Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 14
Elías salía tarde de la oficina, con el cansancio pegado a la piel y la cabeza cargada de alcohol. Apenas puso un pie en el estacionamiento subterráneo, dos hombres lo esperaban junto a un auto oscuro. Uno de ellos encendió un cigarrillo, el otro abrió la puerta trasera y le hizo una seña.
—Súbete, arquitecto. Tenemos que hablar.
Elías dudó un instante, pero sabía que no había elección. Subió al asiento trasero, donde lo esperaba el mismo hombre que años atrás lo había engatusado con inversiones fáciles y rápidas. Sus ojos brillaban con un cinismo frío.
—Nos enteramos de algo interesante… —dijo con una sonrisa torcida—. Tu adorada esposa quiere divorciarse de ti. ¿Sabes? Nos encanta estar al día con tus asuntos. Sabemos dónde vive, dónde estudia… incluso dónde trabaja.
Elías apretó los puños con rabia.
—No quieran pasarse de listos.
El hombre soltó una risa seca.
—Tranquilo, Elías. Solo queremos recordarte que la seguridad de Valeria… y de tu hermana, depende de qué tan obediente seas.
Elías lo miró directo a los ojos, con una firmeza que no le conocían.
—Dejen de amenazarme. —Su voz salió dura, sin titubeos—. Sé muy bien cuáles son las consecuencias de hablar, pero aunque lo hiciera, nadie me creería. No tengo pruebas. Ya me destruyeron la vida lo suficiente como para seguir haciéndolo.
El silencio se hizo pesado. El humo del cigarro llenaba el aire del auto.
Elías continuó, con el rostro endurecido.
—Y escúchenme bien: si llegan a tocarle un solo pelo a Valeria o a mi hermana… les juro que no me va a importar nada. Los voy a destruir, aunque me cueste la vida.
El hombre lo observó en silencio unos segundos. Después sonrió, pero no era una sonrisa de burla, sino de interés.
—Mira quién al fin tiene agallas —dijo, apagando el cigarrillo en el cenicero—. Veremos si tus palabras valen tanto como tus proyectos, arquitecto.
La puerta se abrió de golpe, y lo empujaron fuera del auto. El vehículo se alejó entre la penumbra del estacionamiento, dejando a Elías solo, con el corazón golpeando en el pecho y un nuevo juramento clavado en el alma: proteger a Valeria, aunque eso lo enfrentara con sus propios demonios.
Valeria salía de la facultad, con los libros apretados contra el pecho y una sonrisa cansada pero orgullosa. A unos metros, Martín, con su moto negra, la esperaba como cada tarde. Era atento, siempre dispuesto a acompañarla, y sabía exactamente cómo arrancarle una sonrisa con sus bromas ligeras.
—¿Lista, futura doctora? —dijo, levantándose el casco con una sonrisa pícara.
—Lista —respondió Valeria, contagiándose de su energía.
Se subió a la moto, pero antes de que Martín arrancara, notó a alguien apoyado en un auto cercano. Su sonrisa se borró de golpe: era Elías.
Martín frunció el ceño, incómodo.
—¿Quieres que te espere? —preguntó en voz baja.
—Sí… mejor sí —murmuró Valeria, bajándose de la moto. Caminó con paso firme hacia Elías, aunque por dentro se removía una mezcla de ira y dolor.
Elías se enderezó, con la corbata floja y el rostro cansado.
—Solo quería decirte… —empezó, con la voz apagada— que me alegra mucho que estés estudiando otra vez. Sé que siempre fue tu sueño, Valeria. Y… por favor, cuídate. Uno nunca sabe las intenciones de las personas.
Valeria lo miró fijo, con un frío que lo atravesó por completo.
—Tienes razón —respondió con calma cortante—, uno nunca sabe. Por ejemplo, tú. Me desgraciaste la vida… y yo, de estúpida, que me dejé.
Elías bajó la mirada, sin palabras, sin defensa.
—Lo siento… —musitó, pero ella ya había dado media vuelta.
Martín la recibió de nuevo junto a la moto, con el ceño fruncido. No preguntó nada, solo le entregó el casco y arrancó el motor. Su presencia era silenciosa, firme, un contraste absoluto con la sombra derrumbada que quedaba atrás.
Desde la esquina, un auto de vidrios oscuros permanecía estacionado. Dos hombres observaban la escena, tomando fotos.
—Interesante —murmuró uno, mientras hacía zoom en la imagen de Valeria y Martín juntos—. Ahora ya sabemos que no está sola, averigüen quien es el.
El motor del auto rugió suavemente, siguiéndolos a la distancia.
