Sinopsis de Destrúyeme
Lucas Santori es un hombre marcado por el odio, moldeado por un pasado donde el dolor y la traición fueron sus únicos compañeros. Valeria Montalbán, una mujer igual de rota, encuentra en él un reflejo de su propia oscuridad. Unidos por una atracción enfermiza, su relación se convierte en un campo de batalla entre el amor y el deseo de destrucción. Juntos, navegan por un abismo de crímenes, secretos y obsesiones, donde la línea entre víctima y verdugo se desdibuja. En su mundo, amar significa destruir y ser destruido.
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CAPITULO 12
...Lucas....
-Los niños caprichosos no comparten sus juguetes.
Continúo devorando su boca con un hambre insaciable, una necesidad primitiva que jamás había sentido en mí. Es como si, por un instante, el control que siempre me ha definido se hubiera desvanecido por completo.
Veo la oportunidad. Un baño público. No lo pienso dos veces. La empujo dentro sin miramientos y cierro la puerta tras nosotros, asegurándome de que nadie nos interrumpa.
Ella parece corresponderme, mejor de lo que esperaba. Su respiración se entrecorta, sus uñas se clavan en mi piel. Sabe que su cuerpo necesita del mío de una manera enfermiza, adictiva.
Mi toque la enciende, la vuelve loca. Lo veo en sus ojos, en la forma en que sus labios se entreabren con ansiedad contenida. Quiere fingir control, pero ya es tarde. Me pertenece en este instante, y lo sabe tan bien como yo.
Su cuerpo termina tendido de frente sobre el lavabo desgastado. Su respiración es errática, sus músculos tensos, pero no se aparta.
Una de mis manos se aferra a su pecho, sintiendo el latido frenético bajo mis dedos. La otra se desliza con precisión, deshaciéndose de la prenda que me estorba, con la facilidad de quien ya ha reclamado lo que es suyo antes. La desabrocho con manos expertas y la dejo caer hasta sus pies, saboreando cada segundo de su rendición silenciosa.
Mi mano impacta con firmeza sobre su gluteo desnudo, dejando una marca rojiza que se desvanece lentamente. El gemido que escapa de sus labios enciende algo primitivo en mí. Su cuerpo tiembla bajo mi control, completamente atrapado en el juego que hemos creado.
Deslizo mis manos por su cintura, atrayéndola aún más contra mí. No hay dudas, no hay resistencia. Solo la certeza de que esto es inevitable. Bajo mi pantalón y me clavo en ella, ya húmeda, ya dispuesta para mí. Mis movimientos son urgentes, impulsados por una necesidad salvaje que no puedo ni quiero contener.
Una de mis manos sigue aferrada a su pecho, reclamándolo con rudeza, mientras la otra se cierra alrededor de su cuello con la presión justa para recordarle a quién pertenece. El deseo y la rabia se entrelazan, volviéndose indistinguibles.
Necesito arrancarme esta sensación del pecho. Esta maldita pérdida de control. Este calor abrasador que me consume desde dentro. Nunca había sentido algo así, y odio cada segundo de ello. Odio la manera en que su cuerpo encaja con el mío, la forma en que me provoca sin siquiera intentarlo. Me niego a aceptar que alguien tan insignificante como ella tenga el poder de hacerme perder la cabeza.
Así que la castigo con cada movimiento, con cada embestida cargada de furia y necesidad. No hay dulzura en esto. No hay espacio para nada que no sea mi dominio absoluto sobre ella. Y sin embargo, lo peor de todo es que lo disfruta.
Que me disfruta.
Y eso me enfurece aún más.
Jadea, pero no por falta de aire, a pesar de la firmeza de mi agarre en su cuello. Es todo lo contrario. Puedo verlo en el espejo frente a nosotros: la satisfacción, la lujuria desbordante, el deseo en su máxima expresión. Me devuelve una sonrisa a través del reflejo, sus mejillas teñidas de un rojo carmesí, sus ojos nublados por el placer. Esa imagen, su rendición absoluta, me arrastra al borde del abismo.
Grita, un grito fuerte y lleno de placer mientras se corre, por y para mí. Ese sonido, esa imagen reflejada en el espejo, me arrastra sin remedio. Me dejo ir con un gruñido gutural, derramándome en su interior, reclamándola de la única forma en la que sé hacerlo, sintiendo que recupero lo que intentó arrancarme sin éxito hace un rato.
