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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Status: Terminada
Genre:Completas / Amantes del rey / El Ascenso de la Reina
Popularitas:2.7k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades

NovelToon tiene autorización de Luisa Manotasflorez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capitulo 13

Capítulo: El Conflicto Religioso

La situación era cada vez más insostenible. Apenas unos días habían pasado desde que comenzaron a llegar las primeras noticias de las tensiones entre los católicos y los protestantes. Sabía que este problema siempre estaría latente desde el día en que me coronaron reina. María, mi hermana, había restaurado el catolicismo a través de una brutal persecución de los protestantes, y ahora, como reina protestante, el equilibrio en mi reino pendía de un hilo.

Entré en la sala del Consejo Privado. Los hombres ya estaban reunidos, intercambiando miradas preocupadas y murmurando entre ellos, hasta que mi presencia les impuso silencio. Sabía que lo que estaba por escuchar no sería fácil de digerir.

—Majestad, las tensiones religiosas han vuelto a explotar —dijo Lord Cecil, mi consejero más leal—. En el norte, los católicos están organizando una rebelión. Tememos que esto pueda ser más grave de lo que inicialmente pensamos.

Caminé hasta la cabecera de la mesa, sintiendo el peso de las palabras de Lord Cecil. Lo había anticipado. Sabía que muchos católicos jamás aceptarían mi autoridad sobre la Iglesia de Inglaterra. Desde la promulgación del Acta de Supremacía y el Acta de Uniformidad, algunos de ellos, especialmente los nobles, me veían como usurpadora.

—¿Cuál es la situación en el norte? —pregunté, sin permitir que la preocupación se filtrara en mi voz.

—Los nobles católicos están movilizando a sus hombres. Los informes indican que están buscando apoyo extranjero, posiblemente de España —respondió Lord Sussex, con el semblante tenso—. Si Felipe II ve una oportunidad de intervenir, podríamos enfrentar una invasión.

Felipe. El mismo hombre que una vez fue esposo de mi hermana, María. Sabía que él no dudaría en aprovechar cualquier señal de debilidad para socavar mi reinado. Él, como católico ferviente, no perdonaría que Inglaterra haya vuelto a la Reforma protestante.

—Majestad, debemos actuar con rapidez —añadió Lord Norfolk—. Si permitimos que esta rebelión crezca, corremos el riesgo de que más nobles se unan a ellos. Los católicos de Inglaterra aún tienen poder y recursos.

Asentí lentamente, considerando mis opciones. No podía permitir que esta rebelión creciera, pero tampoco podía desencadenar una guerra civil. Inglaterra estaba en una situación precaria. Cada acción que tomara ahora determinaría si manteníamos la paz o nos hundíamos en el caos.

—No permitiré que esta rebelión se expanda, pero tampoco buscaré la sangre de mis súbditos —dije, manteniendo mi voz firme y serena—. Los líderes de esta rebelión deben ser apresados y juzgados, pero los campesinos y aquellos que se han visto arrastrados a este conflicto no serán castigados severamente. No deseo más mártires que alimenten el odio entre protestantes y católicos.

El consejo asintió, aunque algunos mostraron dudas. Sabía que algunos de ellos preferían una mano más dura, pero debía mantener un delicado equilibrio. Si forzaba demasiado, el reino podría volverse en mi contra.

—Lord Cecil —continué—, asegúrate de que los nobles más poderosos sepan que la corona no tolerará traiciones, pero hazlo de manera que no los empujemos hacia el lado equivocado. Si podemos disuadirlos, esta rebelión se desmoronará antes de que comience.

Lord Cecil inclinó la cabeza, comprendiendo perfectamente mis intenciones.

—Majestad, enviaré emisarios a las familias católicas más influyentes. Si conseguimos su neutralidad o su apoyo, los rebeldes perderán fuerza.

—Excelente —respondí—. Y que se refuercen las defensas en nuestras costas. No podemos permitir que ningún barco español o francés entre sin ser detectado.

La reunión concluyó, y los consejeros comenzaron a abandonar la sala. Pero antes de que Lord Cecil se marchara, me acerqué a él.

—Cecil —dije en un tono más bajo—, si Felipe intenta intervenir, debo saberlo de inmediato. No permitiré que este reino vuelva a caer en manos extranjeras.

Él asintió gravemente y se retiró.

Me quedé sola en la sala, con el eco de mis propias palabras resonando en mis oídos. Sabía que esta batalla no solo era política, sino profundamente personal. Felipe, Roma, los nobles católicos... todos ellos querían que yo cayera. Pero no les daría ese placer.

