Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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El Seminario de los Desastres
El salón de conferencias del Hotel Ritz hervía como una olla a presión profesional. Corbatas de seda danzaban sobre camisas almidonadas mientras los abogados intercambiaban saludos con ese código secreto de apretones de manos y sonrisas de medio lado. Las tazas de porcelana fina chocaban entre sí, liberando nubes de aroma a café recién molido, y los programas impresos se abrían y cerraban con un crujido que competía con el murmullo de conversaciones estratégicamente medidas.
En el rincón más discreto, Julieta era una observadora silenciosa. Sus labios luchaban por contener una sonrisa que amenazaba con escaparse como un secreto travieso. Sus ojos seguían cada movimiento de Marco, quien en ese momento realizaba su ritual preconferencia con la precisión de un relojero suizo.
Un dedo aquí, ajustando el nudo de la corbata. Otro tirón allá, aplanando una arruga invisible en la manga de su traje gris perla. Marco era un maestro de la perfección corporativa, cada gesto calculado como si estuviera preparando una operación quirúrgica donde el bisturí era su palabra y el quirófano, este salón de conferencias.
Un fugaz destello mental la transportó a aquella noche en Malasaña donde el tequila había convertido la cordura en un concepto abstracto. Risas descontroladas, música que vibraba en las paredes, miradas que se encontraban entre vasos medio vacíos. Qué lejos parecía ese momento del hombre que ahora revisaba meticulosamente sus notas, con el cabello peinado hacia atrás con un gel tan discreto que parecía desafiar las leyes de la física capilar.
Su marido era ahora una estatua de elegancia corporativa, un modelo viviente sacado de la portada de alguna revista de negocios. Pero Julieta conocía el secreto: bajo ese traje impecable y esa máscara de concentración absoluta, seguía latiendo el corazón del chico de Malasaña que la había conquistado a base de sonrisas torcidas y ocurrencias impredecibles.
Y mientras Marco se preparaba para su intervención, ella seguía sonriendo, guardando ese secreto como un tesoro personal.
—Prométeme que no harás ninguna locura —le había dicho Marco esa mañana, mirándola con esa mezcla de advertencia y cariño que ya conocía.
Julieta había respondido con un guiño y un beso fugaz —«Yo, ¿hacer locuras? Jamás»—, sabiendo perfectamente que la palabra "locura" era prácticamente su segundo nombre.
El bolso de Julieta era un cofre de travesuras bien guardadas. Entre los pliegues de cuero negro, entre tarjetas de visita y un perfume discreto, descansaban sus armas secretas: un set de marcadores de colores tan vibrantes como su imaginación y un block de dibujo blanco, completamente virgen y listo para ser intervenido. "Una salida divertida", había dicho Marco. Y Julieta, por supuesto, tenía su propia interpretación de la palabra "divertida".
En primera fila, como tres réplicas de un algoritmo corporativo perfectamente programado, estaban las hermanas de Marco: Sara, Lucía y Paula. Vestidas con trajes que parecían haber sido planchados por un láser, con expresiones de concentración tan intensa que podían atravesar paredes, representaban cada una su empresa como si fueran soldados en una batalla económica. Sus miradas, afiladas como bisturíes, seguían cada movimiento de la pantalla.
Julieta las observaba, conteniendo una sonrisa traviesa. Eran como tres versiones de una misma máquina: Sara, con su traje azul marino y su pelo recogido en un moño tan tirante que parecía estirarse hasta la estratosfera; Lucía, con un conjunto gris ratón que gritaba "eficiencia" en cada costura; y Paula, con un traje verde oliva que la hacía parecer una generala de los negocios. Todas, absolutamente ajenas al huracán de caos que estaba a punto de desatarse.
Cuando Marco subió al escenario, su presencia era un imán de atención. Con un movimiento fluido, casi coreografiado, desplegó su presentación sobre "Estrategias Legales Innovadoras". Su voz era un canto de sirena corporativo, hipnotizando al público con estadísticas y análisis que prometían revolucionar el mundo jurídico.
Y entonces, Julieta sintió que había llegado su momento.
Con la agilidad de un felino y la precisión de un francotirador, sacó sus marcadores. Sus manos, ágiles como bailarinas, comenzaron a intervenir las diapositivas digitales. Un abogado serio, de esos que parecen haberle robado la sonrisa a la vida, se transformó en un personaje de caricatura con un traje tan grande que casi se lo tragaba. Sus hombros se extendieron hasta casi tocar el suelo, su cabeza se achicó como si fuera un muñeco de plastilina.
Otro, con una cara tan larga que parecía haber mamado limones desde la infancia, apareció coronado con un gorro de bufón. Sus orejas, antes serias y rectangulares, ahora se curvaban en espirales traviesas.
Sus ilustraciones eran un relámpago de creatividad: rápidas, certeras, con ese toque de humor ácido que era su sello personal. Cada trazo era una pequeña revolución, cada color una declaración de guerra contra la seriedad corporativa.
Y todo sucedía mientras Marco seguía hablando, ajeno al terremoto visual que su esposa estaba por provocar.
