Toda mi vida deseé algo tan simple que parecía imposible: Ser amada.
Nací en mundo de edificios grises, calles frías y rostros indiferentes.
Cuando apenas era un bebé fui abandonada.
Creí que el orfanato sería refugio, pero el hombre que lo dirigía no era más que un maltratador escondido detrás de una sonrisa falsa. Allí aprendí que incluso los adultos que prometen cuidado pueden ser mostruos.
Un día, una mujer y su esposo llegaron con promesas de familia y hogar me adoptaron. Pero la cruel verdad se reveló: la mujer era mi madre biológica, la misma que me había abandonado recién nacida.
Ellos ya tenian hijos, para todos ellos yo era un estorbo.
Me maltrataban, me humillaban en casa y en la escuela. sus palabras eran cuchillas. sus risas, cadenas.
Mi madre me miraba como si fuera un error, y, yo, al igual que ella en su tiempo, fui excluida como un insecto repugnante. ellos gozaban de buena economía, yo sobrevivía, crecí sin abrazos, sin calor, sin nombre propio.
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Capitulo 16:"Entre petalos y cadenas"
El Festival de las Flores era uno de los eventos más esperados de la primavera. Las calles de la capital se llenaban de arcos decorados con guirnaldas de rosas y lirios, mientras las doncellas repartían coronas tejidas a los niños y los mercaderes exhibían sus mejores productos. En los cielos, los globos de papel de colores ascendían lentamente, como si quisieran competir con las nubes por llamar la atención.
La niña caminaba junto a su madre y hermanos, vestida con un delicado vestido color marfil adornado con flores bordadas en hilo dorado. A su alrededor, las miradas se posaban inevitablemente en ella: no por engreída, como en el pasado de esa vida, sino porque había adquirido un aire sereno, casi distante, que la hacía resaltar entre el bullicio.
Pero su paz interior se quebró al escuchar una voz demasiado familiar.
—Pensé que tardarías más en aparecer —dijo Edmund von Asterion, acercándose con esa expresión imperturbable que tanto la irritaba.
Ella giró apenas el rostro, y en su mente tronó con fastidio:
"¿Este mocoso acaso no se cansa de molestarme? No me gustan los menores, y menos los que creen que pueden leerme el alma con solo mirarme."
Con una sonrisa apenas educada, respondió en voz baja:
—Lord Edmund, espero que disfrute del festival.
Era la forma más diplomática que encontró para cortar la conversación. Sin embargo, Edmund se mantuvo a su lado, caminando con la misma calma, como si la multitud entera no existiera. Sus hermanos, siempre atentos, intercambiaron miradas: no intervenían, pero su postura rígida bastaba para advertir a Edmund que vigilaban.
El festival parecía continuar sin incidentes, hasta que un grito desgarrador rompió el aire festivo.
—¡Suéltenme! ¡No!
La niña detuvo sus pasos. La voz provenía de un callejón lateral, escondido tras los puestos decorados. Nadie parecía prestarle atención: la música y las risas cubrían el sonido, como si la ciudad misma quisiera ignorar lo desagradable.
Movida por un instinto imposible de contener, se apartó de la multitud y se acercó. Allí, entre las sombras, presenció una escena que heló su sangre: un hombre robusto, de aspecto ruin, arrastraba con violencia a un niño híbrido, una criatura con orejas puntiagudas y una cola que delataba su linaje no humano. Su ropa estaba hecha harapos, y su rostro marcado de golpes.
—¡Camina, escoria! —rugió el hombre, alzando la mano para golpearlo de nuevo.
La niña se quedó paralizada, el corazón latiendo en su garganta. No era solo una escena de crueldad; era un eco de su propio pasado. Recordó a la pequeña ella, maltratada, ignorada, confundida.
"¿Por qué… por qué siempre es igual? Niños indefensos convertidos en víctimas del poder de otros…".
Edmund apareció detrás de ella, su sombra proyectándose sobre el suelo. Al ver la escena, sus ojos azules se oscurecieron con un brillo frío.
—Un traficante —murmuró, con un tono cargado de desprecio.
Los hermanos de la niña llegaron enseguida, y el mayor posó una mano firme sobre la empuñadura de su espada. La tensión se volvió insoportable: las risas lejanas del festival contrastaban con la violencia a punto de estallar en ese callejón.
La niña, sin pensarlo, dio un paso adelante.
—¡Basta! —su voz tembló, pero resonó clara.
El traficante se giró, sorprendido al ver a la pequeña noble. Una risa áspera escapó de su garganta.
