Los Hermanos Casasola

Unas horas antes de que Martín Casasola y su familia llegaran, la sala de juntas tenía esa energía seria, fría, típica de las reuniones importantes. La ventana mostraba la ciudad a lo lejos, y los vidrios devolvían el brillo del sol de la mañana con ganas, casi tanto como las decisiones importantes que se tomarían ahí. Katherine entró con paso firme, aunque por dentro aún sentía el recuerdo de la nota en su bolso y la sonrisa que no la dejaba tranquila.

En medio de la sala, con su tablet en la mano y concentrado, estaba Augusto Casasola Jr. Vestía de negro, con un saco moderno que le quedaba pintado. Se veía serio, como alguien que controla todo al detalle. Katherine, aunque trabajaba con ellos, nunca lo había visto tan de cerca, ya que siempre trataba más con Emiliano.

—Señorita Villanueva —dijo él, sin dejar de ver la pantalla—. Un gusto volver a verla desde su primera llegada hace tiempo.

—El gusto es mío, señor Augusto. Lamento llegar tarde —respondió ella, sonriendo amablemente.

—Augusto, solamente, sin el señor. Señor, era mi abuelo. Y la puntualidad no es solo presentarse... es una costumbre que muestra compromiso —dijo él, mirándola con una ceja levantada.

Su tono era firme, pero no tanto como el de su hermano. No le gustaba que llegaran tarde, y Katherine lo entendió. Su papá, que ya estaba en la sala, tosió un poco, incómodo.

—Bueno, empecemos —dijo don Mauricio Villanueva, sentándose.

Durante la siguiente hora, hablaron de números, porcentajes, planes juntos y cómo hacer crecer la marca. Katherine daba sus ideas con inteligencia, aunque por momentos pensaba en el mensaje de la nota y del celular. ¿Quién manda esos mensajes?

Augusto Jr. cerró su tablet de golpe.

—Mi hermano no pudo venir hoy. Está en una reunión importante con los abogados y el investigador que está viendo el caso del robo de dinero que encontramos hace unos días.

—¿Alguna pista? —preguntó don Mauricio, tomando café.

—Sí —dijo Augusto, serio—. Hay movimientos raros de dinero en las cuentas de una de nuestras empresas. Alguien de adentro nos traicionó. Y lo hizo bien, casi perfecto.

Katherine levantó las cejas, intrigada.

—¿Casi perfecto? ¿Qué falló?

Augusto la miró por primera vez, sonriendo un poco, como si le gustara su pregunta.

—La ambición. Cuando un ladrón no quiere que lo descubran, solo se equivoca cuando quiere más de lo que puede tener.

Katherine lo miró fijamente. Le sorprendía que detrás de esa seriedad, hubiera alguien que pensara tan claramente... casi como si pudiera adivinar lo que piensa el otro.

—Mi hermano y yo creemos que esto viene de adentro. Alguien que sabe cómo nos movemos. Por eso, esta nueva sociedad con ustedes tiene que ser clara desde el principio. Sin secretos —agregó, mirándola directo.

Katherine asintió.

—Así será.

En ese momento, su celular vibró en su bolso. Lo miró rápido. Era un mensaje de un número desconocido.

Si quieres saber dónde está, estás cerca de encontrar algo perdido.

Ella respiró hondo. Lo leyó de nuevo. ¿Quién era? ¿Sabe dónde está?

Miró a su papá. Y por un momento, creyó que ese mensaje era la clave de lo que pasó hace tres años. ¿Será...?

No. Se dijo que era imposible. Debía averiguar quién envió ese mensaje.

Pero ¿y si...?

—¿Todo bien, señorita Villanueva? —preguntó Augusto, mirándola de cerca.

—Sí, solo... cosas del trabajo —respondió rápido, guardando el celular como si quemara.

El resto de la reunión siguió normal. Pero se sentía algo raro, como un juego de ajedrez en silencio. Todos sonreían y hablaban de negocios, pero algo más pasaba por debajo.

Al salir de la sala, Katherine se despidió amablemente. Al doblar en el pasillo, su celular vibró otra vez.

