Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capitulo 13
Sonó el timbre.
Respiré hondo.
Me levanté del sofá con el corazón golpeándome el pecho, pero con la cara más tranquila del planeta.
Una actriz de Oscar.
Abrí la puerta, y ahí estaba.
Oliver.
Apoyado contra el marco, con una media sonrisa torcida que le queda ridículamente bien.
Tenía una mano en el bolsillo y la otra levantada como saludando.
Y sus ojos…
Ay, sus ojos.
—Hola, niña bonita —dijo con voz grave, pero suave.
Me reí, más por nervios que por otra cosa.
—Hola tú —contesté, inclinando un poquito la cabeza.
Nos abrazamos. Así, normal…
Bueno, casi normal.
Fue uno de esos abrazos que no duran mucho, pero tampoco poco. Que no son apretados, pero tampoco distantes.
El tipo de abrazo que te deja oliendo a colonia de hombre guapo y te deja el corazón medio tonto.
—Pasa, bienvenido oficialmente a mi humilde morada —dije con tono dramático, haciendo una reverencia ridícula mientras lo dejaba pasar.
Oliver soltó una carcajada.
—Ya era hora que me invitaras. Estaba a punto de autoinvitarme.
—¿Ah sí? ¿Y por qué no lo hiciste antes?
—Porque tenía miedo de encontrarme con tu papá y que me sacara con una escoba.
—No seas exagerado —le dije riéndome, mientras él recorría la sala con la mirada.
Mi casa estaba bonita. No perfecta, pero limpia, iluminada, con esa vibra de hogar donde hay café reciente y paredes que guardan secretos felices.
—¿Qué huele tan rico? —preguntó, frunciendo el ceño como si ya supiera la respuesta.
—¿Mi perfume? —dije haciéndome la inocente.
—No, aparte de eso… algo como a comida.
—Ah, sí. Es que… bueno, te pedí algo que sabía que te gusta.
Me miró, ladeando la cabeza.
—¿Tú cocinaste?
—¿Tú preguntaste? —le respondí al instante, con una ceja levantada.
Se echó a reír, negando con la cabeza mientras se dejaba caer en el sofá.
Se veía cómodo. Como si ya hubiera venido antes.
Y yo me sentía feliz. Porque lo tenía ahí. Porque era él.
—¿Y tú? —preguntó de pronto, señalándome de arriba abajo— ¿Te vistes así para todos tus invitados o soy un afortunado?
Me crucé de brazos, fingiendo indignación.
—Yo siempre ando así, gracias.
—Ah, claro… casualmente con shorts que no te dejan nada a la imaginación y el pelo perfectamente peinado.
—¡Oliver! —dije riéndome, tirándole un cojín— No seas atrevido.
—¿Y quién está siendo atrevido? Yo solo observé. Eres tú la que se pone toda guapa y luego se hace la inocente.
—Mira que te saco —dije entre risas, mientras él fingía ponerse de pie.
Nos reímos mucho.
De tonterías.
De nosotros mismos.
Puse la comida a calentar mientras él me seguía con la mirada desde el sofá.
Y luego cenamos ahí mismo, los dos, con la música suave de fondo y el pastel en la nevera como una promesa dulce al final.
Hubo bromas, hubo miradas, y hubo ese momento exacto en que me descubrí pensando:
"Qué bueno que vino. Qué bueno que está aquí."
Y aunque no le dije nada de eso…
Estoy segura que algo en mí lo gritaba.
Y algo en él, lo escuchó.
Cuando terminamos de cenar, no hubo prisa por levantarnos.
Oliver recogió los platos conmigo, y aunque insistí en que no era necesario, se empeñó.
Él fregaba, yo enjuagaba. Éramos como un dúo doméstico accidental, improvisado, pero que funcionaba.
Nos reíamos cuando salía demasiada espuma, cuando yo le salpicaba sin querer, o cuando él me empujaba suavemente con el hombro fingiendo que no cabíamos los dos en el pequeño espacio del fregadero.
Después nos sentamos en el suelo del salón, justo frente al mueble de la tele, con el pastel ya sobre la mesa de centro.
Lo corté con cuidado, le puse un par de fresas encima y se lo pasé en un platito.
Él me miró con cara de estar a punto de llorar de la emoción.
—¿Tú sabes lo que haces con esto? —preguntó, con el primer bocado aún en la boca.
