En un mundo que olvidó la era dorada de la magia, Synera, el último vestigio de la voluntad de la Suprema Aetherion, despierta tras siglos de exilio, atrapada entre la nostalgia de lo que fue y el peso de un propósito que ya no comprende. Sin alma propia pero con un fragmento de la conciencia más poderosa de Veydrath, su existencia es una promesa incumplida y una amenaza latente.
En su camino encuentra a Kenja, un joven ingenuo, reencarnación del Caos, portador inconsciente del destino de la magia. Unidos por fuerzas que trascienden el tiempo, deberán enfrentar traiciones antiguas, fuerzas demoníacas y secretos sellados en los pliegues del Nexus.
¿Podrá una sombra encontrar su humanidad y un alma errante su propósito antes de que el equilibrio se quiebre para siempre?
"No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy lo que queda cuando el mundo olvida quién eras."
NovelToon tiene autorización de Kevin J. Rivera S. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO XIII: Cuando la reina danza
— Kenja —
La lluvia caía como si el cielo estuviera llorando sangre. Cada gota resonaba en el silencio de mi mente, donde el vínculo mágico con Kurojin se extendía como un segundo par de ojos.
Lo veía a través de él.
No caminaba. Flotaba.
Sus pies apenas tocaban el suelo empapado, y ni una sola gota perturbaba el eco de su paso. Las sombras lo abrazaban con respeto. Incluso la lluvia parecía evitarlo, deslizándose sobre su silueta como si el mundo supiera que no debía molestarlo.
«Estoy dentro», pensé, y mi voz interior viajó por el canal del maná hasta Synera.
—Lo veo —susurré, más para mí que para ella.
—Concéntrate. Después me cuentas los detalles, espía inexperto —respondió Synera con su típica mezcla de sarcasmo y autoridad.
La ciudad aparecía fragmentada ante los ojos de Kurojin. Desde lo alto de una cornisa, bajo el tejado inclinado de una casa devastada, contemplaba el corazón del infierno.
Calles hundidas por el barro.
Charcos que mezclaban agua y sangre.
Cuerpos desmembrados como muñecos rotos, arrastrados por la corriente plomiza de la tormenta.
El humo se alzaba desde los callejones como si la ciudad respirara por heridas abiertas. Gritos apagados, susurros de dolor, chillidos de horror lejanos se entremezclaban con el ulular del viento.
—Dioses… —murmuré, con el estómago encogido—. Es una masacre
—Y apenas es la entrada —replicó Synera.
Kurojin descendió. Una sombra entre las sombras. Se movía como si el mundo girara a su ritmo. Deslizó una hoja curva por la garganta de un demonio Clase D y lo arrastró hacia la oscuridad. Ni un ruido. Ni una gota fuera de lugar.
El sigilo era arte.
La muerte, una danza.
Las grietas en el pavimento formaban patrones extraños. Había agujeros excavados por toda la plaza. Algunos recientes, otros tan profundos que el fondo era una promesa de locura.
Y entonces los vimos.
Humanos.
Obligados a cavar.
Sus cuerpos desnudos, su piel marcada por latigazos que silbaban en la penumbra. Cada golpe era un mandamiento infernal. Los demonios los vigilaban con ojos de hiena y látigos ardientes.
—Están buscando algo… —dije, la voz vibrando.
—Sí. Y nosotros también. Encuentra una ruta. Una entrada. Una oportunidad —ordenó Synera sin una pizca de emoción.
Tragué saliva.
Y Kurojin siguió.
Se deslizó por callejones donde la luz no se atrevía a entrar. Se ocultó entre columnas de humo y cadáveres. Uno a uno, fue eliminando demonios menores. Silencio absoluto. Como si nunca hubieran existido.
Hasta que el aire cambió.
Un escalofrío recorrió la ciudad como una plaga invisible. La lluvia cesó… como si algo allá arriba hubiese ordenado al cielo guardar silencio.
Kurojin se detuvo.
Incluso el viento dejó de moverse. Solo un murmullo… apenas un susurro… y luego nada.
Entonces la vi.
Emergió entre la niebla como una pintura maldita. Primero, su sombra. Luego, el contorno de su figura caminando lentamente, como si desfilara en una pasarela cubierta de sangre. Cada paso suyo era una nota de una sinfonía macabra.
Piel blanca. Demasiado blanca.
No era albina. No era pálida.
