Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 16 Hola, Sami.
Al ver al joven que se acercaba, Belle supo de inmediato que debía ser alguien importante. La forma en que la víbora de Kendall se había inmutado era la única pista que necesitaba.
En un instante, su expresión se suavizó, adoptando el aire de una niña buena e inocente.
—Hola, tal. La señorita Kendall solo me enseñaba mi nuevo escritorio —dijo, señalando con dulzura el cuchitril donde pretendían arrinconarla.
Jaime, el asistente, siguió su mirada hacia el rincón oscuro y luego clavó una mirada gélida en Kendall. Una ceja se alzó en un gesto de incredulidad deliberada.
—No creeré que esté pensando en dejar a la pasante aquí, ¿verdad? —preguntó con una severidad que cortaba el aire.
—Usted sabe muy bien la relación que une a la familia Bretón con la familia Ferrer-Monterrosa. Dígame, señorita Kendall, ¿está pensando realmente en la prosperidad de esta empresa, o en sus propios intereses?
Kendall palideció como si la hubieran golpeado. Dio un paso atrás, tragando saliva.
—Señorita Belle, mil disculpas por este... contratiempo —farfulló, forzando una sonrisa tensa.
—Si bien usted es una pasante, es una de las más recomendadas. Su portafolio es impecable, es realmente inspirador para el tema de arte. Creo que no hay alguien más indicada que usted. Su oficina está... por aquí, por favor.
Con un gesto mucho más respetuoso, guió a Belle hacia su verdadera oficina. No era un rincón polvoriento, sino un estudio amplio y bien iluminado, equipado con pantallas gigantes para proyectar las obras de arte y el espacio perfecto para que su creatividad fluyera. Era el lugar que se merecía.
Belle entró en su nuevo estudio y cerró la puerta, apoyando la espalda contra la madera con un suspiro de alivio. Por un momento, se había sentido orgullosa de su astucia, pero ahora la adrenalina bajaba y se daba cuenta de lo cerca que había estado de meter la pata.
Fue entonces cuando, como por arte de magia, su teléfono sonó. En la pantalla brillaba el nombre de su contacto más preciado: "Adorado Terremoto".
—Hola, Sami —contestó Belle, con una sonrisa que no pudo contener.
Pero la voz que estalló al otro lado no dio lugar a saludos.
—¡BELLE! ¡Hermana! ¿Cómo está todo? ¡Dime! ¿Te están tratando bien? ¿Está todo bien? ¡Porque si no, solo avísame e iré para allá y los golpearé a todos, te lo juro! ¡No quedará uno que no tenga el ojo morado! Yo me encargo de eso, ¡haré sangrar narices! ¡Todas van a sangrar! —gritaba Samira, desaforada.
Belle no pudo evitar reírse suavemente, alejando el teléfono de su oído un momento.
—Sami, tranquila. Me han tratado bien. Bueno, aquí... no sabes quién trabaja acá —hizo una pausa dramática.
—Es esa tal Kendall. La que me abrió la puerta esa vez, cuando fui a visitar a Diego.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio absoluto, cargado de ominosa calma. Duró unos segundos eternos. Cuando Samira habló de nuevo, su voz era un venenoso susurro de furia concentrada.
—No. Te creo. ¿Encima la tienes que aguantar en su empresa? ¿Pero qué descarada? Nada más espera a que me la encuentre por la calle…
Belle suspiró, sabiendo que ahora tendría que calmar a su hermana. La verdad era que Diego recién había vuelto hacía un par de semanas del extranjero y estaba en proceso de tomar las riendas de la empresa. Claramente, aún no tenía idea del nido de víboras que Kendall había estado cultivando en su ausencia.
El resto de la mañana, Belle se sumergió en un silencio productivo, ordenando metódicamente la documentación del departamento. Revisó las referencias de los cuadros, estudió las biografías de los artistas y analizó las técnicas de los pintores que habían dado vida a aquellas bellezas.
Pudo apreciar que, en general, la colección y su catalogación estaban muy bien resueltas. La solución curatorial era sólida y demostraba un buen ojo. Sin embargo, su aguda percepción, entrenada para detectar la más mínima discordancia en una composición, notó algo.
Entre la armonía general, uno que otro cuadro parecía haberse colado en el lugar equivocado, como una nota desafinada en una sinfonía. Eran piezas que, aunque valiosas por sí mismas, rompían con la fluidez temática de la colección, sugiriendo una mano menos experta o con una intención diferente en la selección final.
Sin embargo, esa misma tarde, Belle fue citada a una reunión de coordinación del departamento de arte. Grande fue su sorpresa —y su conmoción— cuando, al entrar a la sala, su mirada se cruzó de inmediato con la de Diego Bretón, sentado a la cabecera de la mesa.
El mundo se detuvo.
En cuanto sus ojos se encontraron, todo el remolino de su historia compartida —la complicidad de la infancia, la pasión adolescente, el dolor de la separación y los malentendidos de los últimos años— explotó como una bomba de silencio entre ellos, terriblemente palpable para ambos.
Belle sintió un impulso primario de correr hacia él y hundirse en su abrazo, de gritarle todas las verdades que había callado. Pero sus pies estaban clavados al suelo. Diego, por su parte, la miraba con una añoranza tan cruda que le hizo daño. Sus ojos azules parpadearon varias veces, incrédulos, como si no pudiera aceptar que, después de tanto tiempo evitándose, el destino la hubiera puesto frente a él en el ámbito más serio y profesional posible.
Ahí estaban, atrapados en el mismo espacio, con un océano de cosas no dichas, separándolos. Y, en ese instante crucial, el orgullo, ese viejo y tóxico amigo, se alzó como un muro más alto que cualquier verdad o cualquier deseo. Los orgullosos, una vez más, ganaron la batalla.