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La oficina estaba en penumbras. Elías se había servido otro whisky, pero esta vez no lo tocaba. Se limitaba a girar el vaso en la mano, como si buscara en el ámbar del licor una respuesta que no llegaba.
Marcos entró sin tocar, con gesto serio.
—Te estás hundiendo, Elías. Si sigues así, no te va a quedar nada.
Elías levantó la mirada, cansada, con un brillo extraño en los ojos.
—Ya no me queda nada, Marcos.
—No digas estupideces —replicó su amigo, sentándose frente a él—. Todavía tienes la empresa, tienes a tu familia…
—¿Familia? —lo interrumpió Elías, con una risa amarga—. ¿De qué familia hablas? Mi madre siempre prefirió las apariencias, y mi hermana está cansada de buscarme sin que yo dé la cara. Y Valeria… —su voz se quebró apenas— Valeria me odia con toda la razón.
Marcos guardó silencio. Sabía que había algo más detrás de ese tono derrotado.
—Dime la verdad, Elías. ¿Qué está pasando?
Elías dejó el vaso sobre la mesa y se pasó las manos por el rostro. Respiró hondo antes de hablar.
—Los narcos volvieron.
Marcos lo miró incrédulo.
—¿Qué? Pensé que habías roto todo vínculo con ellos.
—Eso creí. Pero no… —Elías lo miró fijamente, con una seriedad que helaba—. Me buscaron hace unos días. Me dijeron que saben que Valeria quiere divorciarse de mí. Saben dónde vive, dónde estudia, con quién anda… incluso mencionaron a mi hermana.
Marcos se tensó, golpeando la mesa con la palma.
—¡Maldita sea, Elías! ¿Te das cuenta de lo que significa?
—Claro que lo sé —respondió él, con un tono seco—. Les dije que se acabó, que ya me destruyeron bastante. Que, si se atreven a tocarle un solo pelo a Valeria o a Nora, no me va a importar nada, los voy a destruir.
Marcos lo observó, entre rabia y miedo.
—¿Y crees que con palabras los vas a detener? ¡Esto es más grande que tú, Elías! No estás lidiando con simples empresarios corruptos, son gente capaz de todo.
Elías apoyó los codos en la mesa, enterrando la frente en sus manos.
—Lo sé, Marcos. Pero ya no tengo nada que perder. Solo me queda protegerlas a ellas… aunque sea lo último que haga.
Marcos lo miró en silencio, con un nudo en la garganta. Por primera vez, entendía el nivel del abismo en el que estaba metido su amigo.
Marcos se pasó la mano por el cabello, nervioso, como si buscara desesperadamente una salida.
—Elías, escucha, no puedes seguir cargando con esto solo. Lo correcto es ir a la policía, denunciarlo todo. Con pruebas o sin ellas, algo se puede hacer.
Elías soltó una carcajada amarga, esa risa que no tiene humor sino dolor.
—¿La policía? Ya lo intenté una vez, Marcos.
—¿Qué? —Marcos lo miró incrédulo.
Elías se inclinó hacia adelante, su mirada oscura y pesada.
—Fue hace años, cuando apenas empezaba a sospechar quiénes eran de verdad. Pensé que podía salir de todo esto por la vía correcta… fui a buscar a un oficial en el que confiaba. Y ¿sabes qué pasó?
Marcos no respondió, apenas lo escuchaba con el estómago encogido.
—Lo único que me gané fue una paliza —dijo Elías, con la voz quebrada, recordando—. Me dejaron tirado como un perro, con la advertencia clara. Días después, Valeria estuvo a punto de ser atropellada en la calle. No fue un accidente, Marcos… fue un aviso.
El silencio cayó pesado entre ellos.
Elías apretó los puños, los nudillos blancos.
—Todos los policías trabajan para ellos, todos. No hay a quién acudir. Si vuelvo a intentarlo, no solo me matan a mí… también la ponen en la mira otra vez. Y esta vez no fallarían.
Marcos tragó saliva, sintiendo un frío recorrerle la espalda.
—Entonces… ¿qué piensas hacer? ¿Vas a dejar que te controlen para siempre?
Elías lo miró fijamente, con una mezcla de cansancio y determinación.
—No lo sé, Marcos. Pero lo único que tengo claro es que no voy a volver a poner en peligro la vida de Valeria. Aunque me odie, aunque no me quiera ver nunca más… prefiero que me maldiga, a verla muerta por mi culpa.
Marcos lo observó en silencio, dándose cuenta de que su amigo estaba atrapado en una jaula sin salida, una jaula que ni siquiera la justicia podía abrir.
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo