¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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Que mal bailas
—¡Alto ahí! —dice el militar, pistola en mano.
No puedo ver nada porque sigo oculto junto a un Marcos que me hace señas para no moverme, y una Carla a la que escucho temblando, y a un Francisco en su máscara de cerdo que se queda quieto mientras las gotas revientan como hielo en nuestras cabezas enmascaradas. Evito las señas del "besa perros" y apenas pongo mi ojo más allá de la cabina para ver lo que hace Iván. Está con las manos en alto, todavía con la máscara puesta, muy a pesar de la exigencia del militar para que se la quite.
—¡Quítate la máscara y arrójate al suelo! —exige el militar.
—Es que tengo un problema —dice Iván. Las luces en su máscara guiñan.
—¡Hazlo o te disparo! —El militar no da tregua.
—Si me lanzo al suelo no podré bailar. —El argumento de Iván también me saca de lugar.
—No lo repetiré. —Si mi visión no me falla, creo que el militar rodea el gatillo, listo para apretarlo.
¿Y qué hace Iván? Se pone a bailar bajo la lluvia, a danzar como el cisne del ballet. Estira sus brazos y gira, y quiebra las muñecas y alza sus pies en puntillas. Lo hace a lo largo de la calle, cada vez avanzando. El del arma tiembla, no sé si por el frío o por el susto. Espero que Iván haga una señal y nos avise algo, ¡al menos un gesto para ir en su ayuda! Nos ignora, seguramente porque no importamos. Aprieto mis dientes y el ardor de mi cara evapora la humedad de mi rostro. Sigue lloviendo, sigue haciendo frío, pero ahora mismo estoy hirviendo tanto que derrito la acera.
—¡Dije alto! —El militar lanza otra advertencia.
Sin embargo, el chico del morral sigue danzando al ritmo de las gotas del cielo, y da un giro sacando mucho el pecho, igual que las palomas mojadas, y al final lo pega del cañón de la pistola. El soldado usa el cuerpo de Iván para evitar que su pistola tiemble, y creo que la hunde en su traje, justo en el corazón.
—¿Te gustó mi baile? —quiso saber Iván.
—Si te atreves a cometer alguna locura... —Los dientes del guardia chocan una y otra vez; su habla vibra—, te volaré el corazón.
Vuelvo a mirar a los chicos, tratando de que reaccionen y se liberen de su inmovilidad para ir a rescatar a Iván. No sé, nunca fui bueno lanzando puños, o patadas. Solo soy un amante de los monopatines. Quizás pueda tomar algo de la basura y lanzarme muy rápido sobre el militar, y golpearlo por dónde se me ocurra. Carla y Francisco pueden darle patadas, y tal vez Marcos lo maree con su aliento de perros muertos. O sea, somos cuatro contra uno, los números nos apoyan.
Claro que está la pistola, lo sé, uno que otro puede conseguir algunos balazos. Vale, no podemos salir a golpearlo de buenas a primeras, porque Iván sería el primer perjudicado, y la idea es salvarlo. Él es nuestra princesa de Mario Bros, y el militar es uno de los villanos o jefes que aparecen al final del camino. ¡Iván debe salir ileso! ¿Pero cómo diablos? Las ideas vuelan en mis dimensiones más internas.
Estoy temblando mucho como para indagar en supuestos planes, solo quiero aventarme sobre ese militar como una mujer a la que le quitan su marido, y arañarlo hasta que suelte la pistola o hasta que me dé un balazo. ¡Ay Dios! Y estos compañeros míos que siguen ahí acurrucados, con las luces intermitentes en sus máscaras de animales, tan tranquilos que hasta me atrevo a pensar que quieren Iván se vaya al otro mundo.
¡No! No puedo permitirlo.
Iván y el militar están silenciosos, uno apuntando y el otro siendo apuntado con la pistola en el pecho. La tormenta calma sus gotas, insegura, indecisa e impertinente, como mis deseos de auxiliar al chico del morral. Me preparo para poner en acción mi rescate cuando Iván estira su cuello y las luces de su máscara destellan en las pupilas del militar.
—¿Te gustó mi baile? —vuelve a preguntar.
El militar solo ve las luces en los ojos enmascarados de Iván. Está inmóvil, tal vez disperso en sus pensamientos. Noto que comienza a debilitar la presión de su pistola en el pecho de Iván, y hasta la baja lentamente. Entonces Iván retrocede, y él también. Iván baila y él también. Iván se lanza al suelo y él también. Siguen así, danzando como los bailarines del manicomio. Me pierdo tanto en ellos que no me fijo en mis compañeros. Volteo y ya no están, volteo otra vez hacia Iván y el militar y me los encuentro. Están reprendiendo al soldado.
Corro para ayudarlos, pero solo los estorbo. Retrocedo y permito que ellos culminen con su trabajo. Iván saca una soga de su morral y ata al militar, y para mi sorpresa lo terminan llevando a su patrulla. Apagan el auto, abren la maletera y ahí lo meten.
—Espéranos dentro de la patrulla —pide Iván, mientras intentan cerrar la maletera que por alguna razón no quiere cerrar.
Aprovecho la ocasión para invadir el asiento del copiloto. O sea, me gusta el lugar del copiloto porque te muestra una visión envidiable del panorama y el horizonte. Hay café en el portavaso, y el sudor del envase me avisa que aún está tibio. Retiro la máscara de coala de mi rostro y bebo un buen sorbo. Hay un radiotransmisor muy cerca del asiento del conductor. De pronto, escucho que de este se cuela la voz de una señora que dice:
—Atención a todas las unidades, hemos recibido la notificación de que cinco individuos enmascarados y con aptitud muy sospechosa fueron avistados cerca del Arción Bulevar. Patrullas en las cercanías, hagan un rastreo del área.
Ya no escucho a la mujer, solo la respuesta de los que la escucharon. Lo peor de todo es que no dijo "Cambio" o como debería ser: "Cambio y fuera". O sea, es una regla que según las películas no se debe romper.
Carla ocupa el asiento del piloto, y el resto del grupo los asientos traseros. Cierran las puertas y ponen a correr la patrulla. Cuando se quitan las máscaras se les nota algo de cansancio en su respiración, pero responden a la agitación con risas. ¡Se ríen! Vale, no sé de qué, pero yo también comienzo a carcajear para no quedar como un imbécil.
—Vaya Iván, ¡bailas muy mal! —Carla gira el volante a toda velocidad, y por lo que noto, enciende la sirena de la patrulla.
—Tan terrible que terminó desquiciando al soldado —concuerda Francisco.
—Y creo que no será el mismo de antes —Marcos se limpia los dientes.
Ellos vuelven a reír. Si el terrible baile de Iván fue capaz de hipnotizar al militar, no me quiero ni imaginar lo que puedo ocasionar si bailo frente a otros. Lo más seguro, es que los termine matando de inmediato.