Era como si nunca hubiera tenido color. Como si su cuerpo hubiera sido esculpido en mármol helado bajo la luna.
Perfecta.
Irradiaba una belleza enfermiza. Tan hermosa que dolía mirarla. Sus rasgos eran finos, simétricos, casi angelicales, pero enmarcados por un aura de crueldad tan intensa que convertía su presencia en una contradicción viviente: el deseo y el miedo encarnados.
Cabello rosado pálido, cortado justo por encima de los hombros y perfectamente cuidado, le caía como seda mojada, pegándose al rostro mientras avanzaba. Sus orejas puntiagudas, adornadas con pendientes, sobresalían entre los mechones. Sus ojos, también rosados, tenían pupilas serpentinas que se estrechaban con un placer siniestro al contemplar el sufrimiento.
Vestía como si la guerra fuera un juego erótico: corsé oscuro de cuero apretado, falda rasgada que dejaba ver sus muslos, pantimedias de malla y tacones afilados como dagas. Dos alas de murciélago se desplegaban tras su espalda como cortinas en un espectáculo grotesco. Y su cola… larga, flexible, terminaba en una figura de corazón que se agitaba suavemente con cada uno de sus pasos.
Ella no caminaba. Se deslizaba.
En sus manos, colgaba un hombre.
Un civil. Tembloroso. Con la camisa empapada de lluvia, lágrimas y orina.
Lo sostenía del cuello con una sola mano, como si fuera un juguete roto.
—¿Intentando escapar de mí…? —susurró con una voz tan dulce como letal. Cada palabra suya era como miel sobre cuchillas—. Qué hombre tan apuesto. Me recuerdas a alguien… A uno que también gritó así justo antes de que lo desgarrara.
El hombre lloraba, rogaba, negaba saber algo sobre una joya.
Ella ladeó la cabeza, como una niña intrigada. Luego, con un dedo cubierto de garra afilada, trazó una línea desde su mejilla hasta el pecho del hombre. Lo acariciaba. Lo saboreaba con los ojos.
—Una pena… —susurró, y sus pupilas se dilataron de placer.
Sin previo aviso, su garra traspasó el pecho del hombre como una lanza de cristal.
El sonido fue… húmedo. Crujiente.
Arrancó su corazón con un gesto casi artístico. El cuerpo cayó como una bolsa vacía.
Ella… sonrió.
Levantó el corazón al cielo como un trofeo impío. Dio un par de giros sobre sí misma, como si danzara con él. Luego, lentamente, sacó la lengua y lamió la sangre que aún goteaba, estremeciéndose de placer.
—Delicioso… —susurró, sonrojándose como si acabara de besar a un amante—. Aunque le faltaba un poco de miedo. El miedo da mejor sabor.
Se lo devoró de un solo bocado.
Y cuando terminó, se limpió los labios con un dedo, lo lamió como una princesa juguetona, y luego miró al cadáver con desdén.
—Humano inservible —escupió, y lo pateó con tal fuerza que su cuerpo rebotó contra una pared como si fuera un trapo sin peso.
—¡Synera…! Esa cosa… —balbuceé.
Luego, se giró con elegancia, moviendo la cadera con un ritmo hipnótico, y desapareció entre la niebla como un susurro maldito.
Por un instante, nadie se atrevió a respirar.
Ni yo.
Ni Kurojin.
Ni el propio mundo.
Porque en ese momento, comprendimos una cosa:
La reina del pecado había salido a jugar.
Kurojin no se movió.
Ni un músculo.
Ni una respiración.
Su cuerpo, entrenado para la muerte, sabía cuándo volverse invisible. Y ahora, más que nunca, ser invisible era vivir.
La demonio ya se había desvanecido entre la niebla, pero su presencia permanecía suspendida en el aire, como un eco maligno. El aire olía distinto… como si la ciudad respirara su perfume: una mezcla embriagante de rosas negras y carne quemada.
Un perfume imposible de olvidar.
Desde mi conexión con Kurojin, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Era como si su esencia me hubiera tocado directamente, deslizándose por mi piel como un veneno dulce. Atractivo. Letal.
—Dioses… —susurré apenas, aún sin poder apartar mis ojos de ella, aunque ya se había ido—. Synera, algo anda mal… Esta cosa… esta mujer…
—¿Qué estás viendo? —preguntó ella de inmediato, alerta. Su voz era firme, pero contenía una nota de inquietud.
