Nunca pensé que mi vida empezaría a desmoronarse por una simple sonrisa.
Una sonrisa joven, llena de confianza, que me desarmó sin el menor esfuerzo. Solo era una tarde común, una clase cualquiera. Yo, con mis libros, mis papeles, mi matrimonio de fachada y la máscara que llevo años usando para sobrevivir en el papel que el mundo me impuso.
Pero cuando ella entró al salón, con ese aire despreocupado y esa voz dulce llamando a mi hija por su nombre… todo dentro de mí tembló.
Ella era solo la mejor amiga de mi hija. La chica que almorzaba en mi casa, que reía fuerte en la sala, que compartía historias de la universidad en la terraza mientras yo fingía no escuchar. Pero en ese instante, cuando nuestras miradas se cruzaron en el pasillo de la universidad, algo cambió.
Ella me miró como si ya supiera más de mí que lo que yo misma me atrevía a admitir.
Soy profesora. Estoy casada. Y no he salido del clóset.
Ella es mi alumna.
Y es todo aquello que he ocultado ser durante toda mi vida.
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Capítulo 14
El silencio pesaba en el aire como una densa niebla. Júlia seguía inmóvil en la cocina, con los ojos muy abiertos y los hombros rígidos.
De repente, en un susurro entrecortado, soltó, sin poder contenerse:
— Es culpa mía, ¿verdad...? — su voz salió entrecortada, ahogada.
Gruesas lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Júlia, que temblaba ligeramente, como si apenas pudiera sostenerse en pie.
— ¡No, Júlia! — dice Elisa, mientras aún se ajustaba la toalla al cuerpo. Su expresión era de profundo dolor.
— La culpa no es tuya. La culpa es mía... por mentir tantos años... a todo el mundo... a mí misma.
Sofía, que hasta entonces estaba confundida, intercambió miradas entre su madre y su amiga, comenzando finalmente a entender.
Sin decir nada, como atraída por una fuerza incontrolable, Sofía cogió el portátil olvidado en la cama. Antes de que Elisa pudiera impedirlo, extendiendo el brazo en un reflejo, Sofía ya estaba sentada, con el aparato en el regazo.
— ¡Sofía, no! — pidió Elisa, con la voz entrecortada, casi suplicando.
Pero era demasiado tarde.
Sofía, decidida, comenzó a leer las líneas abiertas... la historia... la confesión... todo.
El corazón de la niña latía acelerado a medida que las palabras calaban hondo, revelando un lado de su madre que jamás imaginó que existiera.
Mientras tanto, Júlia, desesperada, dio dos pasos hacia atrás, sollozando.
Sin poder soportarlo, se dio la vuelta y salió corriendo por las escaleras hacia la puerta principal, las lágrimas cayendo descontroladamente.
Elisa se quedó paralizada en medio de la habitación, dividida entre correr tras Júlia o quitarle el portátil de las manos a su hija.
Su pecho se oprimía, su mente en pánico.
Fue entonces cuando, aún con los ojos fijos en la pantalla, Sofía dijo con una calma increíble:
— Ve, mamá. Ve tras ella.
Elisa miró a Sofía, sintiendo un amor inmenso y un dolor desgarrador al mismo tiempo.
Sin dudar más, giró sobre sus talones y salió corriendo, el viento de la mañana golpeando su rostro mientras cruzaba la puerta abierta.
Afuera, vio a Júlia ya en la acera, caminando rápido, con el cuerpo temblando.
— ¡Júlia! — llamó Elisa, corriendo tras ella.
Pero Júlia parecía no querer oír. Parecía querer desaparecer. Como si estuviera intentando huir no solo de aquella casa, sino de todo lo que sentía.
— ¡Júlia, por favor, espera! — imploró Elisa, con la voz entrecortada, alcanzándola y sujetando su muñeca con delicadeza.
Júlia se detuvo, pero no se giró.
Elisa vio las lágrimas correr libremente por las mejillas de la chica, el pecho jadeante de dolor.
— Perdóname... — susurró Elisa. — Perdóname por todo...
La tensión entre las dos era tan intensa que parecía un hilo a punto de romperse.
Júlia cerró los ojos con fuerza, luchando contra los sentimientos, contra las ganas de simplemente derrumbarse en sus brazos.
Detrás, en la puerta, Sofía observaba discretamente, el portátil aún en sus manos, entendiendo cada vez más lo que nadie nunca se atrevió a decir en voz alta.
Elisa respiró hondo, sujetando con más firmeza la muñeca de Júlia, que aún evitaba mirarla a los ojos.
— Júlia... mírame, por favor... — su voz salió casi como un susurro.
Lentamente, Júlia giró el rostro. Sus ojos estaban rojos, llenos de lágrimas, el labio inferior temblando.
Las dos entraron de nuevo en el salón.
— Yo... yo nunca quise hacerte daño. — comenzó Elisa, con la voz quebrada. — Todo esto... el desastre que está ocurriendo... no es culpa tuya. Es mía.
