Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 3
Elisabeth llenó su cuenco con la sopa humeante, deteniéndose a mitad del movimiento. La cuchara de madera quedó suspendida sobre la olla mientras sus ojos se dirigían hacia la habitación cerrada.
—El extraño debe tener hambre—, pensó.
Redujo su propia porción y apartó una ración generosa para el desconocido. Falko, que no dejaba de gruñir hacia la puerta, recibió su comida sin apartar los ojos amarillos de aquel umbral amenazante.
—Tranquilo, muchacho —murmuró Elisabeth, acariciando la cabeza huesuda del perro lobo—. Sé que es un ingrato, pero no podemos dejarlo morir. Dejar morir a alguien cuando puedes ayudarlo, es una de las cosas mas detestables que puede hacer una persona.
Un recuerdo doloroso la atravesó como un cuchillo: su madre tosiendo sangre sobre las sábanas grises, su padre intentando alejarla con manos esqueléticas. —No te acerques, hija... No quiero que lo veas— Ella, de apenas doce años, paralizada en el umbral con los ojos llenos de lágrimas. La tuberculosis se los había llevado en cuestión de semanas. Ningún médico acudió sin pago por adelantado.
—Malditos sean todos —susurró, apretando el cuchillo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
El sonido de Falko lamiendo su plato la devolvió al presente. Respiró hondo, limpiándose las manos en el delantal antes de preparar una bandeja: el cuenco de sopa, un trozo de pan de centeno y un vaso de agua fresca. Al levantarla, notó que temblaba levemente.
—Estúpida —se regañó en voz baja—. No es él quien te hace temblar.
Al empujar la puerta con el hombro, la luz del fuego iluminó la figura del desconocido incorporado en la cama. Sus ojos azules brillaron como el hielo al reflejar las llamas.
—No se mueva —advirtió ella, colocando la bandeja sobre sus piernas con cuidado—. Si abre la herida otra vez, no volveré a coserla.
El hombre observó con desdén el cuenco humeante que reposaba sobre sus piernas. Su nariz se arrugó levemente al percibir el sencillo aroma de cebolla y hierbas, mientras sus dedos largos y callosos se cerraban en torno a la cuchara sin levantarla.
—No está envenenada —se adelantó Elisabeth, cruzando los brazos frente al pecho.
Él alzó la vista, frunciendo el ceño hasta formar un surco profundo entre sus cejas oscuras.
—¿También se lastimó las manos? —preguntó ella, señalando con ironía su inmovilidad frente a la comida.
El desconocido abrió los labios para replicar, pero en ese preciso instante, una cuchara rebosante de sopa caliente se introdujo en su boca sin ceremonia. Sus ojos azules se abrieron como platos, mezclando confusión, indignación y el reflejo involuntario de saborear el caldo.
Frente a él, Elisabeth mantenía una expresión imperturbable, aunque no podía ocultar el brillo de diversión en sus ojos verdes.
—Debe comer para recuperarse —dijo mientras retiraba la cuchara con lentitud deliberada—. Y así podrá irse de mi casa cuanto antes.
El hombre atrapó su muñeca con una rapidez sorprendente para alguien en su estado. Su agarre era firme, aunque no lo suficiente para lastimar.
—¿Qué demonios crees que haces? —su voz era un susurro gélido que erizó el vello de sus brazos.
—Lo ayudo —respondió ella sin pestañear, convencida—. Estaba tardando demasiado. La sopa se enfriaría.
— ¿Ayuda? —pensó él, liberando su muñeca con un gesto de disgusto—. Llama ayuda a casi ahogarme con una cuchara como si fuera un infante.
Sin embargo, el sabor reconfortante del caldo se extendía por su boca, recordándole lo vacío que estaba su estómago. No podía negarlo, ella tenía razón, si quería sanar, necesitaba alimentarse.
—Puedo solo —concedió por fin, tomando la cuchara con aire de superioridad.
Elisabeth resopló, satisfecha al ver que al fin cedía. Al salir de la habitación, no pudo evitar que una sonrisa traviesa asomara por un instante. Detrás de la puerta cerrada, el sonido de la cuchara raspando contra el cuenco le confirmó que, por más orgulloso que fuera alguien, el hambre siempre ganaba.
