señor Villanueva. Estamos haciendo todo lo que podemos. Pero está muy delicada.
—¿Puedo verla? —preguntó con voz débil.
—Claro —dijo la doctora Jiménez—, solo un momento, después la vamos a pasar a esta habitación.
Ana lo tomó del brazo para ayudarlo a caminar —Vamos.
Al entrar, el señor Villanueva se acercó despacio a la cama donde su hija estaba inmóvil, llena de tubos y aparatos.
Tomó la mano de Katherine entre las suyas y sintió su piel fría.
—Hija… —susurró con lágrimas en los ojos—. Por favor, despierta… te necesito… necesitamos tu fuerza…
Ana se quedó atrás, con el corazón roto, mirando la escena.
El tiempo se detuvo en esa habitación. La vida de Katherine dependía de un hilo y la noche era muy oscura.
Después de días de angustia. Por fin Katherine abrió los ojos. La luz del hospital le parecía rara, pero reconoció el techo, las máquinas y las voces.
—Katherine… —la voz suave de la doctora se oyó en la habitación—. Qué bueno que despertaste.
Ella pestañeó, buscando algo familiar.
—¿Dónde… dónde está mi bebé? —preguntó con la voz temblorosa, con miedo en los ojos.
La doctora suspiró y no la miró a los ojos.
—Katherine, tengo que decirte la verdad. Tu bebé no sobrevivió al parto.
Se hizo un silencio muy grande. Katherine empezó a llorar sin poder parar.
—No… no puede ser… —dijo llorando—. ¿Por qué? ¿Por qué me pasa esto a mí?
La doctora trató de consolarla, pero no servía de nada.
Pasaron los días, pero Katherine seguía muy triste. La pérdida de su bebé la perseguía a todas partes y no la dejaba tener esperanza.
Una noche, en la oscuridad, sin fuerzas, Katherine trató de quitarse la vida.
Su papá la encontró a tiempo y la llevó a un centro psiquiátrico para que la ayudaran.
—Hija, no estás sola —le dijo llorando—. Vamos a salir adelante juntos.
Katherine luchó contra sus problemas durante meses, pero se aferraba a la idea de que su bebé estaba vivo.
Con esa idea en la cabeza, se dedicó a visitar orfanatos durante dos años.
Allí, entre risas y miradas de agradecimiento, Katherine encontraba un poco de paz.
Cada niño que abrazaba le recordaba el amor que tenía dentro. En cada niño veía al suyo que no llegó a conocer.
Aunque su corazón seguía roto, el cariño que daba la ayudaba a sentirse mejor.
Se despidió de los niños, que le dieron unas bolsas con regalitos que habían hecho para ella.
Subió al avión. Tenía una junta importante para hacer una alianza entre dos empresas grandes.
,muchas gracias