Marcelo Fanin llega a Estados Unidos en pleno principio de la década de 1920 tratando huir de un pasado muy oscuro en el bajo mundo italiano y tratando de encontrar paz. Pronto se verá envuelto por las circunstancias con gente muy peligrosa tratando de descubrir la verdad sobre la muerte de su padre teniendo que formar el grupo criminal más violento para poder sobrevivir.
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CAPÍTULO 2: LAS CADENAS DEL PUERTO
La mañana siguiente amaneció turbia, con una neblina espesa descendiendo desde el mar y colándose entre los edificios del distrito portuario. Las gaviotas chillaban sobre los barcos amarrados, pero su sonido parecía ahogado por el inmenso silencio que atravesaba Los Ángeles aquella mañana. La ciudad estaba conteniendo el aliento. Marcelo se encontraba en el muelle 19, de pie junto a un contenedor oxidado, mirando el horizonte grisáceo como si en la pared invisible del mar buscara respuestas. Había dormido muy poco.
La carta, la fotografía con su padre y Bill Degeneras… todo aquello había regresado en sueños. Sueños pesados, consistentes, como barro. Sus capos estaban detrás de él, sin hacer ruido.
—Esto es nuevo —murmuró Vincent, mirando la actividad del puerto—. Antes solo había estibadores borrachos y contrabandistas de mala muerte. Ahora hay más hombres armados que trabajadores.
Marcelo no respondió. Su abrigo negro se movía suavemente con el viento húmedo del mar.
Luca se cruzó de brazos.
—Son los del Sindicato de Estibadores —explicó—. Contrataron seguridad privada hace unas semanas. Dicen que es para “proteger los intereses de los trabajadores”.
Tony soltó una risa amarga.
—Sí, claro. Y yo soy el alcalde.
Vincent se inclina hacia Marcelo.
—¿Qué hacemos, jefe?
Marcelo observó un barco descargando cajas. Había dos guardias privados en cada extremo del muelle, vigilando con armas visibles. Era una provocación. Una declaración silenciosa: El puerto ya no es de ustedes. Marcelo habló finalmente.
—Primero… vamos a conocer al enemigo.
Luego, decidimos si lo compramos, lo corrompemos o lo enterramos.
Caminó con paso firme hacia un edificio administrativo de tres pisos, una estructura vieja que olía a sal y a madera podrida. En la puerta los esperaba un hombre gordo, sudoroso, con sombrero de capitán inclinado hacia atrás.
—¿Usted es el señor Fanin? —preguntó con una sonrisa nerviosa.
—Depende —respondió Marcelo—. ¿Tú eres?
—Henry Lonsdale. Secretario del Sindicato de Estibadores. Me dijeron que quería hablar conmigo. Yo… sinceramente preferiría no tener problemas.
Marcelo lo observó con detenimiento. Sudor, mirada huidiza, voz temblorosa. Era un hombre dispuesto a vender su alma si eso lo mantenía vivo.
—Necesito saber quién maneja el puerto —dijo Marcelo con tono bajo, como si no quisiera que las paredes escucharan.
Lonsdale tragó saliva.
—Bien… oficialmente, lo manejamos nosotros. El sindicato. Pero desde finales del año pasado… bueno…
—Habla —dijo Marcelo—. No tienes que temerme.
(Una mentira piadosa.)
—Desde noviembre… apareció un grupo nuevo. Irlandeses. Dicen que son parte de la “Hermandad del Río Hudson”, pero nadie los conocía aquí. Tienen un líder… un tal Bill Degeneras.
Vincent y Luca intercambiaron miradas. Marcelo no se movió.
—Continúa —ordenó.
—Él… él ofreció “protección” al sindicato. Pero protección obligatoria. Si no pagamos, desaparece gente. Si pagamos, los barcos llegan sin problemas. Si no… bueno… —Se secó el sudor con un pañuelo—. Yo no quiero líos, señor Fanin. Solo soy un administrador. Marcelo dio un paso adelante.
—¿Cuánto pagan?
—Cinco mil al mes. En efectivo.
Marcelo sonrió sin alegría.
—Lo vas a seguir pagando.
Lonsdale se quedó helado.
—¿Q-qué? ¿Entonces… entonces usted…?
Marcelo se inclinó hacia él, sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Los irlandeses no van a desaparecer hoy. Sería estúpido movernos ahora. Pero tú vas a seguir pagándoles… y además vas a pagarme a mí. Quince por ciento de todo lo que entra y sale del muelle. Lo entregarás a un hombre mío. Si preguntas qué pasa si no lo haces… bueno… ya viste lo que hacen los irlandeses.