Júlia negó con la cabeza, intentando hablar, pero Elisa continuó:
— Me mentí a mí misma toda la vida, Júlia. Me escondí... Fingí ser quien esperaban que fuera. Intenté ser la mujer perfecta, la esposa perfecta... la madre perfecta... Pero en el fondo... estaba vacía.
En la puerta entreaberta de la casa, Sofía se apoyó en la pared de la escalera, escuchándolo todo. Su corazón latía fuerte.
Cada palabra de su madre parecía quitarle el aliento.
Elisa dio un paso más cerca de Júlia.
— Y entonces... llegaste tú. — sonrió, triste. — Con esa luz tuya, esa manera tuya de ser... Me hiciste sentir de nuevo. Me hiciste recordar quién era yo de verdad.
Júlia lloraba en voz baja, mordiéndose los labios para no derrumbarse.
— Me odié por sentir. Me culpé. Me pregunté cómo podía yo... contigo, tanto más joven, tan... especial. Pero no hubo forma de evitarlo, Júlia. No la hubo.
Las lágrimas se deslizaban por el rostro de Júlia, sin control.
— Intenté ser fuerte, intenté negarlo... Pero cada vez que me sonreías, cada vez que me tocabas, era como si mi corazón gritara... Me despertara...
Sofía, escondida, apretó los ojos, intentando procesarlo todo.
Dentro de ella, una mezcla de conmoción y empatía crecía.
Elisa sujetó el rostro de Júlia entre sus manos, delicadamente.
— Me diste algo que ni siquiera sabía que existía ya dentro de mí... Me hiciste sentir viva, Júlia. Me hiciste sentir amada de verdad, por primera vez en años.
Júlia cerró los ojos, dejando que las lágrimas cayeran libremente.
Elisa apoyó su frente en la de ella, tan cerca que compartían la misma respiración.
— Tengo miedo. Miedo de hacerte daño, miedo de arruinar tu vida... Pero también tengo miedo de perderte.
El silencio se volvió espeso, pesado.
Solo el sonido de las respiraciones mezcladas.
Y, desde la escalera, Sofía lloraba en silencio, entendiendo —por primera vez— quién era su madre de verdad.
Elisa aún mantenía su frente apoyada en la de Júlia, sintiendo la piel caliente de la chica contra la suya.
El corazón le latía tan rápido que parecía resonar por todo el cuerpo.
Entonces, sin previo aviso, Júlia levantó el rostro —estás guapa hasta con toalla y el pelo enredado—, sujetó la nuca de Elisa y la besó.
Un beso urgente, sentido, cargado de miedo, dolor y amor.
Elisa, por un segundo, se quedó helada —pero luego cedió—.
Besó a Júlia de vuelta, con todo el sentimiento que había guardado durante tanto tiempo.
Desde arriba, Sofía lo vio.
Vio el beso.
Vio el cariño.
Vio lo que nadie tuvo el valor de decir en voz alta.
No sabía si llorar, si gritar, si huir...
Sus piernas flaquearon, pero se obligó a moverse, subiendo lentamente las escaleras, cada paso como si fuera un peso extra en el pecho.
Sin saber qué pensar, sin poder respirar bien, Sofía entró en la habitación de su madre y se arrojó sobre la cama, abrazando la almohada.
El olor de Elisa todavía estaba allí.
El olor que ahora parecía cargar un millón de nuevas verdades.
Mientras tanto, en el salón, Elisa y Júlia separaron sus rostros lentamente, aún con los ojos cerrados.
— Ella ya lo sabe, ¿verdad? — la voz de Júlia salió ronca.
Elisa asintió, con un nudo en la garganta.
— Creo que sí... — susurró. — Estaba todo escrito en el portátil. No había forma de que no lo entendiera.
Júlia miró hacia la escalera, luego de nuevo a Elisa.
— ¿Vas a hablar con ella... o quieres que vaya yo primero? — preguntó, con un cariño enorme en la voz.
Elisa dudó. El miedo la paralizaba.
Júlia sonrió con ternura, secó la lágrima que corría por la mejilla de la mujer que amaba.
— Deja que yo hable con ella primero. Quizás... quizás yo pueda preparar su corazón antes de que tú entres, somos amigas, ella me entenderá.
Elisa solo pudo asentir, sin fuerzas para decir nada.
Júlia le acarició la mano y, respirando hondo, subió lentamente las escaleras.
Cada peldaño parecía pesado, mas ella sabía que precisaba hacer aquilo.
En la habitación, Sofía seguía encogida en la cama, el portátil al lado, abierto en la última página leída, las lágrimas silenciosas rodando por su rostro.
Cuando Júlia entró en la habitación, Sofía giró el rostro hacia ella, la mirada confusa, una mezcla de rabia, tristeza y un dolor que ni ella misma sabía nombrar.
Júlia cerró la puerta despacio y se sentó al borde de la cama, mirando a su amiga con cariño.
— Hola, Sofi... — susurró, con la voz entrecortada.