Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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Cuando el recuerdo toca la puerta
La habitación estaba quieta, pero no en calma.
La noche afuera era falsa. A través de las ventanas rotas del hospital, se extendía una negrura líquida que parecía pegada al cristal, como si algo se arrastrara del otro lado, esperando que alguien lo mirara. No había estrellas, ni luna, ni siquiera viento.
Solo ojos. Incontables. Todos abiertos. Todos sin párpados.
Soledad se sentó sobre el colchón desecho de una camilla oxidada. Había despertado ahí. Sin recordar cómo llegó. El altar, la figura encapuchada, el libro con los nombres… todo había sido arrastrado a un rincón de su memoria que dolía solo con intentar tocarlo.
Apretó los dientes.
—No te duermas otra vez… no aquí.
Un ruido metálico sonó a lo lejos. Como un bisturí cayendo en una bandeja de acero.
—¿Hola? —preguntó, sin levantarse.
Silencio.
Y luego, pasos.
Pero no en el suelo.
Venían desde las paredes.
Soledad se puso de pie lentamente, sintiendo cómo sus huesos crujían bajo la tensión acumulada. El aire dentro de la habitación no tenía olor. Era como si lo hubieran filtrado para que nada pudiera ser reconocido. Ni sudor, ni óxido, ni miedo.
Solo la sensación de estar observada.
Giró hacia la puerta.
No estaba cerrada.
De hecho, ya no estaba.
La pared se había tragado el marco, como si nunca hubiera existido. En su lugar, un pasillo formado por estructuras vertebrales humanas se extendía, curvo, hacia abajo. Cada costilla sobresalía de las paredes como barandales.
—No… otra vez no…
Pero sus pies ya se estaban moviendo. Como si el hospital la llevara donde debía estar, y no donde ella quisiera.
Elías estaba despierto.
Había estado despierto por más de dos días, pero su cuerpo aún no le exigía descanso. El mundo parecía operar con otras reglas. El reloj del auto estaba detenido a las 3:07 AM desde que salió de Velmont. Sin embargo, el sol salía y se escondía con regularidad. El tiempo era maleable, como si lo observara desde dentro de una pecera torcida.
Bruna lo llamó.
—¿Dónde estás ahora?
—A medio camino entre nada y ningún lugar.
—¿Velmont?
—Sí, pero no el hospital. Estoy cerca del lugar donde dicen que se construyó el pueblo por primera vez. Antes de que lo destruyeran. Antes del silencio.
Bruna hizo una pausa.
—Ese sitio ya no existe.
—¿Por eso me hablás como si estuviera muerto?
—No, Elías. Te hablo como si fueras a convertirte en lo que sigue.
Él apagó la llamada.
Se bajó del auto.
Frente a él, una casa. De arquitectura colonial. Destrozada por el tiempo y por algo más violento que la lluvia. La pintura descascarada mostraba símbolos dibujados en lo que parecía sangre seca. Símbolos que no se repetían, pero que se movían cuando uno no los miraba directo.
Entró.
Dentro, el ambiente cambió.
No olía a viejo.
Olía a incienso y a carne curada. A fe antigua. A rituales prohibidos.
La casa estaba vacía.
Pero también… llena.
El piso crujía sin que él lo pisara.
Los espejos respiraban.
Y los retratos giraban sus ojos cuando no los observaba.
—¿Lucía?
El nombre se deslizó fuera de sus labios sin permiso.
Y el eco respondió.
—Aquí no es donde ella nació… es donde fue invocada.
Mientras tanto, Soledad descendía.
El pasillo vertebral la llevó a una cámara circular. El techo era de cristal… pero no mostraba el cielo.
Mostraba recuerdos.
—Ese es…
Era Elías.
Niño.
Encerrado en un casillero escolar. Golpeado. Llorando. Solo.
Luego, la escena cambió.
Una sala de hospital.
Lucía en una cama. Electroencefalograma plano. Ojos abiertos. Pero sin ver.
Y luego, un nombre escrito en tinta negra:
"Sala 0: Proyecto Reloj de Arena"
Soledad dio un paso atrás.