Caminé hasta la ventana y miré hacia las calles de Londres. El viento agitaba las banderas de la ciudad y sentí cómo mis pensamientos se enredaban con la brisa. Sabía que el peso de la corona era grande, pero también sabía que estaba destinada a llevarla.

Inglaterra era mía, y haría lo que fuera necesario para mantenerla unida, aunque las llamas del conflicto religioso siguieran ardiendo en sus entrañas.

—Que Dios me dé la sabiduría para guiar este reino —murmuré, aunque en mi corazón sabía que tendría que confiar en mi propio juicio más que en los designios divinos.

Este conflicto sería solo uno de los muchos desafíos que mi reinado enfrentaría, pero estaba lista para todos ellos. No permitiría que el reino de mi padre, dividido por la religión, cayera en manos de ningún enemigo, interno o externo.

Calmando las Aguas

Habían pasado semanas desde la primera noticia de la rebelión católica en el norte, y aunque la situación aún era tensa, comenzaba a ver pequeños indicios de que la paz podía restaurarse, al menos de manera temporal. No era una victoria absoluta, pero sí un paso en la dirección correcta, una tregua que podría permitirnos respirar.

Me encontraba nuevamente en la sala del consejo. Los hombres de mi círculo más cercano hablaban entre sí, pero esta vez, la urgencia en sus voces se había calmado. Lord Cecil, con su aguda inteligencia, había logrado que varios nobles católicos influyentes permanecieran neutrales. Había evitado, con gran habilidad, que la rebelión creciera en proporciones alarmantes. Los emisarios que enviamos volvieron con noticias de que algunos nobles aceptaban, de mala gana, someterse a mi autoridad por el momento.

Me senté en mi silla al final de la mesa y miré a los miembros de mi consejo. Había cierto alivio en sus rostros, aunque sabíamos que la amenaza no había desaparecido por completo.

—Majestad —comenzó Lord Cecil—, la rebelión parece haber perdido fuerza. Los líderes más destacados han sido apresados y juzgados, y aquellos que aún se resisten han perdido el apoyo de los grandes señores. Parece que, por ahora, hemos evitado el desastre.

Me crucé de brazos, consciente de que "por ahora" eran las palabras clave. En este reino, siempre era "por ahora". Pero sentí una pequeña satisfacción de que, al menos por un tiempo, las arcas del reino no serían agotadas por una guerra interna.

—Hemos dado un paso importante —dije, mirando a cada uno de mis consejeros—. Pero no podemos bajar la guardia. Aunque el levantamiento se ha contenido, debemos ser vigilantes. El catolicismo no desaparecerá de la noche a la mañana, y aquellos que buscan derrocarme esperarán el momento más propicio para intentarlo de nuevo.

El consejo asintió en acuerdo. Sabían tan bien como yo que una victoria parcial era solo una tregua, no el fin de la batalla.

—¿Y qué noticias tenemos de Felipe? —pregunté. El rey de España aún representaba la mayor amenaza exterior.

—Nuestros espías informan que, por ahora, no tiene intención de enviar fuerzas, Majestad —respondió Lord Sussex—. Parece que sus propios asuntos en los Países Bajos lo mantienen ocupado, al menos temporalmente.

—Temporales también son los vientos que mueven su interés —repuse—. No debemos confiarnos. Que se fortifiquen las defensas en la costa, y que continúen las negociaciones con las potencias europeas. No debemos quedarnos aislados si algún conflicto mayor estalla.

La reunión concluyó poco después. Había avanzado lo suficiente como para sentir que habíamos evitado el desastre, pero sabía que este no sería el último intento de los católicos por restaurar su poder. Sin embargo, sentí una extraña calma, como si en mi interior una pequeña victoria personal se hubiera ganado.

Me dirigí a mis aposentos privados para poder reflexionar en silencio. Mis damas de compañía me ayudaron a quitarme el pesado manto que llevaba, susurrando palabras tranquilizadoras sobre cómo el reino volvería a florecer ahora que las cosas se calmaban. Pero en mi corazón sabía que la paz siempre sería frágil en este reino dividido.

Cuando quedé sola, miré por la ventana, observando las nubes que se deslizaban lentamente por el cielo londinense. Pensé en todo lo que habíamos pasado. María había gobernado con puño de hierro, intentando devolver a Inglaterra a la fe católica mediante la fuerza. Y aunque yo había optado por un camino más moderado, sabía que siempre habría quienes me verían como una hereje y usurpadora.

Pero Inglaterra no necesitaba más sangre derramada por la religión. Lo que el país necesitaba era estabilidad, incluso si eso significaba que yo tendría que mantener una danza delicada entre las distintas facciones, concediendo lo suficiente para mantener la paz, pero no tanto como para poner en peligro mi reinado.

