La Princesa Y Andrómeda

Los siete guardianes de Atenea emprendieron su marcha junto a la visitante de la constelación de Andrómeda, siguiendo la dirección que previamente había señalado Nicky. Según su testimonio, en aquella ubicación se hallaba uno de los seis monstruos que acechaban la ciudad, criaturas de origen incierto cuyo solo nombre sembraba inquietud en el corazón de los habitantes.

El grupo, ahora de ocho integrantes, avanzaba con la certeza de que no eran meros viajeros errantes, sino prodigios dotados de dones singulares que los distinguían del común de los mortales. Cada uno portaba en su ser una habilidad única, un legado que los hacía especiales y que, sin duda, sería clave en la contienda que les aguardaba.

Para seguir la ruta señalada, la princesa dispuso de dos medios de transporte. En uno de los automóviles deportivos del palacio, elegante y de mecánica impecable, viajaban ella misma junto a sus dos inseparables amigas, Melancolía y Nicolasa, además de Ari, la enigmática forastera cuya presencia había despertado en la soberana un desconcertante deslumbramiento desde el primer instante.

Por otra parte, los cuatro prodigios restantes transitaban en una furgoneta de aspecto llamativo, cuyo exterior, pintoresco y vibrante, llevaba la impronta del ingenio de Giordano, quien, atendiendo a la solicitud de Cyril, había decorado el vehículo con un sello genuino, reflejo del carácter excéntrico y singular de su grupo. Saxo, con la destreza de un piloto avezado, tomaba el volante, mientras que Bastián ocupaba el asiento del copiloto. Giordano y Cyril iban en la parte trasera, inmersos en una conversación animada, como si el peligro latente que les aguardaba no fuese más que un murmullo lejano.

El silencio que hasta entonces reinaba en la furgoneta fue roto por la voz de Bastián, quien, con aire pensativo, evocó un antiguo relato de la mitología griega:

—¿Saben? Esta travesía me recuerda a las doce encomiendas que tuvo que realizar Heracles.

Saxo, sin apartar la vista del camino, esbozó una sonrisa ladeada.

—Mientras no terminemos como él… —murmuró en tono socarrón.

Cyril dejó escapar una carcajada.

—La clave está en no enamorarnos —sentenció con fingida solemnidad—. ¿No es así, Giordi? —añadió, dirigiéndose a su hermano con el apelativo cariñoso que él mismo había acuñado.

Giordano arqueó una ceja, sorprendido por la alusión.

—¿Y qué tengo yo que ver con enamoramientos? —replicó con fingida indignación—. Que yo sepa, el único flechado por los dardos de Eros aquí es Bastián. Se le nota su fascinación por Melancolía.

Bastián, incómodo ante el rumbo de la conversación, se giró hacia atrás para encarar a los dos que se hallaban en la parte trasera de la furgoneta.

—A mí no me metan en sus delirios —protestó—. Y tampoco metan a Melancolía en esto.

Giordano sonrió con aire triunfal y miró a Cyril con complicidad.

—¿Lo ves?

—Sí, lo veo —corroboró Cyril con un deje de diversión en la voz—. No solo tú estás atrapado en las redes de la escurridiza Nicolasa… Parece que el amor es un virus que se ha propagado con euforia en el castillo.

Saxo, atento a la conversación, intervino con perspicacia:

—¿Te refieres también a la recién llegada?

Cyril se encogió de hombros con aparente indiferencia.

—Yo no he dicho nada…

Bastián, con el tono de quien desea restablecer la compostura del grupo, interrumpió:

—Prudencia, chicos. Es momento de centrarnos en la misión.

Luego se dirigió a Saxo, quien aún sostenía el volante con firmeza.

—Sigamos la ruta.

El prodigio de la conducción sonrió de medio lado y, con un gesto desenfadado, presionó el acelerador.

—¡Vámonos, pues!

Así, la furgoneta se deslizó con agilidad por el camino, dejando tras de sí la conversación suspendida en el aire, como un eco de secretos aún por desentrañar.

Bastián, erudito en las artes escénicas, la literatura y la historia, había hecho alusión a Heracles, el legendario héroe de la mitología griega. Su gesta, narrada en la Teogonía de Hesíodo, lo presentaba como un hijo de Zeus condenado a ejecutar doce trabajos imposibles en penitencia por los crímenes que la diosa Hera, en su inquebrantable rencor, había inducido en su mente. Como Heracles, ellos también marchaban hacia lo desconocido, enfrentándose a bestias cuyos orígenes se perdían en el misterio, ignorantes aún de si su destino sería la gloria… o la tragedia.