Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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Aparición pública
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Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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No podía volver a los dormitorios todavía. No después de que mi cara hubiera salido en los titulares como posible sospechoso de intento de homicidio hacia la hija del fiscal Villanova. Todo gracias a una bendita explosión que, para variar, no fue culpa mía.
Así que caminé directo a la única puerta que podía tocar sin que me metieran una bala entre ceja y ceja. Al menos esta noche.
Clarissa.
Toqué. Esperé. Toqué otra vez.
Y cuando abrió, su cara me lo dijo todo: no era bienvenido.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó sin moverse del marco de la puerta.
—Necesitaba un lugar donde no me fueran a esposar o a matar. ¿Puedo…?
Suspiró. Largo. De esos que significan “no quiero, pero me vas a joder si no te dejo”. Se hizo a un lado. Entré.
El apartamento estaba igual. Desordenado con el monton de cajas y sobres.
Me quité la chaqueta y la tiré en el respaldo de una silla. Ella no dijo nada. Se cruzó de brazos.
—¿Tuviste algo que ver con lo de Aina?
Me congelé. Me tomó un segundo responder, y sé que ese segundo pareció sospechoso.
—No —dije al fin, y luego lo reforcé—. Juro por Dios que no. No le haría algo así jamás.
Clarissa frunció los labios. No se veía convencida. Yo tampoco me habría creído.
—No lo sé, Manuelle. No sé si puedo confiar en ti. Primero está mi mejor amiga. Y tú…
—¿Yo qué?
—No te conozco. No realmente. Eres… un tipo con el que tengo sexo a veces. Eso es todo.
Me dolió más de lo que debía.
—¿Y eso lo acordaste tú, te acuerdas?
—Sí. Y no me arrepiento.
Me pasé una mano por el cabello, exasperado, agotado, con la garganta seca y los nervios reventados.
—Intentaron matarme, Clarissa. Hace dos días. Por eso me fui de Milán así, sin decir nada. Por eso aparecí aquí así.
Ella parpadeó, un poco más afectada. Pero no cedió.
—¿Quién?
—No se. Pero tampoco puedo decirte todo. Hay cosas que… son familiares. Complicadas. Pero te juro que yo no intenté hacerle daño a Aina. ¿Qué razón tendría para hacerle eso?
Ella se cruzó de brazos, mirando a un punto fijo de su sala.
Me acerqué un poco.
—Ey, nena. Mírame.
Sus ojos se encontraron con los míos. Había rabia, desconfianza… pero también miedo.
—Sé que no somos nada. Que esto es un ligue casual —dije con una sonrisa triste—. Pero aún así… has sido la única persona que me ha escuchado como una amiga. Así sea después de... en fin, el punto es que contigo me he abierto más que con otra persona.
Tragó saliva, pero no dijo nada.
—No te pido que me creas. Ni que me abraces. Solo… déjame quedarme aquí una noche. Una sola. Te juro que mañana no verás aquí. Pero hoy, Clarissa… hoy no tengo a nadie más.
El silencio duró unos segundos eternos. Ella giró el rostro, apretó los labios… y caminó hacia la cocina.
—¿Quieres Chocolate?
Casi se me ríe el corazón del alivio.
—Sí, por favor. Y si tienes algo más fuerte…
—Si tocas una gota de whisky antes de contarme cómo saldrás de este lío, te saco a patadas.
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A la mañana siguiente, desperté con el cuerpo enredado en el de Clarissa.
Su respiración era suave, tranquila, como si nada de lo que había pasado en los últimos días la tocara. Pero yo sabía que no era cierto. Dormía así porque en algún rincón extraño de su subconsciente, conmigo al lado, se sentía segura. O quizás solo era el cansancio emocional. No importaba. Tenía que irme antes de que esa paz efímera se rompiera.
Me deslicé con cuidado para no despertarla. Su camiseta se había subido un poco durante la noche y me obligué a no mirar más de la cuenta.
Recogí mi chaqueta, mis botas y el celular descargado que había dejado sobre la mesa.