—Un poco de paz, al menos por ahora —murmuré para mí misma.

Sabía que la amenaza católica no había desaparecido, pero sentía que habíamos logrado una victoria significativa. Los líderes rebeldes habían sido capturados, los nobles poderosos se mantenían neutrales, y la intervención extranjera se había evitado. No era la paz definitiva, pero era suficiente para que el reino respirara, al menos por un tiempo.

Y mientras estuviera en el trono, no permitiría que Inglaterra volviera a caer en el caos religioso que había sufrido durante el reinado de mi hermana.

El Atentado en la Catedral

El día era sombrío, un reflejo del estado de mi reino, que se encontraba atrapado en el conflicto religioso. Decidí asistir a la catedral de San Pablo, un lugar que siempre había sido un refugio espiritual para mí. Mis damas de compañía me seguían, sus expresiones eran un entrelazado de preocupación y admiración mientras avanzábamos por los pasillos adornados de la catedral.

Al llegar, el aire estaba impregnado del aroma a cera y incienso. Me senté en un banco, cerrando los ojos y elevando una oración en silencio, buscando guía y fortaleza en estos tiempos turbulentos. Pero mi momento de paz fue pronto interrumpido.

—¡Hereje! —gritó una voz resonante, rasgando la tranquilidad del recinto sagrado. La palabra cortante parecía reverberar en las paredes de piedra. Abrí los ojos, mi corazón se detuvo al reconocer el odio reflejado en el rostro del hombre que se acercaba.

Sabía que era un católico extremista, y en ese instante comprendí que mi vida estaba en peligro. Sin embargo, no podía mostrar debilidad. Tenía que mantener la compostura, no solo por mí, sino por el reino que representaba.

—¡Cierra la boca! —logré gritar, mi voz llena de autoridad, aunque temía que no bastara para detenerlo.

De repente, el hombre se lanzó hacia mí. Antes de que los guardias pudieran intervenir, disparó. Sentí una punzada aguda en mi hombro. El dolor me hizo tambalear, y caí al suelo, el frío de la piedra penetrando en mi cuerpo.

Los gritos estallaron a mi alrededor mientras los guardias redujeron al atacante, pero todo me pareció un borrón. La sangre empapó mi vestido, y el mundo se desvanecía a mi alrededor.

Desperté días después, en mi alcoba, rodeada por la penumbra y el aroma a hierbas medicinales. Mi cuerpo yacía agotado, y la fiebre había hecho su trabajo, dejándome atrapada en un delirio. Sin embargo, mis pensamientos estaban claros. Sabía que había pasado dos semanas en la cama, luchando contra la herida en mi hombro, que los médicos se esforzaban por sanar.

Finalmente, cuando el cansancio y el dolor comenzaron a ceder, supe que no podía permanecer encerrada. La catedral, que había sido un lugar de paz, se había convertido en un campo de batalla. Pero debía encontrar la fortaleza para enfrentar lo que había sucedido.

Mis damas de compañía me ayudaron a vestirme. Elegí un vestido de terciopelo azul oscuro, que ocultaba las huellas de mi sufrimiento, y una capa que cubría mi hombro herido. No podía mostrarme débil ante mi pueblo. Tenía que ser la reina que Inglaterra necesitaba.

Cuando finalmente entré en la sala de audiencias, los rostros de mis consejeros eran serios, reflejando el temor que aún permeaba en el aire.

—Su Majestad —comenzó Lord Cecil—, hemos tomado medidas drásticas. La seguridad en la catedral y en toda la ciudad ha sido reforzada. El hombre que atentó contra usted ha sido capturado y juzgado.

Respiré hondo, el peso de la responsabilidad se sentía más intenso que nunca.

—No podemos permitir que el miedo dicte nuestras acciones, ni que el extremismo divida más a nuestra nación —declaré con firmeza—. Debemos buscar la unidad entre católicos y protestantes, encontrar un camino hacia la reconciliación.

Mis consejeros asintieron, reconociendo que la paz sería un desafío monumental. Pero en mi interior, sentía que no podía ceder ante el terror. Había vuelto a la vida, y con ella, la determinación de gobernar con justicia y compasión.

A pesar de que la herida en mi hombro tardaría en sanar, mi espíritu era indomable. Era la reina Isabel I, y no permitiría que el odio y el miedo gobernaran mi reino. Con cada latido de mi corazón, sabía que estaba lista para enfrentar cualquier adversidad que se interpusiera en mi camino.

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