¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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La ciudad que duerme
Aunque lo veo, lo siento y lo vivo me niego a creerlo. O sea, ¡salí de mi casa!
El agua ha crecido mucho sobre las calles y discurre ríos enteros por las avenidas. Yo la pateo como si fuera un balón y salpico a las aceras y los postes de luz ya mojados. Brinco, salto como las ranas y me deslizo por el pavimento como si fuera un tobogán, uniéndome al bochinche que Carla, Iván, Francisco y Marcos iniciaron.
No nos importa nada en absoluto el hecho de que estamos gritando como locos y riendo como hienas, y con nuestras algarabías mandamos a la cuarentena al diablo. Yo los sigo, me oriento por sus alocados gestos, por sus aplausos, y por sus dedos medios, mostrándose a los carteles que dicen, en letras muy grandes:
¡QUÉDATE EN CASA!
Pues no carteles, para su desgracia andamos sueltos en el paraíso. La lluvia nos acompaña en nuestra travesía por las calles céntricas de la ciudad de luces apagadas. Los perros nos ladran desde los balcones, y algunas personas que fuman desde sus terrazas nos señalan, impresionados, como si estuviéramos haciendo algo o demasiado malo o demasiado impactante. O sea, solo andamos recorriendo la ciudad, algo normal y cotidiano, pero desde luego, prohibido. Aunque no para nosotros.
—¡Despierta! —grito, y grito demasiado fuerte.
Hay ventanas a oscuras, pero de pronto se encienden con mis gritos de coyote. Los inquilinos que sacan sus cabezas nos miran asustados, conmocionados, es como si nosotros fuéramos una amenaza. Creo que llaman a la policía, porque puedo ver que marcan a sus teléfonos. Sin embargo, ellos no importan, nadie importa, ni Carla, ni Francisco, ni Iván, ni Marcos, ni siquiera yo. Solo importa lo que nos hará importante.
Corremos muy fuerte mientras pateamos la lluvia, riendo y aplaudiendo. Aprovecho la oportunidad para atravesarme en medio de la calle, saltar y vociferar hasta que mis pulmones revienten:
—¡Despierta! —Desgarro mis cuerdas vocales.
—¿A quién intentas despertar? —Carla se me acerca a un oído.
—A la ciudad —le respondo a su máscara de gato—. Es que está dormida, noche y día, y no quiere despertar.
—Vale, te ayudaré a despertarla. —La máscara opaca su voz, aun así, su grito se escucha chillón—: ¡Despierta!
Iván, Marcos y Francisco también se atraviesan en la mitad de la calle junto a nosotros, y entonces se unen a nuestras bullas bajo la tormenta.
—¡Despierta! —gritan al unísono.
—¡Despierta! —repito yo.
—¡Despierta! —repiten ellos.
Ellos y yo, en plena tormenta, gritando como si fuéramos cornetas hipersónicas. Me imagino la cara estupefacta de los inquilinos que se asoman desde sus apartamentos, viendo nuestras máscaras led de animales, y llamando a la policía para decir:
—Aló, ¿policía? Hay cinco locos gritando frente a mi apartamento. Vengan rápido, llevan máscaras y creo que son terroristas.
No señores, somos sus salvadores. Haremos que conozcan la verdad y destruiremos a un tal dragón de lengua negra, y tal vez después vayamos a la plaza de las orquídeas a pasar un rato con los monopatines. Aunque por ahora solo gritamos por toda la avenida, intentando despertar a la ciudad que duerme y sigue con las luces apagadas aunque estén encendidas.
Una patrulla se acerca por el horizonte, y nos arrinconamos en una transversal a esperar que pase. Está a oscuras, gracias a Dios. Nos acurrucamos detrás de una cabina de basura, titiritando por el agua gélida que sigue mojándonos desde las densas nubes. El radiotransmisor de Iván balbucea la estática, y él lo saca del cinturón, estirando apenas el cuello para ver la patrulla que está estacionada a la mitad de la calle.
—Aquí Héctor. —Se escucha la voz que habla desde el radio— ¿Infórmame de la posición del equipo? Cambio.
—Un demonio nos acecha. Cambio. —Iván se quita la máscara de perro y observa atentamente al militar que penetra la calle a oscuras y usa una linterna para alumbrar el perímetro.
Diablos, se está acercando mucho. Seguro viene armado, y para empeorarlo todo apunta cada esquina, cada rincón. La luz se desparrama muy cerca de nuestro escondite, y casi toca la bota de Iván. Él apaga su radiotransmisor y nos observa, o más bien es su máscara la que lo hace. Entonces saca de su morral una jeringa y un frasco muy pequeño. Extrae del líquido que hay en el interior y se lo inyecta, quizás está apretando los labios bajo la máscara.
—Tengo un plan —dice. Vuelve a esconder en su morral la inyectadora y el frasco.
Luego se levanta y enfrenta al militar.