Lonsdale, temblando, asintió.
—¿A quién se lo doy?
Marcelo se alejó un paso y chasqueó los dedos. De entre la neblina salió un hombre delgado, de lentes redondos, traje oscuro y un maletín impecable. No parecía un delincuente. No tenía músculos ni cicatrices ni armas visibles. Tenía algo más peligroso:
Cerebro.
—Te presento a Tedy Simons —dijo Marcelo—. Es el contador de mi familia. Él se encargará de mantener los números limpios… y de detectar cualquier anomalía.
Tedy extendió la mano con calma.
—Un placer, señor Lonsdale. Trabajo rápido, cobro puntual y no tolero errores. Este muelle tiene ingresos inestables, reportes duplicados y un déficit ridículo de supervisión. Vamos a arreglar eso. —Sonrió ligeramente—. Tanto por usted… como por nosotros. Lonsdale estaba demasiado asustado para no aceptar el apretón de manos.
Marcelo apoyó una mano sobre su hombro.
—Y si los irlandeses preguntan qué está pasando… no les digas mi nombre. No aún.
—No, no, no… por supuesto, señor Fanin…
—Bien. Entonces, si no hay más que decir… puedes irte.
Lonsdale desapareció dentro del edificio casi corriendo. Tony soltó una carcajada.
—Ese gordo va a soñar con nosotros esta noche.
Marcelo no respondió. Observó el muelle con atención, como si pudiera ver los hilos que sostenían la ciudad. Su mente era un mapa. Un tablero. Y él estaba moviendo las primeras piezas. Caminando de regreso, Tedy se colocó a un lado del jefe.
—Don Fanin, debo decirlo: estos sindicatos son un desastre financiero. Hay fugas de dinero en cada rincón. Gente que cobra dos veces. Sobornos escondidos como “gastos de mantenimiento”. Fondos de emergencia inexistentes. No entiendo cómo han sobrevivido.
—Por miedo —respondió Marcelo—. El miedo hace que la gente tolere la miseria.
Tedy asintió.
—Y usted… quiere intercambiar ese miedo por orden.
Marcelo lo miró con curiosidad.
—Tú sí me entiendes.
—Es mi trabajo entenderlo —dijo Tedy ajustándose los lentes—. Y mi trabajo es ver lo que no se ve. Por ejemplo… que Bill Degeneras no está interesado en el dinero.
Vincent gruñó.
—¿Entonces en qué está interesado ese maldito?
Tedy habló con la calma fría de quien calcula números de muerte.
—En control. En demostrar que no existe un rincón de esta ciudad donde su nombre no cause miedo. El dinero solo alimenta la leyenda.
Marcelo siguió caminando.
—¿Y qué alimenta la mía, Tedy?
Tedy se detuvo. Su voz no tenía emoción.
—Los resultados, Don Fanin. Usted no necesita expandirse. Usted necesita permanecer. Y eso… asusta más que cualquier historia.
Marcelo ladeó la cabeza.
—Me vas a servir bien, Tedy.
—Eso espero. Aunque… —Se ajustó el maletín— debo advertirle algo.
Marcelo levantó una ceja.
—¿Qué?
—Los irlandeses no solo vigilan el puerto. Compraron casas en el barrio Lincoln, tomaron un club nocturno en la avenida Maple y… alguien hizo una oferta por una fábrica de cañerías en Fairfax. Todas esas zonas están dentro de su territorio, Don.
Luca apretó los dientes.
—Están invadiéndonos.
—No —corrigió Marcelo con tono suave—. Están tanteando el terreno. Es distinto. Cuando Degeneras ataca de verdad… no envía señales. Envía ataúdes.
Tony tragó saliva.
—Entonces… ¿qué hacemos, jefe? ¿Nos quedamos quietos?
Marcelo se detuvo en seco. La neblina rodeó su figura como un sudario.
—Quietos… no.
Calmos… sí.
Sus ojos eran cuchillos.
—El que se apura muere primero.
El restaurante abrió esa noche. Los clientes habituales entraban con la ropa húmeda de la llovizna, buscando calor y comida. La radio sonaba suave. El olor a pan horneado llenaba el local. Pero en el fondo del salón, en una mesa reservada, Marcelo y sus capos analizaban documentos del puerto que Tedy había conseguido en solo unas horas.
