Un relato donde el tiempo se convierte en el puente entre dos almas, Horacio y Damián, jóvenes de épocas dispares, que encuentran su conexión a través de un reloj antiguo, adornado con una inscripción en un idioma desconocido. Horacio, un dedicado aprendiz de relojero, vive en el año 1984, mientras que Damián, un estudiante universitario, habita en el 2024. Sus sueños se transforman en el medio de comunicación, y el reloj, en el portal que los une. Juntos, buscarán la forma de desafiar las barreras temporales para consumar su amor eterno.
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CAPÍTULO 14: LA CAÍDA DE HORACIO
El teléfono en el taller de Irvin sonó hoy con un timbre distinto, como si el aparato mismo presagiara malas noticias. Sofía, con una sensación de inquietud que no podía explicar, se apresuró a contestar. Al otro lado de la línea, una voz temblorosa le pidió hablar con Horacio. Era Carmen, la vecina de la madre de Horacio.
—Horacio, es para ti —dijo Sofía, con una expresión de preocupación en el rostro.
Horacio dejó las herramientas y se acercó al teléfono, limpiándose las manos en el delantal. Al tomar el auricular, sintió un nudo en el estómago.
—¿Hola?, dijo con voz cautelosa.
—Horacio, soy Carmen, respondió la voz al otro lado — Tengo algo muy difícil que decirte. Lucas, tu hermano mayor, ha muerto en la guerra.
El mundo de Horacio se detuvo. Sintió como si el aire se volviera denso y pesado, dificultándole la respiración. Un dolor agudo atravesó su pecho, y las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos.
—No puede ser… murmuró, apenas audible.
—Lo siento mucho, Horacio, continuó Carmen, con voz quebrada. — Tu padrastro le ordenó a tu madre que no te avisara, pero yo sabía que tenías que saberlo. Mereces despedirte de él.
La noticia de la muerte de su hermano ya era devastadora, pero enterarse de que su propia familia no quería que asistiera al funeral fue un golpe aún más cruel. Horacio sintió una mezcla de tristeza, ira y traición. Las palabras de Carmen resonaban en su mente, cada una como una daga que se clavaba más profundo.
—Gracias, Carmen. No sé cómo agradecerte esto, dijo Horacio, tratando de mantener la compostura.
—Cuídate, Horacio. Sé fuerte, respondió Carmen antes de colgar.
Horacio dejó caer el auricular y se apoyó contra la pared, sintiendo que sus piernas no podían sostenerlo. Sofía, que había estado observando desde la distancia, se acercó y lo abrazó, tratando de ofrecerle algún consuelo.
—Lo siento tanto, Horacio, dijo Sofía, con lágrimas en los ojos.
Horacio no pudo responder. Solo podía pensar en su hermano, en la injusticia de su muerte y en el rechazo de su familia. Se sentía completamente desmoronado, como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros, aplastándolo lentamente.
...🕰️🕰️🕰️...
Horacio tomó la decisión de regresar a Campo Dorado, su pueblo natal. Necesitaba confirmar con sus propios ojos la veracidad de las palabras de Carmen. En lo más profundo de su ser, aún albergaba la esperanza de que todo fuera una mentira o una pesadilla de la cual despertaría en cualquier momento. Con el corazón apesadumbrado, se acercó a Irvin, quien trabajaba concentrado en una pieza de metal.
—Don Irvin, necesito pedirte algo, dijo Horacio, con la voz quebrada.
Irvin levantó la vista, notando la angustia en los ojos de Horacio.
—Claro, Horacio. ¿Qué sucede?, preguntó, dejando a un lado sus herramientas.
—Tengo que ir a Campo Dorado. Mi hermano… mi hermano ha muerto en la guerra. Necesito verlo, despedirme de él, explicó Horacio, luchando por contener las lágrimas.
Irvin lo miró con comprensión y tristeza. Se acercó y lo abrazó con fuerza.
—Lo siento mucho, Horacio. Tómate el tiempo que necesites. Aquí estaremos cuando regreses, dijo Irvin, con voz firme y reconfortante.
Esa noche, Horacio preparó su equipaje con manos temblorosas. Cada prenda que guardaba en la maleta parecía pesar una tonelada. Apenas pudo dormir, su mente era un torbellino de pensamientos y emociones. Al amanecer, se levantó temprano, con el primer rayo de sol, y partió hacia el pueblo.
