🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 17 – Código secreto
Desde que casi los pillaron en la cocina, Lucía y Diego habían subido el nivel de complicidad.
Ya no se trataba solo de miradas: ahora jugaban a comunicarse en clave.
En el desayuno, cuando Carla hablaba sin parar de la serie que había maratoneado en dos días, Diego se pasaba el azúcar aunque Lucía no lo hubiera pedido. Ella lo devolvía con un roce de dedos apenas perceptible. Nadie parecía notarlo, pero para ellos era un pequeño terremoto.
En el pasillo, al cruzarse, él murmuraba frases absurdas como:
—Misión cumplida.
O bajaba la voz dramáticamente:
—Agente en posición.
Lucía tenía que morderse la lengua para no soltar la risa, lo que solo lo motivaba más.
—Sois rarísimos —dijo Javi un día, viendo cómo ambos reían por nada mientras él intentaba arreglar la antena de la tele.
—Es humor inteligente, no lo entenderías —respondió Diego con la mayor seriedad del mundo.
Lucía casi se atragantó intentando no reírse.
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Una tarde, mientras doblaban la ropa del tendedero, Diego le pasó una camiseta y, al hacerlo, sus dedos dibujaron una “X” rápida en la palma de su mano. Nadie más lo vio.
Lucía enrojeció, entendiendo perfectamente lo que significaba: “misión completada”.
Lo peor era que empezaba a acostumbrarse a estos códigos y a esperarlos.
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Una noche, en el salón, jugaron una partida de cartas entre todos. Carla barajaba como si la vida le fuera en ello, Javi protestaba porque siempre perdía, y Diego aprovechó para deslizarle a Lucía un papelito doblado bajo la mesa.
Ella lo abrió disimuladamente:
“Si ganas, premio.
Si pierdes, también.”
Lucía alzó la vista, fingiendo concentración, aunque el rubor la delataba.
—¿Por qué sonríes sola? —preguntó Carla, arqueando una ceja.
—Eh… porque Javi va a perder otra vez.
—¡Oye! —protestó Javi, mientras Carla estallaba en carcajadas.
Diego fingió revisar sus cartas, pero le lanzó a Lucía una mirada tan descarada que ella tuvo que taparse la boca para que no se le escapara la risa.
Cuando finalmente ganó la ronda, Diego carraspeó teatralmente y dijo:
—Bueno, yo me retiro. Necesito… aire fresco.
Lucía esperó un par de minutos y luego se levantó con una excusa improvisada:
—Yo saco la basura.
Carla levantó la vista del mazo y la miró con sospecha.
—¿A estas horas?
—Me molesta verla ahí —respondió Lucía demasiado rápido, y salió antes de que nadie pudiera replicar.
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En el rellano, Diego ya la esperaba apoyado contra la pared, con esa sonrisa que era mitad travesura, mitad triunfo.
—Estás fatal —dijo ella, guardando el papelito en el bolsillo.
—Lo sé. —Él se encogió de hombros y se inclinó un poco más—. Pero admítelo: te encanta.
Ella abrió la boca para replicar, pero no tuvo tiempo. Diego la calló con un beso rápido, fugaz, como una chispa. El eco de pasos en la escalera los hizo separarse de inmediato, conteniendo la risa como dos adolescentes atrapados.
—Un día nos van a descubrir —susurró Lucía, todavía con el pulso acelerado.
—Y ese día será legendario —replicó él, divertido.
Cuando regresaron al piso, Carla y Javi seguían discutiendo sobre quién barajaba peor. Nadie sospechó nada.
Lucía y Diego intercambiaron una última mirada cómplice antes de volver a sentarse como si nada hubiera pasado.
El juego continuaba. Solo que ahora, cada gesto cotidiano era un nuevo código secreto entre ellos… y Carla empezaba a mirarlos demasiado fijamente.
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