Mariza, una mujer con una extraña profesión, y que no cree en el amor, se convierte en la falsa prometida de William, un empresario dispuesto a engañar a su familia con tal de no casarse.
Por cosas del destino, sus vidas logran cruzarse y William al saber que ella es una estafadora profesional, la contrata para así poder evitar el matrimonio.
Lo que ninguno de los dos se espero es que esa decisión los llevaría a unir sus vidas para siempre.
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capítulo 16
Luego de ese agotador día, cuando finalmente salieron de la empresa y caminaron hacia el estacionamiento, William soltó un largo suspiro mientras se aflojaba la corbata.
—¿Sobreviviste? —preguntó con media sonrisa, lanzándome una mirada cómplice.
—Sobrevivimos. Apenas —respondí, estirándome los hombros—. Tu padre fue intenso… pero tu abuelo… ¡Dios mío! Sentí que me escaneaba el alma.
William soltó una carcajada.
—Lo hace. Tiene un radar para las mentiras y los compromisos falsos. Créeme, lo ha perfeccionado durante décadas.
—Y aún así pasé la prueba, ¿eh?
—Con honores. Aunque... —me miró de reojo, divertido— casi se le escapa una lagrimita cuando le dijiste que no creías en el matrimonio hasta que me conociste.
—¡Improvisé! No pensé que se lo tomarían tan en serio.
—Bueno, para compensarte por ese nivel de teatro emocional, ¿qué te parece si te invito un trago?
—¿Ahora?
—Sí. Nada de cenas ni protocolo. Solo tú, yo, un par de copas... y música que no incluya valses de compromiso.
Lo pensé por un segundo. ¿Qué podía perder?
—Acepto, pero solo si prometes que no me presentarás a ningún otro miembro de tu familia esta noche.
—Palabra de Friedman.
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El bar favorito de William no estaba lejos. Al llegar, me sorprendió que no fuera un lugar de jazz sofisticado o algún club privado con pianos caros, sino un bar moderno con luces neón, un DJ animando la pista y una barra enorme iluminada por debajo. Todo tenía un aire eléctrico, como si el lugar estuviera a punto de explotar en diversión en cualquier momento.
—¿Este es tu lugar de escape? —pregunté mientras caminábamos hacia una mesa apartada en la esquina.
—Aquí no soy "el hijo de", ni el ejecutivo brillante. Aquí soy solo un tipo que sabe pedir buenos tragos y mover un poco los pies —respondió mientras se sentaba frente a mí.
Nos trajeron las bebidas. Él pidió un whisky, yo un gin tonic. Brindamos sin palabras. Solo alzamos las copas y bebimos.
—Quién diría que enfrentar a las familias sería tan difícil —solté, después del primer sorbo refrescante.
—Ni que lo digas —contestó William, apoyando el vaso en la mesa.
—Un motivo más para no casarme nunca —añadí con una risa exagerada.
—Y uno más para mantener este contrato en el terreno de lo ficticio —siguió él, con una sonrisa traviesa.
—No entiendo por qué la gente hace esto… fiestas, compromisos, tensiones innecesarias.
—Tal vez porque se aman —dijo con tono sarcástico, levantando una ceja.
—O porque quieren una excusa para hacer playlist ridículas de boda.
—O para regalar recuerditos que nadie quiere, como cucharitas o imanes con sus caras.
—¿Imanes? —me burlé—. No me digas que tú…
—No... aunque he hecho cosas peores.— dijo sin más encogiéndose de hombros.
Ambos reímos hasta que la música cambió y el DJ anunció una tanda de reguetón "elegante", si es que eso existía.
—¿Bailas? —me preguntó William, señalando la pista.
—¿Tú bailas?
—Lo intento. Después de dos tragos me sale mejor.
—Eso tengo que verlo.
Sin pensarlo mucho, lo seguí. La pista ya estaba animada. Luces de colores, gente riendo, el bajo vibrando en el suelo. Al principio nuestros movimientos fueron torpes, pero luego comenzamos a soltarnos, como si el estrés se resbalara con cada paso mal dado.
—¡Esto es ridículo! —grité sobre la música mientras él me hacía girar torpemente.
—¡Lo sé! ¡Pero es lo más divertido que he hecho hoy!
—¡Y eso que conocí a tu abuelo!
Ambos nos reímos. Su mano se apoyó en mi cintura con naturalidad, y sin querer comenzamos a seguir el ritmo de la música más de cerca, más coordinados, como si lleváramos bailando juntos desde siempre. Entre risas, miradas intensas y tragos compartidos, por un momento, todo lo demás —contratos, mentiras, compromisos familiares— pareció disolverse en la pista.
Y ahí estábamos: dos personas atrapadas en una mentira demasiado creíble, bailando como si la verdad no existiera... y como si eso no fuera, en sí, el comienzo de algo más peligroso que un simple contrato.
—¿Quieres otra ronda? —me preguntó con una sonrisa ladeada, respirando agitado por la danza.
—Solo si después me enseñas ese paso que casi nos mata.
—Trato hecho.
Y con un brindis improvisado en medio de la pista, sellamos una noche que, sin querer, se grabaría en nuestras memorias con más fuerza de la que ambos imaginaban.
, no podías ser tan wey, como vas y besas a esa cucaracha mal habida