Mientras me acercaba a la puerta, me detuve un segundo. La miré desde la distancia, con ese nudo incómodo en el estómago que no se parecía a ningún otro. Había algo en ella —en su forma de no necesitarme, pero igual dejarme quedarme— que me tocaba más de lo que admitía.
Abrí la puerta con cuidado. Un crujido delató mi salida. Me detuve en seco, pero Clarissa no se movió.
Cerré tras de mí.
El sol apenas empezaba a calentar las aceras. Caminé rápido, sin voltear, sin pensar demasiado.
Tenía que volver a los dormitorios antes de que alguien notara mi ausencia. No podía seguir desaparecido sin levantar sospechas y menos ahora que sabía que tal vez lo de Aina era parte de algo más grande.
Me puse la capucha, me puse unas gafas, tapabocas y bajé la mirada. A cada paso, sentía que alguien podía estar siguiéndome. Y tal vez era cierto.
El puto infierno me estaba esperando en la puerta de los dormitorios.
Caminé como si no me importara. Como si no llevara dos noches durmiendo con un ojo abierto y el alma hecha un ovillo. Como si la capucha, las gafas y la maldita mascarilla fueran suficientes para protegerme del juicio público. Pero lo sabía: era cuestión de tiempo antes de que alguien gritara mi nombre.
Y así pasó.
—¡Manuelle! ¡Manuelle Moretti!
Click, flash, preguntas, gritos. Voces que no querían respuestas, solo titulares. Me empujaban con palabras que ya de por sí, me fastidiaban: “atentado”, “Villanova”, “culpable”.
No dije nada. Ni una sola palabra. Porque sabía que cualquier sílaba saliendo de mi boca se iba a convertir en carne para los lobos. El juicio ya estaba hecho. Solo faltaba la ejecución.
Entré al edificio. Cerré la puerta con calma. Y el mundo afuera se apagó.
Solo entonces me permití respirar.
Subí directo al tercer piso. El pasillo estaba en silencio, pero se sentía cargado. Como si todos supieran que había regresado. Como si las paredes mismas me miraran con desconfianza.
Cuando entré a mi cuarto, el olor a hierba y el perfume de Elio para camuflarlo me golpeó primero. Luego vi mi cama deshecha, las sábanas a medio caer, la ventana abierta como si hubiera salido volando. Todo igual. Todo jodidamente igual. Como si el mundo no hubiera explotado en mi ausencia.
Tiré la mochila en el suelo, me quité la chaqueta y me dejé caer en la silla frente al escritorio. Apoyé los codos sobre las rodillas, las manos en el rostro.
Estaba de vuelta. Pero no significaba nada.
No había paz. No había alivio.
Solo preguntas.
Y Aina.
Me levanté, saqué el celular y lo conecté. La pantalla se encendió después de unos segundos largos y crueles. Cuarenta y ocho mensajes. Ciento y pico de notificaciones. Pero yo solo buscaba uno.
El de ella.
Nada.
Ni una línea. Ni un “estás vivo”. Ni un “te odio”. Ni siquiera un emoji.
Eso dolía más que me insultara.
Caminé hasta la ventana y miré hacia abajo. Los periodistas seguían ahí. Las cámaras, las luces, el circo completo. Y yo era el payaso estrella, aunque todavía no me ponía el disfraz.
Me quedé un rato así. Quieto. Pensando. Planeando sin querer y odiándome por pensar en Clarissa cuando debería estar pensando en cómo salir limpio de todo esto. Pero el recuerdo de Clarissa durmiendo pegada a mí… me revolvía por dentro.
La puerta se abrió de golpe.
Era Luca.
Entró como una bala, cerrando detrás de sí.
—¡Estás loco! ¿¡Qué mierda fue eso allá afuera!? ¿Querías que te lincharan?
No dije nada.
—¡¿Tienes idea de lo que se está diciendo, Manuelle?! ¡De lo que Aina está pasando! ¡De lo que todos estamos pasando!
—Estoy aquí, ¿no? —respondí por fin, con voz áspera—. ¿No era eso lo que querían?
