MonteSereno es un pequeño pueblo rodeado de montañas, tradiciones y secretos. Mariá creció bajo la mirada severa de un padre que, además de alcalde, es el símbolo máximo de la moral y de la fe local. En casa, la obediencia es la regla. Pero Mariá siempre vio el mundo con ojos diferentes — una sensibilidad que desafía todo lo que le enseñaron como “correcto”.
La llegada de los hermanos Kael y Dylan sacude las estructuras del pueblo… y las de ella. Kael, apasionado por los autos y el trabajo manual, inaugura un taller que rápidamente se convierte en la comidilla entre los habitantes. Dylan, en cambio, con su aire de CEO y su control férreo, dirige los negocios de la familia con frialdad y encanto. Nadie imagina el secreto que ambos cargan: un linaje ancestral de hombres lobo que viven silenciosamente entre los humanos.
Pero cuando los dos lobos eligen a Mariá como compañera, ella se ve dividida entre la intensidad de Kael y el magnetismo de Dylan. Mariá se encuentra entre dos mundos — y entre dos amores que pueden salvarla… o destruirla para siempre.
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Capítulo 20
Kael
Días después...
El sol despunta tímidamente entre las colinas de MonteSereno, tiñendo los tejados con tonos dorados y calentando la brisa fresca de este sábado por la mañana.
El aroma de tierra húmeda y flores silvestres flota en el aire, junto con los sonidos de una ciudad que despierta despacio. Pájaros se desperezan en cantos cortos y nerviosos, y uno que otro perro ladra perezosamente en algún patio distante.
Mariá finalmente salió del hospital hace pocos días. Desde entonces, Dylan y yo cargamos en el pecho una ansiedad silenciosa, una mezcla de culpa, esperanza y un miedo infantil a no saber qué decir. Hoy tenemos permiso para verla. Su madre dijo que sería bueno.
¿Pero qué es "bueno" después de todo lo que ha pasado?
En este exacto momento, estoy apoyado en los hombros de mi hermano, él me sostiene con esfuerzo mientras intento equilibrarme en el tronco nudoso del árbol de mango que crece junto al muro del fondo de su casa.
La calle comienza a cobrar vida. Coches pasan tocando la bocina, ventanas se abren con sonidos metálicos, y algunas personas ya han comenzado el deporte matinal favorito del vecindario: juzgar a los demás.
— ¡Este mundo está perdido de verdad! ¡Es cada loco que uno ve por ahí! — grita una señora de bigotito blanco por la ventana, sacudiendo la cabeza en reprobación.
Dylan suelta un suspiro largo y exasperado.
— Mira, Kael. Te dije que era mejor ir directamente por la puerta principal. Ahora estamos aquí haciendo el papel de payaso para toda la ciudad.
Suelto una risita ahogada y aprieto con más firmeza los binoculares entre los dedos.
— Relájate, Dylan. Nosotros ya...
— ¿Hola? ¿Todo bien? ¿Buscan algo en mi casa?
La voz. Esta voz.
Es como si el tiempo se detuviera. Siento un frío recorrer la espalda y, antes de que pueda reaccionar, pierdo el equilibrio. Dylan intenta sujetarme, pero es en vano. En un abrir y cerrar de ojos estamos los dos esparcidos en el suelo de tierra batida, nuestros cuerpos cubiertos de hojas secas y dignidad hecha añicos.
Y entonces ella aparece.
Mariá.
En la contraluz de la mañana, con los rayos de sol filtrándose entre los árboles detrás de ella, su figura parece etérea. Un espejismo dulce, firme, real. Nos observa con una expresión serena y curiosa. Carga una cesta de paja, de esas que parecen salidas de historias antiguas, llena de golosinas.
— Mi madre dijo que ustedes aparecerían. ¿Quieren entrar? Voy a hacer pan de miel. Creo que tenemos mucho de qué hablar, ¿no? — dice ella, elevando levemente las muñecas. Y ahí está: la marca de nuestra conexión, como una cicatriz viva entre nosotros tres.
Trago saliva. Carraspeo, intentando recomponerme. Soy el primero en levantarme, sacudiendo la chaqueta con un gesto nervioso, y extiendo la mano a Dylan, que aún parece atrapado entre la vergüenza y el asombro.
Ella sigue aquí, parada frente a nosotros como si no fuera nada del otro mundo que seamos dos idiotas caídos en el suelo. Pero sabemos que lo es. Sabemos que tiene un peso inmenso.
Y es eso lo que nos paraliza. Ni yo, ni Dylan conseguimos decir nada. Solo la encaramos como dos adolescentes patéticos, aplastados entre la admiración y el pavor.
¿Cómo explicar todo? ¿Cómo contar la verdad a una chica que sobrevivió al infierno de un padre abusivo? ¿Cómo mirarla a los ojos y decirle que nosotros dos — sí, dos hermanos — somos lobos, y ella es nuestra compañera?
Cualquier persona en su sano juicio huiría.
Dylan, en un impulso cordial, intenta salvar el momento. Alisa el traje con prisa y ofrece:
— Deja, yo te cargo esta cesta.
Mariá lo encara con un brillo pícaro en los ojos. Sonríe de lado, con una provocación dulce que nos desarma por completo.
— ¿Estás seguro? Pareces milimétricamente arregladito con ese traje ahí…
No consigo evitar la sonrisa ladeada que se forma en mis labios. Observo en silencio, curioso, queriendo ver cómo mi hermano va a salir de esta.
Y por primera vez en mucho tiempo, siento que tal vez — solo tal vez — todo pueda salir bien.