Marco era el epítome de la seriedad corporativa, un predicador del derecho con la solemnidad de un juez del Supremo y la pasión de un predicador fundamentalista. Su voz atravesaba el salón de conferencias como un bisturí láser, diseccionando conceptos jurídicos con una precisión quirúrgica.
—Las estrategias legales modernas —comenzó, alzando un dedo cual profeta corporativo— requieren flexibilidad y comprensión de los nuevos paradigmas corporativos...
Sus palabras eran un mantra hipnótico. Los abogados, esos depredadores de cláusulas y maestros del lenguaje hermético, lo miraban con una atención tan intensa que parecían estar a punto de entrar en trance. Trajes de miles de euros se movían apenas, respiraciones contenidas, bolígrafos en ristre listos para capturar cada sílaba de sabiduría jurídica.
Lo que ninguno de ellos sabía era que junto al proyector, como una ninja del humor, Julieta tejía su trama de locura. Sus marcadores volaban sobre la superficie digital con la velocidad de un rayo y la precisión de un cirujano demente.
Cuando Marco giró elegantemente hacia la primera diapositiva, el tiempo pareció detenerse. Un segundo de absoluto silencio, ese instante perfecto antes de la explosión.
La pantalla gigante revelaba ahora la imagen de un abogado convertido en el payaso jurídico más espectacular de la historia. Su traje de Armani había mutado en un atuendo de circo, con colores chillones y una pajarita del tamaño de un plato. El rostro, antes serio como una lápida, ahora lucía un maquillaje de payaso con narices rojas, pestañas postizas y un sombrero de copa tan alto que parecía desafiar las leyes de la gravedad.
Los primeros murmullos de confusión fueron como una ola suave. Un murmullo aquí, una ceja levantada allá. Pero pronto la ola se transformó en un tsunami de carcajadas. Los abogados más veteranos, esos que habían sobrevivido a décadas de juicios interminables, de repente estallaron en risas. No eran risitas contenidas, no. Eran carcajadas brutales, sin filtro, el tipo de risa que hace que la cerveza salga por la nariz.
Un tipo en la tercera fila, con un traje que probablemente costaba más que un auto deportivo, literalmente se cayó de su silla. Otro, con lentes de diseñador, los había perdido en medio de su ataque de risa. Las señoras de traje sastre intentaban vanamente mantener la compostura, pero era como intentar contener un huracán con un paraguas de papel.
Marco, en el epicentro de este terremoto de humor, estaba paralizado. Su mandíbula rozaba el suelo, sus ojos abiertos como platos, completamente descolocado.
—¿Pero qué...? —susurró, más para sí mismo que para el público.
Era como si un rayo de locura hubiera atravesado la realidad corporativa, dejando tras de sí un rastro de lágrimas de risa y dignidad profesional completamente destrozada.
Y en la penumbra del proyector, Julieta sonreía. Su obra maestra acababa de ser revelada.
Julieta era un volcán de risa contenida. Sus dientes mordían el labio inferior con la fuerza de quien intenta mantener un terremoto de carcajadas prisionero. Los ojos, esos ojos que Marco conocía mejor que su propia firma, brillaban con una chispa traviesa capaz de incendiar un búnker de seriedad corporativa.
Marco seguía avanzando sus diapositivas como un soldado que no se ha enterado de que la guerra ya terminó. Cada imagen era más estrambótica que la anterior. Un abogado convertido en pulpo con corbata, otro con cabeza de loro vestido de traje Armani, un tercero bailando can-can con una balanza de justicia como tutú. La audiencia estallaba en carcajadas brutales, explosivas, como olas furiosas golpeando contra rocas implacables.
Las risas eran un tsunami que lo arrasaba todo. Ejecutivos con trajes que probablemente costaban más que un riñón se doblaban, limpiándose lágrimas. Algunos habían perdido sus elegantes lentes en medio del ataque de hilaridad. El salón de conferencias más prestigioso de Madrid se había convertido en un circo sin carpa.
En ese momento preciso, como si el destino tuviera un guion de comedia, apareció Marta. Que trabajaba como camarera del evento, con su uniforme impecable y su bandeja de café humeante, se movía entre las sillas con la curiosidad de quien quiere entender de qué se ríen todos.
Un paso, otro paso. Un movimiento en falso, casi imperceptible. Un ligero tropiezo que el universo había orquestado con la precisión de un director de cine.
El café caliente descendió como un misil sobre el traje gris perla de Marco. Un chorro perfecto que dibujó un manchón imposible, como si un pintor abstracto hubiera decidido usar su ropa como lienzo. La mancha se extendió, marrón y humeante, revelando cada costura, cada pliegue de su traje recién planchado.
Marco se quedó congelado. Una estatua de perplejidad bañada en espresso.
En primera fila, las hermanas de Marco —Sara, Lucía y Paula— eran un trío de reacciones diamantinas. Sara, la mayor, tenía el rostro tan rojo que parecía una manzana a punto de estallar. Lucía miraba alternadamente a su hermano y a Marta, como si estuviera presenciando un accidente de tráfico en cámara lenta. Paula, la más joven, había bajado la cabeza, mordiéndose los labios para no reír.
Sus miradas se cruzaban, sonrojadas, confundidas, como tres acusadas en un juicio sin sentencia.
El caos había llegado. Y había llegado vestido de traje.