—¿Qué?
—Esto. Este pastel. Esto es trampa. Yo no tengo defensas contra el chocolate y las fresas. ¿Y tú juntas los dos?
Me reí.
—Lo sé. Me encanta tener poder sobre ti.
—No deberías tenerlo —murmuró bajito, como para sí mismo.
Lo miré.
No le respondí.
Solo seguí comiendo despacio mientras él hacía lo mismo.
En algún momento la conversación se deslizó hacia temas sin importancia. Películas, series, música. Nos burlamos del último desastre capilar que tuve, le conté una historia absurda del colegio, él me contó algo de su trabajo.
Y sin que me diera cuenta, el tono cambió.
Nos hicimos más lentos al hablar.
Más suaves.
Más reales.
Nos quedamos en silencio.
Un silencio suave, que no pesaba.
Un silencio lleno de cosas que ninguno se atrevía a nombrar.
Me acosté de lado sobre la alfombra, con una almohada pequeña bajo la cabeza.
Él se quedó sentado al lado, con los brazos apoyados en las rodillas, mirándome.
—No sé qué haré mañana, Oliver —dije al rato—, pero por hoy, me gusta esto. Estar aquí contigo.
—Yo también —dijo, y por un momento su voz fue tan sincera que me estremeció.
Me acarició el cabello, apenas un segundo.
Como si se le escapara.
Y yo cerré los ojos, sonriendo.
Porque había magia en ese momento.
Y aunque no sabíamos ponerle nombre…
Ambos lo sentíamos.
No sé en qué momento dejé de hablar.
Solo lo miraba.
Y él me miraba a mí.
Había algo en el ambiente, en la calma de la noche, en el silencio entre nosotros.
Todo estaba en pausa.
Como si el mundo nos diera permiso para quedarnos ahí… un ratito más.
Él se inclinó hacia mí y me abrazó.
No rápido.
No por cortesía.
Me abrazó con el alma. Con los brazos bien envueltos en mi cuerpo, y la cabeza junto a la mía.
Me derretí.
Literalmente.
Sentí mi corazón encogerse, luego latir más fuerte, luego encogerse otra vez.
Mis manos descansaron en su espalda y lo apreté un poquito más, sin querer soltarlo.
No sabría decir cuánto duró ese abrazo.
Solo sé que fue el más largo que me han dado.
Y el más bonito.
Como si lo necesitáramos los dos.
Cuando se separó un poco, nuestras miradas se cruzaron.
Estábamos tan cerca que podía contarle las pestañas.
Y por un segundo… pensé que iba a besarme.
Pero no lo hizo.
Solo tragó saliva, bajó la mirada un segundo y luego murmuró:
—Ya es tarde… debería irme. Tienes que descansar.
Asentí, aunque no quería que se fuera.
Aunque por dentro gritaba quédate, quédate.
No dije nada.
Fuimos caminando hacia la puerta.
Despacito.
Sin hablar.
Como si cada paso lo separara un poco más de mí y yo no pudiera hacer nada para evitarlo.
Al llegar al marco, puso una mano en la cerradura, pero no la giró.
Se giró a mirarme.
Esa mirada otra vez.
Esa que me temblaba hasta el alma.
Y yo no lo pensé.
No lo planeé.
Solo me acerqué.
Me puse de puntitas.
Y lo besé.
No fue largo.
Ni ruidoso.
Ni perfecto.
Pero fue justo en la mitad de sus labios.
Un beso que parecía un accidente.
Pero no lo fue.
Porque lo quise.
Porque lo pensé todo el día.
Porque me moría por hacerlo.
Me separé rápido, con el corazón en la garganta.
Él se quedó quieto.
Ni siquiera parpadeó.
Y entonces sonrió, apenas un poco. Una de esas sonrisas pequeñitas que dicen mucho sin decir nada.
No me dijo una sola palabra.
Solo bajó la mirada, se pasó una mano por la nuca y abrió la puerta.
—Buenas noches, Lía —dijo, bajito.
—Buenas noches, Oliver.
Y cerré la puerta con el corazón a mil.
Apoyé la frente contra la madera.
Y sonreí.
Porque sí, tal vez fue un error.
Tal vez no lo repita.
Tal vez nunca lo diga en voz alta…
Pero lo besé.
Y fue lo mejor que hice en todo el día.