Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
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CAPITULO 13
Capítulo 13.
Edwards no se dio por vencido y continuó visitando la empresa de Cecil a diario con la esperanza de que ella aceptara verlo. Después de unos días, Cecil tomó una decisión. Con la ayuda y consejo de su tía, había planeado una forma de hacerle pagar a Edwards las humillaciones por las que había pasado y todo el dolor que él le había causado. Era consciente de que la venganza no traía nada bueno, pero esta vez lo haría todo de manera legal y, de paso, limpiaría su nombre, manchado por el pasado.
Cecil pidió que dejaran pasar a Edwards. Cuando él entró en su oficina, tenía una expresión de mártir en el rostro, dando su mejor actuación para cumplir su cometido. Sin embargo, lo que Cecil le dijo lo dejó sin palabras.
—Quítate esa cara de hipócrita. Te conozco muy bien y no tienes que hacerte el bueno cuando no lo eres. Esa expresión de mártir déjala para tu amante. Iré al grano porque ver tu cara me enferma. Voy a ayudarte con lo que necesitas; inyectaré una fuerte cantidad de dinero en tu empresa, pero tengo varias condiciones que debes aceptar.
Edwards salió de su asombro y dijo, casi sin pensarlo:
—Estoy dispuesto a aceptar lo que sea con tal de recibir tu ayuda.
Cecil lo miró fríamente y continuó:
—Mis condiciones son simples. Quiero el 50% de las acciones de tu compañía y que tu esposa sea mi secretaria a partir de este momento. No creas que te daré esa cantidad a cambio de nada.
Edwards, confundido y aturdido, intentó negociar:
—Pero, Cecil, me pides demasiado. Yo no poseo el 50% de las acciones y no creo que mis padres acepten.
Cecil no retrocedió ni un milímetro.
—Es eso o quedarte en la calle y terminar de prostituto para vivir. La decisión es tuya.
Edwards pareció tentado, pero finalmente dijo que volvería al día siguiente con una respuesta. Cecil lo observó salir de su oficina con una mezcla de satisfacción y nerviosismo. Una vez sola, dejó salir el aire que estaba conteniendo. Aunque había mantenido una postura firme frente a su verdugo, la verdad era que se sentía muy nerviosa. Pero no daría marcha atrás. Estaba decidida a darles una lección, pues esa gente necesitaba aprender a no usar a los demás como objetos.
Edwards llegó a su apartamento, abatido y sumido en un mar de pensamientos mientras trataba de encontrar las palabras correctas para hablar con sus padres. Sabía que la propuesta de Cecil era su última esperanza para evitar el desastre, pero también comprendía lo difícil que sería convencer a su familia de aceptar unas condiciones tan humillantes. Al entrar, encontró a Clara sentada en el sofá, con la mirada fija en la ventana, ajena a su presencia inicial.
—Tenemos que hablar —dijo Edwards, con la voz cargada de tensión.
Clara lo miró con desdén. —¿Y ahora qué? ¿Otro problema?
Edwards suspiró, se sentó frente a ella y comenzó a explicarle la propuesta de Cecil. Clara escuchó en silencio al principio, pero a medida que él hablaba, su rostro se tornó rojo de ira.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que debo convertirme en su secretaria? ¡Ni por todo el oro del mundo! —gritó Clara, poniéndose de pie.
—Clara, ¡escucha! No tenemos otra opción. El banco está por liquidar la compañía. Si no aceptamos, nos quedaremos en la calle. No solo nosotros; todos los empleados perderán sus trabajos.
—¿Y qué? ¿Por qué tengo que humillarme de esa manera? ¡Esa mujer nos está chantajeando!
Edwards pasó las manos por su cabello, frustrado. —Lo sé. Pero si no aceptamos, todo estará perdido. Ya no hay más opciones, Clara. He intentado todo.
Clara cruzó los brazos y lo miró con frialdad. —No cuentes conmigo para esto. Si quieres arrastrarte ante esa mujer, hazlo tú solo. Yo no pienso ser parte de su juego.
Edwards, agotado, se levantó y fue directo al despacho donde sabía que sus padres estaban revisando documentos financieros. Los encontró discutiendo en voz baja, con expresiones de evidente preocupación. Al verlo entrar, su madre levantó la vista.
—¿Qué sucede ahora, Edwards? —preguntó, con un tono que oscilaba entre el reproche y la desesperación.
—Necesitamos hablar —dijo él, tomando asiento. Luego, con cautela, les contó acerca de la propuesta de Cecil.
Al principio, sus padres se negaron rotundamente. Su padre golpeó la mesa con el puño.
—¡Esto es inaceptable! ¿Entregar el 50% de la compañía a esa mujer? ¡Jamás!
—¿Y qué otra opción tenemos? —replicó Edwards. —El banco nos está por quitar todo. ¿Prefieren perderlo todo antes que aceptar su ayuda?
Su madre permaneció en silencio por un momento, mirando a su esposo. Finalmente, con un suspiro, dijo:
—Tal vez él tenga razón. No nos queda otra salida.
El padre de Edwards la miró incrédulo. —¿Estás sugiriendo que aceptemos?
—No estoy sugiriendo nada —replicó ella con firmeza. —Solo digo que debemos ser prácticos. Si perdemos la compañía, ¿qué nos queda?
La discusión continuó hasta altas horas de la noche, con argumentos cruzados y emociones desbordadas. Finalmente, agotados y sin alternativas, los padres de Edwards aceptaron discutir los términos con Cecil. Edwards regresó a su habitación, consciente de que había ganado una batalla, pero no sin un costo.
Clara, por su parte, lo esperó despierta. Cuando él entró, lo miró con frialdad y dijo:
—Si haces esto, Edwards, perderás mi respeto para siempre.
Él no respondió. En su mente, solo había un pensamiento: sobrevivir, cueste lo que cueste.