Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 15: Sombras que Nombran
Théodore
La oscuridad no siempre cae; a veces se alza, silenciosa, con el nombre de alguien en los labios.
Desde el instante en que Annabelle pronunció aquella frase —una cadena de sílabas antiguas, hendidas de un poder que no reconocía, pero que Théodore sí— el tiempo pareció astillarse. No de manera visible, sino como se parte una melodía perfecta: un disonante quiebre que reverbera por dentro.
Él no lo gritó, pero supo. Supo.
La lengua olvidada que emergió de los labios de Annabelle no era un vestigio académico, no una imitación ritualística. Era la lengua original. La que sólo los Fundadores hablaron en voz alta la noche en que hicieron el Pacto, cuando la carne de lo eterno se separó de lo humano y ellos dejaron de ser simplemente inmortales. Aquella lengua estaba prohibida desde entonces. No por decreto, sino por miedo. Porque pronunciarla era pronunciar una verdad que arrastraba todo lo que tocaba hacia un umbral distinto.
Y ella la había dicho sin saber.
Vocem Obscuram.
La voz oscura. El nombre velado.
Théodore no volvió a oír nada más durante la ceremonia. Sólo los latidos de su corazón —lentos, densos como campanadas apagadas— y el crujido de las hojas a sus pies cuando abandonó el salón. No se despidió. No miró a los demás. Ni siquiera a la Mentora, que lo observó partir con una mirada más ancestral que severa.
Caminó sin pensar. O quizá pensaba demasiado. Lo hacía como cuando uno respira hondo en el borde de un abismo: para no caer… o para asegurarse de caer bien.
Fue a los jardines, cruzó el ala este de la escuela, se detuvo frente a los mármoles del ala más antigua, allí donde las sombras eran más profundas incluso con luna llena. Velharrow no dormía esa noche. Ni el edificio, ni la historia encerrada en él.
Y entonces se dejó caer, apoyando la espalda contra la piedra, como si necesitara algo inmóvil para recordarse real.
Lo que lo inquietaba no era sólo el hecho de que Annabelle hubiese pronunciado una frase de una lengua que no se enseña ni se archiva. Era cómo la había dicho. Como si algo hubiera hablado a través de ella… o como si ella misma hubiese sido eso otro durante un instante.
Y él la conocía. O creía hacerlo. Desde aquella primera mañana en que entró al aula con su cuaderno, la mirada baja y el gesto de quien quiere pertenecer a algo que aún no comprende. Théodore había observado su fragilidad con la curiosidad que uno dedica a lo desconocido; pero esa fragilidad escondía algo. Ahora, lo sabía.
"Ella no recuerda", murmuró. "Pero alguien dentro de ella sí".
El pensamiento era inaceptable. Y por tanto, inevitable.
Sus recuerdos —los verdaderos, los de antes de la Escuela, de antes de ser un Eterno— eran fragmentarios, como si alguien los hubiese sepultado con cuidado bajo capas de siglos. Pero aquella noche… aquella noche del Pacto original, en la cima de la colina rodeada de cirios y juramentos, no la había olvidado del todo.
Él había estado allí.
Era un niño. O al menos, tenía el cuerpo de uno. Tenía la voz aguda aún, el miedo dibujado en las pestañas, y la certeza de que quien estaba a su lado —una figura de ojos dorados y promesas temblorosas— no debía morir.
No recordó el rostro. Pero sí el tacto de una mano que apretó la suya antes de hablar en esa lengua.
Vocem Obscuram.
La misma frase. El mismo eco.
Y ahora, siglos después, una chica con ojos tristes y voz quebrada había pronunciado el mismo conjuro sin saberlo.
¿Era una reencarnación? ¿Un sello olvidado que se abría? ¿O era Annabelle algo completamente nuevo? Algo que la historia de los Eternos no había contemplado. Un error. Un renacer.
Detrás de él, las hojas crujieron. Théodore giró el rostro sin levantarse.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo una voz.
Era la Mentora. Pero no traía su bastón, ni el halo de solemnidad con el que siempre se revestía. Sólo una sombra como capa, y un libro cerrado en las manos.
—No me escondía —respondió él.
—Lo sé. Los que huyen no eligen los lugares más visibles.
Ella se sentó junto a él. El mármol pareció no afectarle. Ni el frío. Ni la noche.
—Annabelle no lo sabe, ¿verdad?
Théodore negó con la cabeza.
—No. Pero algo dentro de ella sí. Y eso es aún más peligroso.
La Mentora asintió, sin sorpresa. Abrió el libro. No para leer, sino para mostrarle una página: una ilustración antigua. Una figura femenina, con los brazos abiertos, rodeada de fuego negro.
—La Llama Silente —murmuró ella—. El mito del Quinto Juramento.
Él frunció el ceño. Esa historia no se enseñaba. Ni siquiera se discutía.
—Era sólo una advertencia, una alegoría.
—Eso pensamos —dijo la Mentora—. Pero si el fuego ha regresado con un nombre y un rostro, no es una metáfora. Es una promesa rota que viene a reclamar su sitio.
Théodore cerró los ojos. El aire le sabía a ceniza.
—¿Y qué haremos con ella?
La Mentora lo miró, seria.
—Lo que no hicimos la primera vez.
Cuando regresó a su dormitorio esa noche, Théodore no pudo dormir. No por miedo, sino por una inquietud más íntima: la certeza de que todo lo que él creía saber estaba por cambiar. Y que, por alguna razón oscura, Annabelle sería el epicentro de esa transformación.
La observó desde la ventana cuando ella salió a los jardines al amanecer. Caminaba descalza, como si el mundo no pudiera herirla. O como si cada piedra bajo sus pies la estuviera recordando.
Y entonces pensó: Quizá no debemos protegerla de lo que es. Quizá debemos proteger al mundo de lo que va a recordar.
Y en el fondo, supo que no estaba listo para perderla.