—¿Y qué cree esta muñequita de porcelana que va a hacer? Vuelva con sus flores y sus dulces, señorita. Esto no le incumbe.
Ella apretó los puños. Su corazón maduro sabía que involucrarse era peligroso, que un paso en falso podría arruinar su reputación… pero sus recuerdos de dolor le impedían quedarse de brazos cruzados.
Edmund la observaba en silencio, pero en sus labios se dibujó una leve sonrisa. No era burla: era reconocimiento.
"Ella no es una niña común… ni siquiera es la villana que dicen."
El híbrido levantó sus ojos llenos de lágrimas, y en ese instante, la niña tomó una decisión que alteraría el destino:
—Él no se irá contigo —dijo con firmeza, cada palabra pesando más que su pequeña figura.
Y aunque no lo sabía aún, esa elección sería el comienzo de una guerra invisible, donde su papel de “villana” se transformaría en el de alguien que desafiaría el orden establecido.
El festival había terminado en un torbellino de rumores. La música y las risas se desvanecieron como un recuerdo efímero, pero el eco de un solo acto resonaba en cada esquina de la capital: la hija del gran duque se había enfrentado a un traficante de esclavos en plena calle.
Al regresar a la mansión, la niña apenas había tenido tiempo de cambiarse el vestido cuando un sirviente llegó jadeando:
—Su excelencia el duque… la espera en la oficina.
El corazón le dio un vuelco. No temía a su padre, pero sabía que aquello sería un asunto delicado. Caminó por los pasillos alfombrados con paso firme, acompañada por el silencio expectante de los sirvientes. Todos habían oído ya los rumores.
La puerta se abrió, revelando la imponente figura del duque. Alto, de cabello oscuro y ojos penetrantes, emanaba un aura que imponía respeto sin necesidad de levantar la voz. En su escritorio se amontonaban informes y cartas, muchas de ellas con sellos rotos apresuradamente.
—Siéntate. —Su tono fue seco.
Ella obedeció, sentándose en la silla frente al escritorio.
El duque entrelazó los dedos y la miró en silencio por un largo momento. Finalmente habló:
—¿Qué creías que estabas haciendo?
La niña respiró hondo.
—Defendí a alguien que no podía defenderse solo.
Un músculo se tensó en la mandíbula del duque.
—Podrías haber muerto. Un traficante de esclavos no es un simple criminal de callejón. No solo pusiste tu vida en riesgo, sino también el nombre de esta casa. ¿Tienes idea de lo que dirán los demás?
Ella bajó la mirada un instante, pero luego la levantó con firmeza.
—Si debo ser vista como una villana por hacer lo correcto, entonces lo acepto.
El silencio cayó como un peso en la sala. El duque la miró, sorprendido por la madurez en esas palabras, impropias de una niña de su edad. Sus ojos, sin embargo, suavizaron apenas, aunque su voz siguió siendo grave.
—Eres hija de un duque. Tus decisiones tienen consecuencias más allá de ti. —Se levantó, caminando hacia la ventana—. Pero… —una pausa— hay momentos en los que un verdadero noble debe ensuciarse las manos por justicia.
Ella lo observó, confundida.
El duque suspiró.
—Tu acto ha traído problemas, pero también ha mostrado valor. No volverás a poner en riesgo tu vida sin protección. ¿Entendido?
Asintió, apretando las manos sobre su regazo.
Antes de que pudiera responder, un caballero de la guardia entró con un informe.
—Mi señor, el traficante ha sido capturado y está siendo interrogado. El niño híbrido… pide ver a la señorita.
El corazón de la niña dio un salto.
El duque arqueó una ceja.
—Ese pequeño desgraciado ya se ha encariñado contigo, parece.
Ella bajó la mirada, recordando la súplica en los ojos del híbrido. En silencio, sintió un nudo en la garganta: nadie nunca había visto en ella una salvadora.
Cuando la noticia se esparció entre los nobles, las críticas no se hicieron esperar:
—Una duquesa que se rebaja a defender esclavos…
—Inaceptable.
—Se comporta como una niña caprichosa, no como una heredera.
Pero entre esas voces, se escuchó también otra: la fría, cortante y calculada voz de Edmund.
—Quien la critique, lo hace por miedo. Ella solo mostró lo que ninguno de ustedes se atrevería a hacer: justicia.
La niña, que lo escuchó de lejos, frunció el ceño con fastidio.
"¿Por qué siempre se entromete este mocoso? No necesito un salvador… no esta vez."
Pero muy dentro de sí, una chispa cálida amenazaba con encenderse, aunque ella se empeñara en apagarla.