Ivonne Bellarose, una joven con el don —o maldición— de ver las auras, busca una vida tranquila tras la muerte de su madre. Se muda a un remoto pueblo en el bosque de Northumberland, donde comparte piso con Violeta, una bruja con un pasado doloroso.
Su intento de llevar una vida pacífica se desmorona al conocer a Jarlen Blade y Claus Northam, dos hombres lobo que despiertab su interes por la magia, alianzas rotas y oscuros secretos que su madre intentó proteger.
Mientras espíritus vengativos la acechan y un peligroso hechicero, Jerico Carrion, se acerca, Ivonne deberá enfrentar la verdad sobre su pasado y el poder que lleva dentro… antes de que la oscuridad lo consuma todo.
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Capítulo 16
La luna, alta en el cielo, derramaba su luz plateada sobre el bosque cuando Jarlen y Claus emergieron de entre los árboles, con sus cuerpos lupinos cubiertos de heridas, cargando a Ivonne y Violeta, inertes sobre sus lomos. La manada, que había sentido el cambio abrupto en la energía de sus líderes, se reunió instintivamente en el centro del asentamiento, observando con una mezcla de alarma y expectación.
Los murmullos se propagaron como una ola entre los lobos, sus miradas fijas en las figuras inconscientes de las dos mujeres. La tensión era tan densa que se podía cortar con un cuchillo.
Erasmos llegó poco después, con una de sus alas lastimada, pero aún en estado de alerta. Su imponente figura vigilaba cada rincón del asentamiento mientras cubría la retaguardia de Claus. Las casas, acogedoras y separadas por espacios generosos, parecían aún más pequeñas bajo la inmensidad del bosque que las rodeaba.
Jarlen no dijo nada. Su única preocupación era la joven sobre su lomo. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, liberando un ligero gruñido cuando alguien se atrevía a acercarse demasiado a Ivonne. Con una delicadeza que no parecía natural para alguien de su fuerza, se alejó lentamente, temiendo que hasta el más mínimo movimiento brusco pudiera quebrarla.
Su respiración errática y el temblor incontrolable del cuerpo de Ivonne, debilitado por la energía drenada durante el enfrentamiento, pesaban sobre él más que cualquier herida física. Sin intercambiar palabras, la llevó directamente a su hogar, ignorando las miradas cargadas de preguntas que se posaban en su espalda.
Claus, caminando a su lado, llevaba el cuerpo débil de Violeta con el mismo cuidado reverente. Aunque su rostro mostraba una fría determinación, por dentro estaba desgarrado; ver a Violeta así despertaba en él un temor profundo, uno que no podía permitir que saliera a la superficie.
Ambos hombres las llevaron a la casa de Jarlen, la más grande del asentamiento, situada a una distancia prudente del resto, como si el aislamiento pudiera protegerlas del dolor que las rodeaba. Al entrar, las recostaron con cuidado en un amplio sofá en medio del salón. La orden fue clara y urgente: los sanadores debían llegar de inmediato.
Ivonne, aunque inconsciente, se movía inquieta, atrapada en alguna pesadilla profunda. Su cuerpo se estremecía, su expresión estaba llena de angustia. Violeta, por su parte, fluctuaba entre la conciencia y la inconsciencia, con un rostro pálido que reflejaba una fragilidad que nunca había mostrado antes.
Un grupo de curanderos llegó con premura, sus movimientos eran ágiles, pero llenos de cuidado. Uno de ellos colocó una mano sobre la frente de Violeta, frunciendo el ceño al percibir la inestabilidad de su energía.
—¿Qué les pasó? —preguntó un joven lobo con voz apenas audible, como si temiera que el silencio roto fuera a empeorar la situación.
Nadie respondió.
Jarlen, inmóvil, no apartaba la mirada de Ivonne. La simple idea de perderla lo paralizaba. Claus, a su lado, sentía una presión similar, una impotencia que le carcomía el alma mientras observaba a Violeta, quien, pese a su fortaleza habitual, ahora parecía quebrada.