—Es hermosa… —dije, como si todavía pudiera verla—. Una demonio. Clase B, por cómo vibra su maná. Pero no es como los otros. Es diferente… refinada. Cruel. Arrancó el corazón de un hombre solo para jugar con él antes de devorarlo… Sonrió como si le hubiese dado placer.
El silencio fue breve.
—Dijiste que es hermosa… ¿y peligrosa?
—Mucho. Da miedo solo verla —respondí, todavía temblando por dentro.
Synera tardó un segundo en contestar.
—Entonces no la provoques —advirtió, con un tono más grave—. No importa qué tan fuerte sea Kurojin… si esa criatura es lo que sospecho, podría haberlo destruido con un suspiro y, de paso, revelado nuestra ubicación.
Tragué saliva. Cerré los ojos por un segundo, intentando bloquear la imagen de esa sonrisa carmesí.
Kurojin seguía esperando, inmóvil. Observando el último lugar donde la mujer había estado. Solo cuando la energía residual se disipó lo suficiente, volvió a moverse. Con sigilo perfecto, se deslizó entre muros rotos y charcos de barro como una sombra con voluntad propia.
Y entonces… algo llamó su atención.
Un destello. Un movimiento fugaz.
Una niña.
Corría por entre los callejones, empapada, los pies descalzos dejando huellas en el barro rojo. A su lado, una mujer—probablemente su madre—la sostenía de la mano, jadeando mientras ambas huían de algo que no podíamos ver, pero podíamos sentir.
Algo las cazaba.
Kurojin las siguió a distancia. Ágil. Silencioso.
Doblaron por un jardín central, devastado y cubierto de raíces. En otro tiempo, debió haber sido un parque. Ahora era solo una amalgama de fango, ruinas y árboles muertos.
En el centro… un pozo.
Viejo. Agrietado. Oculto entre raíces negras.
La madre se arrodilló, besó a la niña en la frente y le susurró algo al oído. Luego ambas desaparecieron dentro del pozo, tragadas por la oscuridad.
—Vi a dos humanas esconderse… en un pozo. Puede ser una entrada —dije, transmitiendo la imagen mental a Synera con la claridad que pude.
—¿Dónde? —preguntó rápidamente.
—En el jardín central. Hay ruinas y un árbol muerto… Lo cubre casi todo.
—Tsk… Por supuesto… ¿cómo no lo pensé antes? —murmuró, llevándose una mano al rostro—. Un pozo así debe estar conectado a los tuéneles subterráneos. Refugios usados hace siglos para esconder civiles o mover suministros. Podría ser una ruta de acceso.
—¿Podemos usarla?
—Tal vez… si no está infestada de demonios o protegida por magia. Debe haber una entrada desde el exterior que nos permita acceder y llegar al interior de la ciudad.
Kurojin se aproximó al borde del pozo con extremo cuidado. Su silueta se fundió con la piedra húmeda. Estaba a punto de descender…
Pero entonces, un tirón desgarró el centro de mi pecho.
La conexión tembló.
Mi visión se volvió borrosa.
—¡Ah… no…! —jadeé—. Synera… estoy llegando al límite. ¡Lo estoy perdiendo!
—¡Corta el vínculo! ¡Ahora! —ordenó sin dudar.
—Pero todavía puede…
—¡HAZLO, KENJA!
Apreté los dientes y solté el canal de maná.
La imagen se fragmentó como un espejo agrietado. La forma de Kurojin titiló, se deshizo en humo oscuro…
Y desapareció.
Volvimos al silencio.
Y al frío.
Pero las imágenes… seguirían ahí por mucho tiempo.
Una conversión más profunda empieza a surgir.
Synera se mantuvo de pie frente a mí, su mirada clavada en el horizonte marchito, mientras el eco de lo que habíamos presenciado aún vibraba en el aire.
—Lamento que hayas tenido que ver lo que ocurre allá dentro —dijo con voz firme, sin dulzura, pero no sin humanidad—. Pero tienes que abrir los ojos, Kenja. Si no entiendes la gravedad del mundo en que vivimos… no sobrevivirás. Hoy son demonios. Mañana podrían ser hechiceros… o cosas peores.
Tragué saliva, la imagen de aquella criatura aún grabada en mi mente como una cicatriz ardiente.
