La primera regla de la amistad era clara: no tocar al hermano. Y mucho menos si ese hermano era Ethan, el heredero silencioso, la figura sombría que se movía como una sombra en la mansión de mi mejor amiga, Clara.
Yo estaba allí como refugio, huyendo de mi propia vida, buscando en Clara la certeza que había perdido. Pero cada visita a su casa me acercaba más a él.
Ethan no hablaba, pero su presencia era un lenguaje. Podías sentir la frustración acumulada bajo su piel, el resentimiento hacia el mundo que su familia le obligaba a soportar. Y, de alguna forma, ese silencio me llamó.
Sucedió una noche, con Clara durmiendo en el piso de arriba. Me encontró en el pasillo. Su mirada, siempre distante, se clavó en la mía, y supe que la línea entre la lealtad y el deseo se había borrado. Me tomó la cara con brusquedad. Fue un beso robado, cargado de una rabia helada y una necesidad desesperada.
No fue un acto de amor. Fue un acto de traición.
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Capitulo XV La trampa
El sol aún no había salido cuando un toque suave pero insistente en la puerta me despertó. La adrenalina de la noche anterior me había mantenido en un sueño ligero y tenso.
Abrí la puerta. Clara estaba allí, vestida de manera casual, con un ramo improvisado de hortensias blancas del jardín en la mano. Su rostro mostraba el cansancio de una noche sin dormir, pero sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y pánico.
—Es hora, Liv —susurró—. Ethan está esperando.
Me vestí con el sencillo vestido crema que había sido mi uniforme de cebo el día anterior. Parecía apropiado: era un matrimonio de conveniencia, no de romance. Clara me tendió el ramo.
—Sé que no es el vestido que hubieras elegido, ni la ocasión, pero... te ves hermosa. Sé que lo estás haciendo por nosotros, Liv.
—No solo por ti, Clara —le aseguré, tomando el ramo y sintiendo el compromiso en el peso de las flores.
Bajamos en silencio. El señor Hawthorne, de mala gana, había aceptado el plan. Estaba en el vestíbulo, con el rostro de piedra y el traje de negocios ya puesto.
—Vamos —ordenó.
Ethan estaba junto a la puerta, inusualmente nervioso. Llevaba un traje que parecía haber sido puesto a toda prisa, pero se veía impecable. Al verme, la tensión abandonó momentáneamente su expresión.
—Te ves... perfecta —murmuró, tomando mi mano. Su agarre era firme, real.
El viaje al registro civil fue en un silencio tenso, solo roto por las instrucciones cortantes del señor Hawthorne sobre cómo debía manejarse el storytelling para la prensa.
—Esto es un matrimonio de amor, Ethan. Entendido. De prisa, para evitar el escándalo de la boda fallida de Clara. Nada de puñetazos. Nada de bodegas.
Llegamos a un registro civil antiguo y sobrio. Era un lugar sin glamour, perfecto para un contrato legal urgente. Solo estábamos nosotros, Clara como testigo, y el señor Hawthorne, vigilando que cada paso se diera según sus términos.
El juez de paz, un hombre amable y cansado, inició la ceremonia. Las palabras eran huecas, una formalidad legal, hasta que llegó el momento de los votos.
—Señor Ethan Hawthorne, ¿toma usted a Olivia Fernández como su legítima esposa...?
—Sí, acepto —dijo Ethan, su voz firme, mirando a su padre solo para desafiarlo, pero luego volviendo sus ojos hacia mí.
Cuando el juez se dirigió a mí, sentí el peso de la decisión. Alexander, el fraude, Clara, el chantaje, la empresa... todo se resumía en ese momento.
—Señorita Olivia Fernández, ¿toma usted a Ethan Hawthorne como su legítimo esposo...?
—Sí, acepto —respondí, mi voz clara.
El juez sonrió. —Entonces, por el poder que me ha conferido el Estado... pueden besarse.
Ethan me tomó el rostro con ambas manos, justo como lo había hecho en la terraza. Este beso, sin embargo, no fue un arrebato de rabia ni una súplica. Fue una promesa. Era el beso del esposo, del cómplice, del hombre que me había gritado que era "su mujer" ante su enemigo. Había una intensidad y una pertenencia en ese beso que hizo que todo lo demás desapareciera.