Elisabeth esperó tras la puerta hasta que cesó el sonido metálico de la cuchara contra el cuenco. Al entrar, encontró la bandeja vacía -ni una gota de sopa ni migaja de pan quedaban-. Una satisfacción cálida, pequeña pero genuina, le recorrió el pecho.
—Si tiene frío, puedo poner más leña —ofreció, acercándose a la chimenea.
El hombre no respondió. Solo la observó con esa mirada glacial que parecía capaz de perforar armaduras. Los ojos azules brillaban en la penumbra como fragmentos de hielo bajo la luna.
—Veo que no... —murmuró para sí, recogiendo la bandeja con movimientos rápidos.
En la cocina, el agua helada del pozo le enrojeció las manos mientras lavaba los platos. Falko se acomodó a sus pies, expectante, reconociendo la rutina nocturna. Elisabeth secó sus dedos entumecidos antes de abrir el libro de poemas al azar. La página cayó en —El deseo indecoroso—.
—Tus manos, más suaves que el terciopelo al amanecer... —comenzó a leer con voz clara, ignorando el título.
Pero al llegar al tercer verso, una oleada de calor le subió por el cuello. Las metáforas se volvían cada vez más... explícitas.
—¡Esto no es apropiado para ti, Falko! —cerró el libro de golpe, sintiendo cómo las orejas le ardían. El perro ladeó la cabeza, confundido por el repentino cambio.
Elisabeth miró hacia la puerta de la habitación, —¿habrá escuchado algo de eso?— se preguntó tensa. —Espero que no...
Desde la habitación, el desconocido había seguido cada palabra. Sus cejas se alzaron casi imperceptiblemente.
—Sabe leer... Curioso. Los campesinos no suelen tener esa habilidad...
Un dolor punzante en su costado lo devolvió a su propia realidad: el recuerdo de la emboscada. Aquella supuesta caza amistosa con nobles sureños que terminó con hombres enmascarados surgiendo entre los árboles. Su propia sangre manchando la nieve. Traición pura.
—Ja —una risa seca, cargada de veneno, escapó de sus labios mientras presionaba la herida—. Arderán hasta las cenizas.
El juramento quedó flotando en el aire, acompañado por el silencio repentino de la cocina. —¿Se habrá dormido?— Recordó lo que vió de la cabaña, no parecía tener otra habitación u otra cama.
—¿A quién le importa? —chasqueó la lengua antes de cerrar los ojos, dejando que el dolor y el cansancio lo arrastraran hacia un sueño inquieto.
La madrugada envolvía la cabaña en un silencio espeso cuando un sonido quebró el sueño del hombre. Al principio, entre la bruma del dolor y la fiebre, no logró reconocerlo. Pero al despertar por completo, lo identificó, un sollozo ahogado que se filtraba desde la habitación contigua.
Con un gemido, se incorporó en la cama, sintiendo cómo el fuego de su herida le recorría el costado. Cada movimiento era una agonía, pero algo lo impulsaba a avanzar. Apoyándose en la pared, llegó hasta el umbral donde se reveló una escena desgarradora.
Elisabeth yacía en una silla reclinada cerca de la chimenea, cubierta apenas por una manta raída. Aunque sus ojos permanecían cerrados, gruesas lágrimas trazaban senderos plateados por sus mejillas. Sus labios temblaban, formando palabras entrecortadas:
—Hermano... no te vayas... —su voz era un hilo de angustia—. Por favor... no lo hagas...
El hombre contuvo el aliento. —Está soñando—, comprendió. Un impulso irracional lo llevó a dar un paso hacia ella, pero inmediatamente un gruñido grave resonó en la penumbra. Falko, que descansaba a los pies de su ama, había alzado la cabeza, mostrando los colmillos bajo el reflejo amarillo de sus ojos. El mensaje era claro, un paso más y atacaría.
—Maldita bestia —murmuró, retrocediendo con las manos en alto.
Sus ojos se encontraron con los del perro lobo en un duelo silencioso. Finalmente, giró sobre sus talones, regresando a la cama con movimientos lentos y doloridos. Al acomodarse entre las sábanas todavía tibias, sus últimas palabras se perdieron en el crepitar del fuego:
—Estará bien... supongo.
Pero mientras cerraba los ojos, la imagen de aquellas lágrimas silenciosas seguía ardiendo en su mente, tan persistente como el dolor de su herida.
Y q bueno q ella se consoló con el papá de su bb...