Luca me miró como si no me reconociera.
—Lo que queríamos era que no te convirtieras en el blanco perfecto de una maldita cacería de la fiscalía—dijo más bajo, como si acabara de darse cuenta de lo frágil que estaba todo—. Y tú… vuelves como si nada.
—No es como si nada. Solo no quiero darles el gusto de verme temblar.
Silencio.
—¿Fuiste a verla? —preguntó de pronto.
Claro se refería a Aina.
—No.
—Hiciste bien, porque la fiscalía te tiene vigilado.
No respondí.
Me dejó solo después de eso.
Y yo volví a sentarme. El celular vibró en la mesa. Era una notificación. Un mensaje.
Pero no era de Aina.
Era de Clarissa.
Me quedé mirándolo un rato.
No lo contesté.
Cerré los ojos. Inspiré profundo.
Escuché los pasos antes de que golpearan la puerta.
Pasos firmes, decididos. Como de alguien que no viene a preguntar, sino a llevarse respuestas por la fuerza. Me puse de pie en automático. No porque estuviera listo. Porque no había forma de estarlo. Solo porque sabía que este momento iba a llegar.
Tres golpes. Duros.
—Manuelle Moretti —dijo una voz detrás de la puerta—. Policía. Abra.
Cerré los ojos un segundo. Después, abrí.
Dos oficiales uniformados. Uno alto, con cara de “solo hago mi trabajo”. El otro más joven, con mirada nerviosa. Y en el centro, entre ellos, estaba él.
George Villanova.
Traje impecable. Corbata ajustada. Ojeras profundas. Y una furia contenida que ni la toga más cara del mundo podría esconder.
—Señor Moretti —dijo, con ese tono legal que usan para convertirte en culpable antes de que hables—. Queda detenido para ser interrogado en calidad de sospechoso por el atentado ocurrido el día lunes. Tiene derecho a guardar silencio y a un abogado.
—No he hecho nada —murmuré.—No tienen porque esposarme.
—Entonces no tienes nada que temer —respondió él sin una pizca de humanidad.
Me esposaron. Como si fuera un criminal. Como si ya hubieran escrito el titular y solo necesitaban la foto. Mis muñecas ardieron bajo el metal, no por el roce, sino por la humillación.
El pasillo estaba lleno. Gente saliendo de los cuartos, celulares en alto, grabando, murmurando. Algunos con cara de sorpresa.
Otros… aliviados. Como si confirmaran que su teoría favorita de Reddit era cierta.
Me bajaron por las escaleras, aunque había ascensor. Tal vez para hacerme desfilar. Para que todos me vieran. Para que no quedara duda de que él era el sospechoso.
Cuando salimos del edificio, la realidad me explotó en la cara.
Luces. Flashes. Gritos.
—¡Manuelle! ¿Estás implicado en el ataque contra Aina Villanova?
—¿Estás directamente vinculado a la mafia? ¿Sabías del coche bomba?
No podía ni ver. Las luces de los flashes eran como cuchilladas blancas. El aire estaba cargado de morbo y sensacionalismo. El mundo ya había dictado sentencia. Solo faltaba ver cuánto show les daba antes de que me encerraran.
Me empujaron hacia el coche patrulla.
Clic. Flash. Click.
El sonido de la puerta cerrándose fue seco.
Miré por la ventana.
Y entonces, la vi.
Aina.
De pie frente al edificio, sin maquillaje. Solo ella. Pálida. Con los ojos como dos cráteres llenos de ira.
Solo me miró. Como si no me reconociera.
Y dolió más que todo lo anterior.
Porque esa mirada… esa mirada decía todo lo que yo temía: que tal vez sí me había perdido. Que tal vez, para ella, ya era culpable. Aunque nunca lo hubiera sido. Aunque la verdad aún estuviera enterrada.
La patrulla arrancó. Y el eco de los gritos de los reporteros quedó atrás.
Pero el juicio de Aina… ese, me siguió dentro del coche.
Como una condena silenciosa