Los dos líderes, fuertes y dominantes en cualquier otro momento, ahora solo eran hombres vulnerables frente a la fragilidad de aquellas mujeres que significaban todo para ellos.
Horas después, cuando las heridas físicas de Ivonne fueron tratadas con ungüentos y medicina, Jarlen la llevó con sumo cuidado a su habitación. Antes, una joven beta había ofrecido su ayuda para cuidarla, pero él la rechazó.
Necesitaba protegerla con sus propias manos. Se sentía inútil por no haber estado allí desde el primer momento. Aun así, había decidido darle su espacio desde que la vio por primera vez.
Pero sus instintos habían estado allí desde el principio. El deseo de reclamarla como su pareja ardía en él cada vez que la miraba. Sin embargo, quería que todo fuera real, que ella lo aceptara sin sentirse amenazada.
Verla tan vulnerable, tan rota, solo alimentaba su furia. Quería mantenerla a salvo a toda costa.
Jarlen se arrodilló junto a la cama donde yacía Ivonne. Su pecho subía y bajaba de manera irregular, y su piel seguía fría al tacto. Apretó la mandíbula, luchando contra la impotencia que lo consumía. La había encontrado, pero no podía protegerla de aquello que la había dejado en ese estado.
Afuera, los lobos seguían expectantes, aguardando respuestas, esperando saber qué amenaza se cernía sobre su territorio y si su alfa y beta realmente estaban a salvo. Pero, por ahora, el único sonido que rompía el silencio de la noche era la respiración entrecortada de Ivonne y el murmullo constante de los sanadores en la otra habitación quienes trabajaban con fervor para estabilizar a Violeta.
Para Jarlen, cada segundo era una tortura. Los días pasaron y Ivonne seguía sin despertar. Aun así, no se alejó de su lado. Se mantuvo trabajando junto a ella, resolviendo el papeleo atrasado y atendiendo los asuntos de la manada, pero sin dejar de velar por ella ni un solo instante.
Hasta que la noche la recibió con una ráfaga fría que se coló por la ventana de la amplia habitación. Las sombras parecían alargarse, densas y ominosas, danzando en las paredes como espectros silenciosos. La luna, pálida y lejana, apenas iluminaba el espacio, sumiéndolo en una inquietante penumbra.
Sus ojos, aunque pesados, se abrieron de golpe, buscando frenéticamente un refugio en la oscuridad. Un grito ahogado escapó de sus labios mientras su cuerpo temblaba bajo las sábanas, cubierto por un sudor frío que la hacía sentirse expuesta, vulnerable.
Entonces, la voz de Jerico susurró en su mente, un eco persistente que se aferraba con garras invisibles a cada pensamiento.
"Tu madre no te amaba... Te traicionó."
"Ellos no son diferentes a ella..."
"Eres mía, Ivonne."
Se llevó las manos a la cabeza, desesperada por ahogar esos susurros oscuros. La sensación de vacío la envolvía, como si un abismo se abriera bajo sus pies. Un olor metálico invadió sus sentidos, y, aterrada, sus manos volaron a sus tobillos, como si un grillete invisible la encadenara. Empezó a arañar frenéticamente su piel, atrapada en una desesperación que parecía no tener fin.
Su mirada estaba vacía, reflejando la lucha silenciosa de alguien que quería arrancarse un dolor que no podía ver.
El pánico se apoderó de ella, nublando su juicio. Jadeaba, luchando por respirar, mientras las voces crecían, incesantes, ensordecedoras. Entonces, de repente, un brazo fuerte la envolvió, trayéndola de vuelta a una realidad tangible.
Jarlen estaba allí, sentado junto a ella. Su calor era un refugio en medio de la tormenta.
—Estoy aquí, Ivonne. No te hagas daño. Por favor —su voz era firme, pero cargada de ternura, un ancla en medio del caos.
Sin pensarlo, Ivonne se aferró a él, buscando escapar de las sombras que la perseguían.
—Jarlen... —susurró, su voz temblorosa y rota. Las lágrimas fluyeron sin control, empapando su camisa. —Él... él no sale de mi cabeza.
—Habla conmigo —dijo Jarlen, sin soltarla.
