El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
NovelToon tiene autorización de BlindBird para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
16. Damien
El tercer día después del incidente de la comida quemada, apareció Marta. La encontré en una agencia doméstica del barrio, una mujer de unos sesenta años con las manos llenas de historias grabadas en cada arruga y callo. Llegó con su delantal limpio y una caja de especias que olían a otros tiempos, a cocinas donde se cocinaba con paciencia y no con desesperación como yo había hecho.
—El señor necesita aprender que la comida no se hace con prisa— me dijo ese primer día, viendo el desastre que había dejado en la cocina. Sus ojos oscuros, llenos de una sabiduría que solo dan los años, escanearon cada rincón manchado, cada utensilio mal puesto. Sin reproches, comenzó a limpiar, a ordenar, a devolverle el alma a ese espacio que yo había convertido en campo de batalla.
Por las mañanas, el aroma a café caliente me despertaba. Marta llegaba temprano y preparaba el desayuno mientras yo aún me debatía entre las sábanas, atormentado por las llamadas perdidas de mi padre que seguían acumulándose en mi teléfono. Diecisiete hasta ahora. Ocho de Eric. Cinco de Marcus. Todas ignoradas.
—El joven Omega necesita caldo de pollo— anunció Marta una tarde, revolviendo una olla grande donde nadaban trozos de zanahoria y apio. —Con un poco de jengibre para el estómago y comino para la sangre.
Me acerqué a probar, recordando cómo a Elian le encantaba ese plato los días de lluvia.
—Falta un poco de...—, vacilé, buscando en mi memoria el sabor exacto que solía hacerlo sonreír. —Ajo. Pero muy poco, solo para darle un toque.
Marta asintió, añadiendo un diente pequeño mientras murmuraba:
—Así es, los detalles hacen la diferencia— Sus palabras sonaron como un eco de algo que debería haber entendido hace mucho tiempo.
El teléfono vibró de nuevo en mi bolsillo. Mi padre. Dejé que sonara hasta que se apagó solo, concentrándome en enseñarle a Marta cómo cortar las manzanas para el postre como a Elian le gustaban: en gajos finos, no en cubos.
Los días pasaron entre aromas de canela y cardamomo. A veces, desde el pasillo, escuchaba a Marta hablando suavemente con Elian, contándole historias de su pueblo mientras él comía. Nunca interrumpía esos momentos, me quedaba allí, apoyado contra la pared, viendo cómo poco a poco el plato se vaciaba más cada día.
Una tarde, al recoger los platos, Marta me mostró el de Elian: vacío por primera vez.
—Hoy se lo comió todo— dijo, y en sus ojos brillaba un orgullo que me hizo sentir extrañamente envidioso. Quería ser yo quien provocara esa reacción en él otra vez.
El teléfono volvió a vibrar. Eric esta vez. Lo apagué sin mirarlo, concentrándome en ayudar a Marta a guardar las especias. Cada frasco en su lugar, cada sabor memorizado. Ella volvió a la habitación con Elian.
El agua caliente corría por mis manos mientras restregaba los platos, el jabón formando espuma blanca que olía a limón. Había algo terapéutico en el movimiento repetitivo, en ver cómo los restos de comida se desprendían bajo mis dedos. Desde la habitación, escuchaba el murmullo bajo de Marta hablando con Elian, su voz cálida mezclándose con el leve tintineo de la cuchara contra el plato.
El timbre sonó como un disparo en la tranquilidad de la tarde. Lo ignoré, concentrándome en enjuagar una olla donde aún quedaban rastros. Pero sonó de nuevo, insistente, agresivo, hasta que el sonido se coló por toda la casa como un invasor no deseado.
Secándome las manos en el delantal, caminé hacia la puerta con el ceño fruncido. Al abrir, me encontré con las sonrisas burlonas de Eric, Marcus y Dante, quienes me escanearon de arriba abajo, sus miradas deteniéndose en mis mangas arremangadas, en las gotas de agua que aún brillaban en mi antebrazo.
—¡Dios mío, mira esto!— Eric se rió, empujando la puerta para entrar sin invitación. —El gran Damien Vázquez, lavando platos como un Omega cualquiera.
Marcus lo siguió, silbando al ver el estado de la sala, los cojines desordenados, las mantas dobladas sobre el sofá donde a veces dormitaba.
—¿Tan grave está tu mascota que no puede ni limpiar?
Mis manos se cerraron en puños sin que yo lo notara al principio. El aroma a chocolate amargo, mis propias feromonas de ira, comenzó a llenar el aire.
—Salgan— dije, pero mi voz sonó más ronca de lo que esperaba.
—Ah, vamos— Eric se dejó caer en el sofá, las botas manchando el tejido claro. —Vinimos a ver por qué desapareciste. . ¿De verdad lo estás dejando todo por ese...?"
