Vidas Paralelas

Kate

La semana había pasado tranquila y anodina. Entre dar mis clases de arte en el instituto, ser madre y esposa, había logrado cierta ilusión de normalidad. Sin embargo, no podía sacar de mi cabeza lo vivido en aquel club la semana pasada. La imagen de Sasha, con su sonrisa enigmática y su propuesta irreverente, me perseguía en la soledad de mis pensamientos. Miraba a Austin y me preguntaba qué tanto la conocía.

—¿Estás bien, amor? —me preguntó una noche, al notar mi mente perdida en la distancia.

—Sí, solo... tengo muchas cosas en la cabeza —respondí, tratando de que la confusión no se notara en mi voz.

Austin siempre era comprensivo, nada criticón. Él, que estaba tan ansioso por que yo me desarrollara como mujer, me hacía preguntas que me llevarían a una introspección incómoda. A veces quería ser más como él, más libre, más despreocupada. Pero siempre había una voz en mi cabeza, un eco de moralismo que me decía que estaba mal cuestionar nuestra vida marital.

Una noche, después de leerle un cuento a Sofi y asegurarme de que dormía plácidamente, decidí tomarme una copa de vino, como un pequeño acto de rebelión. Era mi ocasión para investigar sobre el club que había visitado. Entre un sorbo y otro, mi computadora comenzó a abrir ventanas aterradoras y fascinantes.

—Vamos a ver qué es este Club Swinger —musité para mí misma, mientras mi corazón latía con fuerza.

En minutos, el significado se dibujaba ante mis ojos. Un lugar donde las interacciones íntimas eran la norma, donde las reglas del matrimonio se desdibujaban y uno podía explorar deseos ocultos. Era excitante y espeluznante.

De repente, me encontré leyendo sobre el Shibari. Las imágenes de hombres y mujeres atados con intrincados nudos de cuerdas me hicieron sentir un escalofrío. Cerré la laptop de golpe, avergonzada.

—¿Qué me pasa? —murmuré mientras me hundía en las sábanas.

A partir de ese momento, las preguntas no cesaron. Todo parecía girar en torno a mí. Recordé que, en ocasiones, Austin recibía mensajes de números desconocidos, miradas furtivas por parte de enfermeras.

—¿Qué pasa si él busca otra cosa? —susurré, más para mí que para el silencio de la habitación.

Mi mente estaba en un torbellino, con pensamientos que me acusaban y despertaban inquietudes.

De repente, me di cuenta. “La última vez que le hice un oral... ¿Cuándo fue?” Cada respuesta en mi cabeza me hacía sentir más pequeña. ¿Estaba fallándole?

La noche se convirtió rápidamente en un torbellino de confusión y deseo reprimido. Con un suspiro de rendición, finalmente caí en un sueño inquieto y tumultuoso.

En mi sueño, me encontraba en un lugar clandestino, un refugio de deseo y desenfreno. Las luces tenues danzaban sobre cuerpos desnudos, mientras la música de liras y flautas llenaba el aire con una sensualidad palpable. Era un templo a la sensualidad, un lugar donde la moralidad se desvanecía entre risas y susurros.

Me dejé llevar por el ambiente, vistiendo una túnica ligera que abrazaba mis curvas. Hombres y mujeres se movían con gracia, sus cuerpos tan distintos pero igualmente deseables. Recordé las historias sobre los griegos: sus ojos oscuros y profundos, los músculos forjados por años de ejercicio, y sus labios carnosos que prometían placeres inimaginables. Las mujeres, igual de cautivadoras, con piel bronceada, cejas arqueadas y una seguridad que hacía temblar mi corazón.

Me moví entre cuerpos danzantes, sonrisas cómplices y una sensualidad arrolladora. No había juicios, solo caricias y susurros que prometían liberación, me sumergí en interacciones emocionantes.

En el fondo, una mujer cuya belleza recordaba a una diosa griega de cabello oscuro se acercó a mí, su risa era un canto que atrajo mi atención. Después un hombre de mirada intensa, su cuerpo esculpido como una estatua de mármol se acercaba también, su mirada cargada de deseo. Juntos, formamos un triángulo de placer, donde cada toque era un descubrimiento nuevo.

La sensación de sus manos sobre mi piel era electrizante. Sus labios buscaron los míos, y me sentí perdida entre sus caricias. La combinación de nuestros cuerpos era una danza celestial en el que el sexo se volvió arte, cada toque una sinfonía de placer donde nuestros cuerpos se entrelazaban en coreografías fluidas. La pasión se encendía, y las inhibiciones se desvanecían como el humo de los inciensos que impregnaban el ambiente. Cada suspiro, cada susurro, cada roce, me acercaba más a un clímax de sensaciones.

De pronto, una mirada familiar me sacó de la fantasía. Austin, era aquel hombre y la mujer cuyos dedos seguían explorando mi piel, entre caricias y besos era Sasha. Por un instante ambos se detuvieron y me miraron atentos a mis movimientos y me sentí paralizada.

Al despertar, la confusión se transformó en una ola de deseo, sudor y una inquietud que me dejó helada. Mis pantis estaban mojados. ¡Qué demonios!

Miré mi teléfono. Eran las dos de la madrugada y Austin no estaba en casa. Con pasos suaves me dirigí a la cocina, haciendo una parada en la habitación de Sofi, asegurándome de que seguía durmiendo tranquila. En la cocina, el agua que caía del grifo parecía ser un eco de mis pensamientos atormentados. Busqué el coraje para llamarlo, para preguntarle si todo estaba bien, cuando de repente vi el chat de Dominica.

Desbloquee el teléfono y, sin pensarlo mucho, le envié un mensaje:

"Acepto el trabajo. ¡Prepararé la propuesta, avísame cuándo es la próxima reunión!"

No había vuelta atrás. La decisión estaba tomada. Ya no me sentía como la esposa ejemplar de Austin, sino como una mujer que estaba dispuesta a desafiar sus propios límites. Sin embargo, al enviar el mensaje, una sensación de ansiedad se apoderó de mí. Era una mezcla de emoción y miedo, pero también de liberación.

No estaba preparada para afrontar la verdad, para aceptar que mi vida matrimonial podría no ser todo lo que había imaginado. Pero había una nueva adrenalina en la idea de descubrirme en otra capa, de dejar de ser solo Kate, la mamá y esposa, para convertirme en la mujer que aún dormía dentro de mí, sedienta de experiencias.

La oscuridad del silencio en la casa fue mi cómplice. Tenía miedo, sí, pero también algo más: la chispa de un nuevo despertar. ¿Sería este el camino hacia una vida más plena, donde ya no pesara un rótulo en mi frente que dicte quién debía ser?

El eco de lo desconocido me llenaba de un fervor inesperado.

Después de todo, en algún lado, mi propia aventura comenzaría.