Cuando nos separamos, ya éramos marido y mujer. El señor Hawthorne, irritado por la muestra de afecto público, nos apresuró.
—Firma aquí. Y aquí. Ethan, necesitamos que me acompañes a la oficina de Alexander. Él tiene que firmar la fusión y entregar las fotos antes de que mi decisión se filtre.
Ethan se giró hacia mí, sus ojos llenos de fuego. —Espérame en casa. Esto no tomará mucho tiempo.
—Ve —le dije.
Clara me acompañó de vuelta a la mansión. En el coche, ella no habló de la boda, sino de su plan.
—En cuanto tu padre firme esa fusión, tienes que ir a la oficina, Clara. Lleva las pruebas que encontraste —le dije.
—Lo haré. Y Liv... gracias por todo. Y por casarte con mi hermano. Sé que él te ama, aunque sea un idiota.
Llegué a la mansión como la Sra. Hawthorne, con un ramo de flores y la certeza de que mi vida había cambiado irrevocablemente.
Esperé en el vestíbulo. Pasaron dos horas. El teléfono de la casa sonó. Lo atendí.
—¿Sí?
—¿Sra. Hawthorne? Soy el señor Sterling, el padre de Alexander.
Sentí un escalofrío.
—Sí, soy yo. ¿Qué sucede?
—Solo llamo para felicitarla a usted y a Ethan. Pero debo advertirle algo. Alexander no es un buen perdedor. Ha cumplido su parte del trato: el testimonio y las fotos de su intercambio en la suite de invitados han sido eliminados de su poder. Pero él no es estúpido.
—¿A qué se refiere?
—Se refiere a que Alexander no esperó a la firma de la fusión. Él sabía que Ethan lo iba a traicionar. Envié a mi hijo a firmar el documento, pero Alexander ya había hecho un movimiento.
—¿Cuál?
—La cláusula que usted y Ethan encontraron. La que anula el trato si un firmante es culpable de fraude. Alexander la modificó anoche, después de la pelea. Hizo que la cláusula se activara si su cónyuge era culpable de cualquier delito.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Usted y su nuevo esposo son ahora cómplices en un matrimonio fraudulento. Pero Alexander no podía usar el fraude. Así que le dejó un regalo de boda, Sra. Hawthorne.
El padre de Alexander suspiró, con un matiz de admiración por la maldad de su hijo.
—Mientras estaban en el registro civil, Alexander fue a un bar y fingió un altercado. Lo arrestaron. No por fraude, sino por alteración del orden público. Es un delito menor, pero es un delito.
—No entiendo.
—Ethan fue a firmar la fusión con un criminal. Y usted es su esposa. Alexander ha transferido una pequeña cantidad de dinero a una cuenta bancaria a su nombre, en el extranjero, que usted abrió hace tres semanas.
—¡Yo no abrí ninguna cuenta!
—Alexander lo hizo. Y al abrirla a su nombre, él la ha implicado en su fraude de forma retroactiva. La ha convertido en su cómplice, con un rastro de dinero. Si la fusión se firma, su esposo es el cónyuge de un criminal, y usted es la titular de una cuenta sucia. Alexander ha usado su matrimonio para hacer que ambos sean inaceptables para la junta. Y ahora, su matrimonio es la razón por la que la fusión se anula.
El plan de Alexander había sido una obra maestra de maldad. Había obligado al matrimonio para que ese mismo matrimonio fuera el arma final contra Ethan y el detonante de la anulación de la fusión por causas fraudulentas, implicándonos a ambos.
Colgué el teléfono, las hortensias blancas en mis manos se sentían como cadenas. El matrimonio de conveniencia que debía salvarnos, se había convertido en la herramienta de nuestra destrucción.
En ese momento, la puerta principal se abrió. Ethan y su padre entraron. La expresión de Ethan era de triunfo; la de su padre, de alivio.
—¡Funcionó, Liv! —exclamó Ethan, acercándose a mí—. Alexander firmó. Está fuera. ¡Lo hicimos!
Pero yo solo podía mirar a mi esposo. Habíamos ganado una batalla, pero acabábamos de perder la guerra. Y nuestro matrimonio era ahora la prueba.