—¿Qué es esto…?
Una figura se deslizó a su lado. No caminaba. Flotaba. Era la mujer del altar. El rostro sin ojos. Solo piel estirada, como si nunca hubiera tenido rostro, sino la idea de uno.
—Estos son los pilares de la grieta. Cada imagen, cada dolor, cada decisión no tomada… es una hebra en el tejido que nos une al Testigo.
—¿Elías fue parte del proyecto?
—No. Fue un accidente.
—¿Y Lucía?
—Lucía fue el resultado.
Soledad se giró.
—¿Y yo?
—Tú… fuiste la llave que abrió la puerta otra vez. Todo debía repetirse. Pero ahora, puedes cerrarla.
—¿Cómo?
—Con dolor.
—¿Qué dolor?
—Aquel que aún no has sentido.
Y la figura desapareció.
La casa que exploraba Elías crujió de nuevo.
Esta vez, con voz.
—Regresaste…
No era Lucía.
No era Bruna.
Era Ana.
—Ana… —dijo, con la voz hecha polvo.
Ella apareció en la escalera.
Pero no era la misma Ana. Su piel estaba quemada. Su cabello era un río oscuro cayendo sobre su espalda. Sus ojos eran agujeros.
—Te dije que no lo buscaras.
—Él me necesita.
—Elías… tú no puedes salvar a un reflejo. Y eso es lo que queda de él.
—¿Dónde está Soledad?
Ana bajó un escalón.
Y el mundo tembló.
—Ella ya cruzó. Ella ya se miró a sí misma. Tú aún no.
Elías se acercó.
Ella extendió la mano.
—¿Qué ves?
—Tu mano.
—No. Mira.
Él lo hizo.
Y entonces vio su reflejo en una ventana al fondo de la sala.
Pero el reflejo no lo imitaba.
El reflejo lloraba sangre.
Y sonreía.
Ana se desvaneció.
Y en la puerta de la casa, estaba Lucía.
—¿Podés decirlo?
—¿Decir qué?
—El nombre. El suyo.
Elías negó con la cabeza.
—No voy a hacerlo.
—Entonces, él lo dirá por vos.
Y todos los relojes de la casa comenzaron a sonar.
Soledad encontró una sala llena de pacientes dormidos.
Camillas flotantes, cuerpos sin nombre, todos conectados a máquinas que escribían sin tinta, como si sus sueños fueran registros vitales.
Se acercó a una de las camillas.
Lucía.
Pequeña. Vulnerable.
Pero al mismo tiempo… inhumana.
Soledad tocó su mano.
—Lucía…
La niña abrió los ojos.
Y dijo una sola palabra:
—Recuerda.
Elías despertó con sangre en la boca.
Estaba en el suelo de la casa, rodeado de símbolos nuevos. Los relojes habían parado. Y en la pared frente a él, estaba escrito con carbón:
"La próxima puerta no se abre. Se traga."
Se puso de pie con dificultad.
Y caminó hacia afuera.
La noche había cambiado.
La calle era un río negro.
Y del cielo… llovían dientes.
Soledad sintió que algo dentro de ella se rompía.
La niña la miraba.
Y detrás de Lucía, cientos de versiones de la misma niña, con ropas distintas, edades distintas, miradas distintas.
Todas ellas atrapadas en un ciclo de repeticiones.
Todas ellas… grietas.
Y entonces entendió.
Lucía no era una persona.
Era una manifestación del dolor colectivo. Un eco traumático del mundo.
Un conducto.
Un lenguaje.
Un mapa.
Y ella estaba aprendiendo a leerlo.
Elías cayó al suelo cuando el cielo se partió.
Del horizonte emergió algo alto, con brazos como ramas secas, con un torso formado de columnas vertebrales, y una cabeza que giraba sin parar, como si buscara a quien mirarlo.
El Testigo.
Y detrás de él… la silueta de Soledad.
—¡Soledad!
—¡No mires su rostro!
Pero era tarde.
El Testigo se detuvo.
Y lo miró.
Y Elías… recordó.
Todo.