Una habitante de la galaxia lejana se enamorará irremediablemente de una princesa heredera de Ares.
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Tras la pista
El viaje, cual marcha de dioses exiliados, se prolongaba en una danza incesante de distancias y horas. Los héroes de Atenea, valerosos e infatigables, se desplazaban con celeridad de un punto al siguiente, persiguiendo las sombras de una criatura que hollaba la ciudad con su enigmática presencia. No se trataba de un ente ordinario, sino de una bestia de tales proporciones y singularidades que parecía exenta de las leyes del tiempo y la distancia, como si la eternidad misma hubiese concedido su favor a sus movimientos. De extremo a extremo se desplazaba en apenas un suspiro, burlando las fronteras de la lógica, desafiando la mirada de quienes osaban seguirle la pista.
Los ocho fantásticos, como fueron llamados con fervor los cuatro prodigiosos hermanos, junto con la princesa Ira, Nicolasa, Melancolía y la enigmática Ari, no se dejaban vencer por el cansancio. Eran centinelas de lo desconocido, navegantes de la incertidumbre, almas que, aun agotadas, mantenían su búsqueda inquebrantable. Un nuevo avistamiento había sido señalado, y sin demora, sus vehículos emprendieron la marcha hacia aquel punto, donde el misterio aguardaba, agazapado en la penumbra.
Al arribar, descendieron de sus cabalgaduras de acero y comenzaron a peinar la zona con mirada escrutadora, cada rincón explorado con meticulosidad, cada sombra interrogada con la intensidad de quienes no permiten secretos en su presencia. Entre la fronda de la floresta y los senderos de tierra apisonada, la princesa Ira distinguió a un grupo de pastores que avanzaban con el sosiego de quienes han hecho del campo su morada y del viento su confidente. Sin dilación, hizo una seña a Nicolasa para que detuviera el vehículo y descendió con la dignidad propia de una soberana.
—Buenas tardes. —saludó con cortesía, su voz como una brisa suave que acaricia antes de estremecer.
—Buenas tardes, su majestad. —respondió el mayor de ellos, un anciano de barba nívea y espalda encorvada, que, con respeto y reverencia, se despojó de su sombrero. Aquidmo era su nombre, pastor de toda la vida, conocedor de los secretos que el viento susurra a los trigales y las colinas.
—¿Cómo os encontráis en esta jornada? —preguntó entonces Ari, inclinándose apenas por la ventanilla, su rostro situándose junto al de la princesa, con una proximidad que no pasó desapercibida.
El roce de ambas presencias fue como el susurro de dos astros alineándose en el firmamento. Melancolía, siempre perceptiva a los matices de la emoción, captó de inmediato la sutil danza de sentimientos que se trazaba entre ellas. Su corazón, acostumbrado a la melancolía, halló en aquel gesto un destello de dicha que le resultó grato, aunque extraño, como si un rayo de sol atravesara por primera vez las cortinas de su tristeza. Nicolasa, por el contrario, frunció el ceño, su incomodidad tan visible como el resplandor del alba en la oscuridad de la noche. Para ella, la presencia de Ari en el mundo de la princesa Ira era una disonancia, una nota discordante en una sinfonía que hasta entonces creía conocer a la perfección.
—¡Por los dioses del inframundo! —exclamó Nicolasa, su tono impregnado de ironía. —Ahora la princesa tiene otra gemela.
Ira, imperturbable, ignoró la provocación y volvió su atención a los pastores.
—¿Habéis notado algo fuera de lo ordinario en estos parajes? —preguntó, midiendo con prudencia sus palabras, pues no deseaba infundir temor si es que aún no habían oído hablar de la monstruosidad que acechaba la ciudad.
El más joven de los pastores, apenas un mozo en la flor de su juventud, se apresuró a responder con una mezcla de alarma y fascinación:
—¿Habláis acaso de la serpiente gigante?
—Precisamente. —asintió la princesa.
Aquidmo, con la gravedad que otorga la experiencia, asintió con un leve movimiento de cabeza antes de responder:
—Sí, su majestad. La vimos reptar por estos lares, un horror de proporciones indecibles, como salido de las pesadillas de los ancianos o de las fábulas que se cuentan al caer la noche. Pero tal como llegó, desapareció en un parpadeo. Si hemos de creer a nuestros propios ojos, su rumbo la llevó hacia las tierras de Alejandrina.
La princesa agradeció la información y, con una inclinación de cabeza, se despidió de los pastores, volviendo a la nave metálica que les conducía.
—Nos dirigimos a Alejandrina. —ordenó a Nicolasa con determinación.
—Como usted ordene, su majestad. —contestó la piloto con un dejo de desdén, su tono rebosante de una antipatía apenas disimulada.
—No sé qué es lo que te traes entre manos, Nicolasa, pero te ruego que moderes tu actitud. —le advirtió Ira, sin apartar la mirada de ella.
—Yo solo sigo órdenes, no hay necesidad de exaltarse. —respondió la aludida con fingida inocencia.
—Como sea. —concluyó la princesa, sin ánimos de prolongar la discusión.
Fue entonces cuando sintió el roce delicado de una mano sobre la suya. Ari le sonreía, su dulzura capaz de apaciguar tormentas.
—Mantente serena. —murmuró la visitante de Andrómeda, con la ternura de quien doma la tempestad con un susurro.
Ira entrelazó sus dedos con los de Ari, estrechándolos con un gesto que hablaba más que las palabras.
—Sabes… —musitó con un tono que oscilaba entre la confesión y la revelación—, con cada minuto que transcurre, más siento que te conozco, y cuanto más te descubro, más me maravillas. Al principio, sin la necesidad de pedirle a Mel que mirase el color de tu aura, supe que eras un ser de luz. Pero hay algo más en ti que me cautiva…
Ari la miró con expectación, su mirada refulgente como el fulgor de las estrellas distantes.
—¿Qué es lo que más te cautiva? —preguntó, inclinándose apenas hacia ella.
—Eres como Pandora… —susurró Ira con solemnidad—. Como aquella caja mítica que contenía todas las desgracias del mundo, pero que, en su último rincón, resguardaba la esperanza. Tú eres esa esperanza, Ari. Y aunque mi vida ha sido un campo de batalla, una guerra perpetua en la que me atrinchero contra mis propios miedos, tú, con tu sola presencia, desmoronas mis defensas. No necesitas alzar la voz para proclamar tu verdad… porque tu sonrisa lo dice todo.
Ari no respondió de inmediato. La profundidad de aquellas palabras la había sumido en un silencio reverente. Pero en sus ojos, en el leve temblor de sus labios, se dibujaba la certeza de que aquellas confesiones no caerían en el olvido. Se aproximó con suavidad, y sin mediar más palabras, depositó un beso en la mejilla de Ira, tan próximo a sus labios que la línea entre lo accidental y lo intencionado quedó difuminada en un instante etéreo.
—Espero con ansias saberlo pronto. —susurró Ari, con una traviesa sonrisa que hizo arder las entrañas de la princesa en un fuego que, lejos de consumirla, la hacía renacer.