...🕰️🕰️🕰️...
El viaje fue largo y silencioso. Horacio miraba por la ventana del autobús, observando cómo el paisaje cambiaba lentamente. Con cada kilómetro que avanzaba, la realidad se hacía más palpable y la esperanza de que todo fuera un mal sueño se desvanecía lentamente. Sentía un nudo en el estómago y una opresión en el pecho que le dificultaba respirar. Los recuerdos de su hermano y las palabras de Carmen se repetían una y otra vez en su mente, como un eco doloroso.
Al llegar a Campo Dorado, el paisaje familiar le trajo una mezcla de nostalgia y dolor. El pueblo, conocido por sus vastas extensiones de trigo que se mecían con el viento como un mar dorado, parecía igual que siempre, pero para Horacio todo había cambiado. Las casas de adobe, las calles polvorientas y los campos interminables de trigo le recordaban tiempos más felices, cuando él y su hermano corrían libres por los campos, sin preocupaciones.
Horacio bajó del autobús y respiró profundamente, sintiendo el aire fresco del campo. Sabía que enfrentarse a la verdad sería difícil, pero también sabía que era algo que debía hacer. Con determinación, se dirigió hacia la casa de su madre, reflexionando sobre la dura realidad que estaba a punto de enfrentar.
La casa de su madre se encontraba en las afueras del pueblo, obligando a Horacio a cruzarlo de un extremo al otro. Tomó un microbús que lo dejó a pocos metros de su destino. A medida que se acercaba, las lágrimas brotaban incontrolablemente de sus ojos. Temblaba de miedo y de la agonía que le causaba el dolor de su pérdida. Finalmente, se encontró frente a la puerta de la casa donde había crecido.
En el exterior de la casa, una cantidad considerable de automóviles y el carro fúnebre indicaban que el entierro estaba a punto de comenzar; había llegado a tiempo. Con el corazón latiendo con fuerza, tocó la puerta desesperadamente. Su madre, Eudora, abrió la puerta y, al verlo, se quedó sorprendida.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo te enteraste? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y molestia en su voz.
Horacio no pudo contenerse más. Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro y, sin poder articular palabra, se echó a llorar desconsoladamente.
Eudora, al ver el estado de su hijo, suavizó su expresión y lo abrazó y, con voz temblorosa, le dijo:
—Sé que te duele la muerte de tu hermano, Horacio, pero era mejor que no hubieras venido.
Horacio, sin causarle sorpresa alguna las palabras de su madre, se apartó ligeramente y la miró a los ojos, buscando una explicación.
—¿Por qué dices eso, mamá? —preguntó, con el corazón aún más pesado.
Eudora bajó la vista, como si le costara encontrar las palabras adecuadas.
—Tu sola presencia aquí va a causar un problema con Tomás —respondió finalmente, con un tono de voz cargado de preocupación.
Horacio sintió una punzada de dolor en el pecho, pero también una determinación creciente.
—No me importa lo que piense Tomás. Estoy aquí para despedirme de mi hermano, y nadie me va a impedir hacerlo —dijo con firmeza.
Horacio entró a la sala y, al ver el ataúd con el cuerpo de Lucas, rompió en llanto como un niño. Su tía Julieta, al verlo, se le acercó y lo abrazó con fuerza, tratando de consolarlo.
—Tranquilo, Horacio. Estamos todos aquí contigo —le susurró al oído.
En una esquina, Tomás, su padrastro, observaba la escena con una expresión de desdén. Al ver a Horacio, se le acercó con pasos firmes y una mirada de desprecio.
—¿Qué haces aquí, mariposón? —le espetó con voz áspera.
Horacio levantó la cabeza, aún con lágrimas en los ojos, y enfrentó a Tomás.
—Estoy aquí para despedirme de mi hermano, Tomás. No tienes derecho a decirme nada, respondió con voz temblorosa pero firme.
Tomás soltó una risa sarcástica.
—¿Despedirte? Tú no perteneces aquí. Siempre has sido una vergüenza para esta familia, dijo, con veneno en cada palabra.
Julieta, indignada, se interpuso entre ellos.