—No quiero... Tengo miedo. Si lo digo... revivirá todo otra vez. No quiero... no puedo.
Él la abrazó con más fuerza, acunándola contra su pecho. —Estoy aquí, Ivonne. No voy a dejar que nada ni nadie te lastime.
—Me torturó con sus voces... No puedo sacarlas de mi cabeza —sollozó ella, con los ojos cerrados, luchando por bloquear los recuerdos que la desgarraban. —Dicen que soy como mi padre... Que todos me van a traicionar.
Jarlen la apartó suavemente, tomándola por los hombros y obligándola a mirarlo a los ojos.
—Eso no es verdad, Ivonne. Mírame —su voz era grave, cargada de emoción—. Mira a Violeta, a Erasmos. Ellos están contigo, no te han dejado. Y yo... yo nunca te traicionaría. Ni por todo el oro del mundo.
Ella negó con la cabeza, las lágrimas fluyendo sin control. —No lo sé... Solo quería una vida tranquila. Cuando empecé a buscar mi pasado... jamás pensé encontrar esto.
Él acarició su rostro, secando sus lágrimas con infinita delicadeza. —El pasado puede ser una carga, pero no tienes que enfrentarlo sola. Tú no eres tu padre, Ivonne. La gente puede herirte, sí... pero eso no significa que no puedas confiar, que no puedas encontrar paz. Perdona, deja ir, y vive. Confía en Violeta, en Claus, en Erasmos... y en mí. Pero, sobre todo, confía en ti misma.
Los ojos de Ivonne buscaron los suyos con desesperación. Allí encontró amor, comprensión y un apoyo incondicional que nunca había sentido antes.
—Gracias, Jarlen —susurró con voz quebrada, sintiendo un alivio profundo en su corazón—. Gracias por estar aquí.
Él la abrazó de nuevo, besando suavemente su frente. —Siempre estaré aquí para ti, Ivonne. Siempre.
Se quedaron así, abrazados en la oscuridad. El silencio solo se rompía por sus respiraciones entrecortadas. Por primera vez en mucho tiempo, Ivonne se sintió a salvo, protegida de los fantasmas de su pasado y de los miedos que la amenazaban.
Poco a poco, el sueño comenzó a envolverla, llevándola a un descanso reparador. Jarlen la sostuvo entre sus brazos hasta que se durmió profundamente, velando por ella en la quietud de la noche.
A pesar del cuidado de Jarlen y sus palabras reconfortantes, las siguientes noches fueron un infierno para Ivonne.
Cada vez que cerraba los ojos, Jerico estaba allí.
Su presencia era una sombra persistente en sus sueños, un susurro venenoso que se enredaba en su mente y la ahogaba. Veía esa sonrisa torcida, la mirada afilada como un cuchillo. Sentía su voz reptar por su piel, fría, burlona, despojándola de toda seguridad.
Cada vez que despertaba, su mirada encontraba a Jarlen a un lado de la cama, descansando en su forma lupina. Su respiración profunda y el calor que emanaba de su cuerpo le daban una calma inesperada.
Pero después de dos noches de pesadillas, el cansancio la venció. Con sigilo, tomó una almohada y unas sábanas. Se acercó a él en silencio, pero sus esfuerzos fueron en vano; los ojos rojos de Jarlen se abrieron y la observaron con curiosidad.
Jarlen soltó un gruñido bajo. —Sería más cómodo dormir en la cama.
Exhausta y con las mejillas ardiendo, Ivonne dejó la almohada en el suelo junto a él. —No creo que quepas en la cama.
Jarlen suspiró con rendición y, sin decir más, ella se acurrucó a su lado, sintiendo el calor de su pelaje contra su piel fría.
—Hueles bien —murmuró Ivonne, dejando escapar una pequeña risa temblorosa.
—Gracias —respondió Jarlen con voz baja—. Créeme, tú hueles mejor.
El silencio se apoderó del momento, pero era un silencio distinto, cálido, protector. Por primera vez en días, Ivonne sintió que el miedo no la consumía por completo. Cerró los ojos, aferrada a esa sensación de seguridad.