—¡Basta!—El grito me salió antes de poder detenerlo.
Marcus levantó una ceja, intercambiando una mirada con Eric.
—Mira quién se puso sensible. ¿Te contagió la debilidad de tu Omega?
La tensión en la sala era palpable, el aire cargado de feromonas agresivas que se mezclaban con el olor a café derramado. Mis manos temblaban levemente al cerrarse en puños, las uñas clavándose en las palmas mientras Eric seguía escupiendo sus venenos con esa sonrisa de superioridad que siempre odié.
—Sin nosotros no eres nadie, Damien— entonces dijo Eric, ajustándose los gemelos de la camisa con gesto afectado. —¿Ya olvidaste cómo llegaste a nosotros, suplicando como un cachorro callejero? Necesito dinero, no puedo fallarle a Elian.
El aroma a chocolate quemado - mis propias feromonas de rabia - se espesaba en el aire.
—Váyanse— dije por última vez, la voz más baja de lo que esperaba. Pero Eric siguió adelante, su aliento a whisky golpeándome la cara al acercarse.
—¿O prefieres volver a ser ese basurero donde te deshero tu pa...?
Mi puño se movió antes de que pudiera pensarlo. El impacto reverberó en mi brazo al conectar con su mandíbula, un crujido satisfactorio seguido del calor de su sangre en mis nudillos.
Por un segundo, todo fue silencio.
Luego las manos de Marcus me agarraron por detrás, sus brazos como grilletes alrededor de mi torso mientras Dante me inmovilizaba los brazos con una fuerza que no recordaba que tuviera. Eric se tocó el labio partido, mirando la sangre en sus dedos con incredulidad antes de que su expresión se transformara en algo mucho más peligroso.
El primer golpe llegó al estómago, sacándome el aire. El segundo al costado, haciéndome arquearme contra las manos que me sujetaban. La tercera impactó en mi mejilla, llenándome la boca del sabor metálico de mi propia sangre.
A través de la visión borrosa, vi el puño de Eric alzarse de nuevo.
—¿Esto es lo que querías, Damien?— Eric escupió al suelo, la saliva teñida de rojo. —¿Jugar al mártir por un Omega que ni siquiera puede pararse de su cama para ayudarte?
Mis ojos se cerraron por un instante, no por el dolor de los moretones que empezaban a florecer en mi costado, sino por el repentino recuerdo de la primera vez que le había pedido ayuda a Eric. Había sido en un bar lujoso, con copas de whisky entre nosotros, cuando le expliqué entre risas forzadas que necesitaba ascender rápido, ganar más.
—Mi padre me ha dejado fuera del negocio. Quiero darle una buena vida a Elian— había dicho, como si fuera una justificación noble y no el principio de mi propia corrupción.
Ahora ese mismo hombre usaba mis palabras en mi contra, escupiéndomelas como veneno mientras me golpeaba en el departamento que había comprado con dinero manchado. El departamento donde Elian yacía enfermo por mi culpa.
—Esta bien— La voz me salió ronca, pero firme. Dante aflojó un poco su agarre, sorprendido.
—Tomen su diversión. Pero sepan esto...—Alcé la cabeza, mirándolos uno por uno. —Si alguno de ustedes se acerca a Elian, si le hacen tanto como mirarlo mal, no habrá puesto en el mundo lo suficientemente alto para esconderse de mí.
Eric soltó una risa burlona, pero había un titubeo en sus ojos ahora. Marcus fue el primero en soltarme, apartándose con un gesto de incomodidad.
—Esto ya no es divertido— murmuró.
Dante lo siguió, limpiándose las manos en los pantalones como si yo le hubiera dejado algo pegajoso. Eric nos miró a todos, evaluando la situación cambiante, antes de escupir nuevamente al suelo cerca de mis pies.
—Se que volverás a nosotros cuando vuelvas a caer fondo—, dijo, pero el tono ya no tenía la misma convicción.
Los seguí con la mirada mientras salían, el sonido de la puerta cerrándose detrás de ellos resonando como un disparo en el repentino silencio del departamento. Me dejé caer contra la pared, las piernas cediendo bajo el peso de tanto dolor físico... y de la revelación que me golpeaba más fuerte que cualquier puño.
Había estado tan ciego. Todo el dinero, las conexiones, el estatus que había conseguido con ellos no valían el precio que había pagado.
Desde el pasillo, el leve sonido de un plato siendo acomodado sobre la mesa me recordó que Marta seguía allí, cuidando de lo que yo había descuidado por tanto tiempo. Me sequé la sangre del labio con el dorso de la mano, sabiendo que esa golpiza, al menos, me la había ganado.