La reina y el peón ya están jugando. Solo falta el rey.

Ella se detuvo de golpe.

Lo miró.

Y por primera vez, sintió que estaba metida en algo grande. Muy grande.

Y lo peor... no sabía de dónde venían esos mensajes, quién los enviaba y quién sabía su secreto.

Katherine no contestó. Subió al auto con su padre. Solo miraba por la ventana, mientras la ciudad pasaba rápido. El silencio se puso tenso en el auto, hasta que su padre insistió, con ese tono tranquilo pero firme que usaba cuando quería saber algo.

—¿Quién te escribió, hija?

Ella tragó saliva, intentando calmarse. Cerró los ojos. Y los recuerdos llegaron de golpe.

Tenía veintitrés años. Era feliz. Estaba enamorada. Se sentía fuerte. Su novio, Damián, era todo lo que siempre quiso... o eso creía.

Ese día, quiso darle una sorpresa. Llevaba un pastel y estaba feliz. Iba a contarle algo que aún no sabía si era verdad, pero que su corazón ya sentía. Tocó la puerta de su departamento y, como nadie abría, usó la llave que él le había dado.

No estaba preparada para lo que vería.

Ropa tirada. Zapatos de mujer. Ruidos raros.

La puerta del dormitorio estaba un poco abierta. Y ahí, en la cama, su novio, y encima de él... su mamá.

Su mamá.

Esa mujer que se había ido cuando ella tenía trece años, dejando a su familia destrozada. Nunca la volvió a ver, hasta ese día. Y verla desnuda, sudando, haciendo eso... con el hombre con el que Katherine pensaba casarse... fue horrible.

No gritó. No lloró. Solo cerró la puerta y se fue, sin mirar atrás. Como si al no ver nada, pudiera olvidarlo. Pero no podía dejar de sentir asco. Ni el temblor en sus manos. Ni el vacío en el pecho.

—Era solo un mensaje —dijo al final, con voz baja.

—No pareces tranquila —insistió Mauricio, girando un poco para mirarla—. ¿Qué decía?

—Que ya están jugando la reina y el peón. Y que solo falta el rey.

Mauricio frunció el ceño.

—¿Quién te manda eso?

—No sé —respondió ella, aunque en el fondo sí lo sabía. O al menos lo sospechaba. Porque esas palabras no eran casualidad. Porque algo de su pasado estaba volviendo a mover las cosas, y ella era parte del juego, quisiera o no.

El auto se detuvo en el semáforo, y ella miró sus manos, que temblaban un poco. Mauricio lo notó y, por un momento, su rostro se suavizó.

—Si tienes problemas, Katherine, dímelo. Sabes que puedes contar conmigo.

Katherine dudó. ¿Se lo contaba? ¿Cómo le explicaba que todo comenzó hace años? ¿Cómo le decía que sigue buscando a su bebé? ¿Cómo le decía que ella no está loca por creer que su bebé no nació muerto?

Todo era confuso, ese embarazo fue bueno, tranquilo, no había problemas, pero el parto se complicó.

Su papá estaba de viaje, al enterarse llegó lo más rápido posible, pero era tarde, su hija estaba en coma y su nieto no estaba.

Y que cuando se despertó del coma, le dijeron que su bebé había nacido muerto.

Pero algo en ella siempre lo dudó. Algo que no la dejaba tranquila. No pudo ver a su hijo. No hubo entierro. No hubo cuerpo. Solo papeles. Solo un médico desconocido dando explicaciones frías.

El semáforo se puso en verde, el auto siguió, y Katherine miró al cielo.

—Papá... —susurró, como si fuera a contar algo muy importante.

Mauricio la miró.

—¿Sí?

Pero antes de que pudiera hablar, su celular vibró de nuevo. Lo miró. Un mensaje de un número desconocido.

Ya sabes quién eres. Y también sabes lo que te quitaron.

Katherine se puso pálida.

Su padre lo notó y se acercó a ella.

—¿Qué pasa?

Ella levantó la vista, con los ojos llenos de lágrimas, y susurró, mostrándole el mensaje.

—Papá... creo que mi hijo está vivo.