—¡Basta, Tomás! Este no es el momento ni el lugar para tus insultos. Horacio tiene todo el derecho de estar aquí, aseveró, con firmeza.
Tomás la miró con furia, pero antes de que pudiera responder, Eudora apareció y se colocó del lado de Tomás.
— Ves que no debías venir, mira el problema que has causado, Horacio.
Tomás bufó, pero finalmente dio un paso atrás.
—Hagan lo que quieran. Pero no esperen que me quede callado, dijo, antes de alejarse.
Horacio, aún temblando, miró a su tía con gratitud.
—Gracias —murmuró.
...🕰️🕰️🕰️...
Llegó el momento de trasladar el ataúd hacia la última morada de Lucas. El llanto, un lamento colectivo, dominaba el ambiente, impregnando el aire de una tristeza palpable. Horacio, con el corazón hecho pedazos, quiso cargar el ataúd de su hermano, pero su padrastro, se lo impidió con una frialdad cortante.
—No eres digno de cargar a tu hermano —declaró Tomás, con una mirada de desdén.
Horacio sintió una mezcla de rabia y dolor. El camino al cementerio estuvo lleno de lágrimas y suspiros, un cortejo fúnebre que avanzaba lentamente bajo el peso del dolor compartido. Al llegar, el ambiente se volvió aún más solemne. El ataúd fue colocado en su lugar final, y el llanto se intensificó, como un coro de corazones rotos.
Horacio, con el alma desgarrada, se acercó al ataúd por última vez.
—Adiós, hermano. Siempre te llevaré en mi corazón —dijo, con voz quebrada por la emoción.
Julieta lo abrazó, brindándole el consuelo que tanto necesitaba.
Finalizado el sepelio, mientras la multitud se dispersaba en la salida del cementerio, un grupo de jóvenes, antiguos compañeros de estudio de Horacio, lo vieron y comenzaron a burlarse de él por su condición de homosexual.
—Miren quién está aquí, el mariposón, dijo uno de ellos, con una sonrisa burlona.
—¿No te da vergüenza aparecerte por aquí?, añadió otro, con tono despectivo.
—Seguro que viniste a buscar novio, ¿verdad?, se mofó un tercero, provocando risas entre el grupo.
Horacio sintió cómo las palabras de sus antiguos compañeros le atravesaban el corazón como cuchillos. A pesar del dolor y la humillación, decidió no responderles. Con la cabeza en alto, continuó su camino, recordando que estaba allí para honrar la memoria de su hermano y no para dejarse vencer por la crueldad de aquellos que no entendían su dolor.
Después de todo lo acontecido, Horacio se sentía completamente devastado, tanto física como anímicamente. El dolor de la pérdida de su hermano lo había dejado exhausto, como si cada fibra de su ser estuviera cargada de un peso insoportable. Estaba sumido en una profunda tristeza. La muerte de su hermano había dejado un vacío inmenso en su corazón, un abismo de dolor que parecía no tener fin. Se sentía solo, a pesar del apoyo de su tía. La burla y el desprecio de su padrastro y de sus antiguos compañeros de estudio solo añadían sal a sus heridas, haciéndolo sentir aún más aislado y rechazado.
Esa noche, Horacio se refugió en la casa de su tía Julieta. Ya acostado en la habitación de huéspedes, el silencio de la noche lo envolvía, pero su mente no encontraba descanso. Incapaz de conciliar el sueño, tomó el reloj de bolsillo que siempre llevaba consigo. Lo observó detenidamente; las manecillas se movían con su ritmo habitual, imperturbables ante el dolor que lo consumía.
El tic-tac del reloj resonaba en la habitación, marcando el paso del tiempo de manera implacable. Horacio cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas volver a encontrarse con Damián en sus sueños, anhelando ese consuelo que solo su presencia podía ofrecerle. Sin embargo, la noche transcurrió en un vacío insondable, y Damián no atendió a su llamado.
El amanecer llegó, y con él, una sensación de desolación aún más profunda. Horacio se levantó de la cama, sintiendo el peso de la ausencia de su hermano como una losa sobre su pecho. La esperanza de encontrar alivio en sus sueños se había desvanecido, dejándolo solo con su dolor y sus recuerdos.
Que emoción