—Esa mujer… demonio, lo que sea… era antinatural. Y peligrosa. Me sentí… insignificante.
Synera giró ligeramente el rostro hacia mí, evaluándome con un atisbo de aprobación. O tal vez era lástima. Difícil saberlo.
—Por lo que describes, parece una súcubo. Pero no una común. Su método, su energía… no encaja con una Clase B. Los demonios suelen contener su maná, lo enmascaran ante el enemigo. Pero ella… no. Ella lo exhibía. O peor, lo modulaba a voluntad. Quizá estemos ante una Clase A… o algo superior. Y si no está sola… —hizo una pausa— entonces hay más como ella. Y eso no me gusta nada.
—El hombre que mató… decía algo antes de morir. Que no sabía nada sobre una joya… —dije, intentando armar el rompecabezas.
—¿Una joya? —Synera arqueó una ceja, pensativa—. No me suena a nada concreto… Pero si estaba en boca de esa cosa, probablemente no era solo un adorno. Cuando logremos infiltrarnos, buscaremos respuestas.
Me crucé de brazos, temblando un poco sin querer. El recuerdo de ese salón, de los cuerpos… de la danza.
—Los horrores que hay allá dentro me… me ponen nervioso. —Mi voz se quebró justo cuando quise parecer valiente, y me estremecí con un tiritón digno de caricatura.
¡POM!
Synera me dio un golpe seco en la cabeza.
—Ponte serio, Kenja —dijo, sin pizca de simpatía.
—Vaya… qué aterradora te pones cuando hay una misión peligrosa. —Sonreí con nerviosismo—. Esa es mi maestra.
—Jumm. —Chasqueó los dedos y, como siempre, apareció su cigarrillo. Lo encendió con un toque de magia y fumó en silencio, mientras sus ojos calculaban algo que yo aún no entendía.
—Habrá que encontrar una entrada directa a los túneles bajo ese pozo. Debería estar cerca. Nos dará acceso al centro de la ciudad sin ser vistos.
—Entonces, ¡manos a la obra! No podemos perder más tiempo. ¡Tenemos que ayudar a esa gente! —exclamé con entusiasmo.
Synera giró lentamente la cabeza hacia mí, con esa expresión suya que decía “eres un idiota encantador”.
—Kenja… no es tan simple. Este no es un paseo por las ruinas. Un solo error y acabamos muertos. Bueno, tú. Yo solo terminaría con una muy, muy mala noche.
—¡Oye! No digas eso, que me asusto…
Chasqueó los dedos de nuevo, y esta vez apareció una capa con capucha. Me la lanzó con precisión quirúrgica a la cara.
—Póntela. Mientras la tengas puesta y cubras bien tu cabeza, serás invisible para los demonios. No sentirán tu maná.
Me la puse de inmediato.
—¿Y tú? ¿No vas a usar una igual?
Synera soltó una risa suave, pero no era de alegría. Más bien de condescendencia elegante.
—¿Crees que necesito esto? ¿Eres tonto? Yo sé ocultar mi maná. Tú, en cambio, no puedes mantener una invocación activa por más de dos minutos sin parecer una esponja exprimida. —Me miró de arriba abajo—. Agradece que aún no te he puesto una correa mágica para que no te pierdas.
—Ya entendí… nada de entusiasmo excesivo. Solo sigamos con el plan —murmuré, acomodándome la capucha.
Synera dio un último vistazo a su cigarrillo, lo lanzó al barro, y lo apagó con la punta de su bota.
—Bien. Entonces, sígueme. Y no respires tan fuerte.
Salimos del escondite. Ya no llovía, pero el cielo seguía siendo un páramo gris y húmedo. La noche lo cubría todo, silenciosa y espesa. Caminábamos en sigilo, con las sombras como aliadas, rumbo al corazón de un lugar que, más que una ciudad, parecía el infierno vestido de piedra y miedo.
Cada paso era un recordatorio: estábamos vivos.
Por ahora.
El murmullo lejano de la ciudad nos alcanzaba como una advertencia. Las luces parpadeaban a lo lejos, ocultas tras una bruma que parecía respirar. Cada metro que avanzábamos nos alejaba de la seguridad del bosque, de lo que ya conocíamos, y nos acercaba a un umbral del que tal vez no saldríamos igual.
Aún estábamos en los márgenes, en el terreno de nadie. Pero la ciudad... ya podía olernos.