—Esto es oro puro —murmuró Vincent—. Aquí están los horarios de carga, las listas de barcos, los pagos… todo.
Tedy asintió.
—Esto es solo la superficie. Necesitaré al menos una semana para entender la red completa. Pero ya encontré algo que les va a interesar.
Sacó una hoja con un nombre subrayado:
“Henry O’Caffrey.”
—¿Quién coño es ese? —preguntó Luca.
Tedy cruzó las manos sobre la mesa.
—Un estibador. Fichado por la policía hace años por contrabando. Pequeño, nada especial. Pero… se reunió con un irlandés hace tres noches y recibió un pago en efectivo.
Vincent frunció el ceño.
—Un soplón.
—O peor —dijo Tedy—. Un topo de Degeneras dentro del sindicato.
Marcelo tamborileó los dedos sobre la mesa.
—No es momento para limpiar el muelle aún.
Si nos movemos ahora… Degeneras sabrá que descubrimos su red.
Luca abrió la boca para replicar, pero Marcelo levantó la mano y lo silenció.
—Voy a hacer una visita a Henry O’Caffrey. Solo yo.
Todos protestaron a la vez.
—No, jefe.
—Es peligroso.
—Ese hijo de puta puede estar armado…
Pero Marcelo se puso en pie.
—Mi presencia… genera miedo. Quiero que Henry sienta ese miedo. Quiero que hable sin necesidad de romperle los huesos.
Vincent suspiró.
—¿No sería mejor mandar a los chicos?
—No.
La respuesta fue firme como una bala.
—A veces… el rey debe mostrar el rostro.
El barrio Lincoln estaba silencioso a medianoche. Las farolas iluminaban débilmente las casas pequeñas, todas idénticas, con jardines muertos por el invierno. Marcelo caminó solo, con las manos en los bolsillos, como si fuera un vecino más regresando del trabajo. Llegó a la casa de Henry O’Caffrey. Una puerta verde. Una ventana empañada. Una luz amarilla parpadeante. Marcelo tocó tres veces. Henry abrió. Era un hombre delgado, barba sucia, ojos hundidos.
—¿Sí? ¿Qué quiere?
Marcelo inclinó la cabeza ligeramente.
—Quiero hablar contigo, Henry.
Los ojos de Henry se abrieron con terror.
—Y-yo… yo no sé quién es usted…
—Claro que sabes.
Marcelo dio un paso y Henry retrocedió sin oponer resistencia. La casa era pobre. Una mesa, dos sillas, un olor a viejo y humedad.
—S-si es por el pago… yo no tengo nada que ver…
Marcelo se sentó sin permiso.
—Háblame del irlandés.
Henry tartamudeó.
—N-no… no puedo… él me matará…
—Y si no hablas… —Marcelo miró fijamente el suelo— yo te mataré.
La habitación entera pareció enfriarse. Henry empezó a llorar.
—Fue Bill… Bill Degeneras… él… él está reuniendo hombres… muchos… dice que va a limpiar la ciudad… que va a eliminar a todos los que ocupen territorio que no les pertenece…
—¿Qué territorio? —preguntó Marcelo.
—El puerto… Lincoln… Fairfax… la zona este…5 ta calle … todo…
Marcelo se levantó.
—Gracias, Henry.
Pero antes de salir, Henry preguntó con voz quebrada:
—¿V-viene la guerra?
Marcelo no respondió.
Pero su silencio fue suficiente. Cuando regresó al restaurante, Vincent lo esperaba en la oficina.
—¿Qué supo?
Marcelo se quitó el abrigo, mojado por la llovizna nocturna.
—Degeneras está reuniendo un ejército.
Pronto hará su primer movimiento.
Vincent tragó saliva.
—¿Qué haremos, jefe?
Marcelo encendió un cigarro y miró la ciudad desde la ventana.
—Prepararnos. Habrá mucho pánico.
—¿Para qué?
Marcelo exhaló el humo, lento, como si lo disfrutara.
—Para hacer lo que mejor sabemos hacer, Vincent. Tomar. Destruir. Apoderarnos. Sonrió apenas. Una sonrisa que no tenía nada de
alegría.Solo.determinación.
—Esta ciudad… todavía no ha visto de lo que somos capaces.
Y mientras la noche envolvía Los Ángeles en un abrazo de sombras, Marcelo Fanin comprendía que, aunque aún no había disparos, aunque los cuerpos no llenaban los callejones… La guerra ya había empezado.
me encanta el misterio /Applaud//Applaud/