La certeza me golpea con fuerza: tengo derecho sobre ella, sobre cada parte de su cuerpo. Un derecho que no pienso compartir, que no concederé a nadie más. Un derecho que ejerceré a mi antojo… hasta que me plazca, hasta que deje de serme útil.
Me acomodo el pantalón, ajustándolo con precisión, mientras la observo vestirse con una calma irritante. No dice nada, pero esa sonrisa exasperante sigue ahí, como si supiera algo que yo no.
—¿Qué es lo gracioso? —digo, a punto de perder la paciencia.
—Que si esta es tu forma de marcar territorio, Santori, vas a tener que esforzarte más… Porque a mí nadie me posee, y mucho menos alguien que se esconde detrás de su arrogancia para no admitir lo obvio.
Intenta salir del baño, pero la jalo del brazo, obligándola a mirarme.
—No juegues conmigo, Valeria. Sabes exactamente qué es lo obvio.
—Oh, discúlpame. Olvidé que a los hombres como tú les gusta fingir que nada los afecta —suelta con sarcasmo, disfrutando de la provocación.
—No confundas deseo carnal con debilidad… Pero si lo prefieres, puedo demostrártelo otra vez —le advierto con voz firme, acercándome hasta sentir su aliento chocar contra el mío.
—Convéncete a ti mismo, pero la realidad es otra... Te mueres de celos, por lo de Zack… —susurra con burla, recorriendo mi rostro con la mirada.
Aprieto la mandíbula con fuerza, sintiendo cómo la rabia y el deseo se entrelazan en mi interior. No le doy el gusto de responder enseguida, solo la observo con frialdad antes de inclinarme levemente sobre ella.
—Solo quería asegurarme de que mi juguete siempre estuviera dispuesto para mí —murmuro con dureza, disfrutando del destello de furia en sus ojos.
Tomo el collar con el diminuto zapato entre mis dedos y, con un tirón seco, lo arranco de su cuello. La cadena se rompe con facilidad, dejando la joya en mi palma.
—Esto también me pertenece- miro el colgante por un instante antes de volver a fijar mis ojos en ella—. Lo otro que era mío… ya lo reclamé.- su mirada está cargada de odio- Vamos, muñeca... Tu mami se muere de ganas por verte.
Salgo del baño con una sonrisa ladeada, sintiendo su furia ardiendo a mis espaldas. Sus pasos retumban detrás de mí, acompañados de insultos que no me molesto en responder. No necesito girarme para saber que me sigue, exactamente como yo lo hice antes.
La ironía me divierte. Ahora ella es mi perrita, siguiéndo a su amo sin chistar, atrapada en el juego que cree controlar.
—¡Te estoy hablando, imbécil! —me gira con brusquedad, su furia palpable en cada movimiento.
Aprieto su quijada con fuerza, obligándola a mirarme. Mi paciencia pende de un hilo, y ella lo sabe. Mis ojos se clavan en los suyos, oscuros y desafiantes, mientras mi ceño se frunce con irritación.
—Cuidado con cómo me tocas, Valeria… No querrás ver lo que pasa cuando de verdad pierdo la paciencia- doy un beso fugaz en sus labios- Se una niña obediente y buena. Sígueme en completo silencio. Mira que la señora Lombardo lo va agradecer.
—¿Qué le hiciste a mi madre? —su voz sale afilada, pero la noto temblar de rabia.
Sonrío con calma, disfrutando el momento.
—Nada... Para ella, yo soy su Dios, su mesías… Ella sí me reconoce como tal. Ella sí conoce su lugar. Deberías aprender un poco más de tu madre, Valeria. Ella sí aprendió a obedecer.
Su mano vuela directo a mi rostro, pero la detengo antes de que siquiera roce mi piel. Su furia me divierte.
—No te metas con mi familia —escupe con los dientes apretados.
La estudio con atención. Sus ojos verdes arden en un tono dorado cuando la ira la consume, su respiración es agitada y la parte de su cara que tenía entre mis manos se ha teñido de rojo. Cada músculo de su cuerpo está en tensión, lista para pelear.
Ella es como un animal salvaje, uno que se siente acorralado cuando algo que realmente le importa es amenazado. Tiene ese fuego, ese ímpetu que deja claro que sería capaz de destrozar lo que fuera con tal de no perder aquello que ama.
La observo unos segundos más, disfrutando de la furia en sus ojos, de la forma en que sus labios tiemblan por la rabia contenida.
Entonces la rodeo con mis brazos y la alzo sin esfuerzo, ignorando sus golpes y la manera en que se retuerce entre mi agarre. No es complicado. Es más baja que yo, su peso no es problema, y por mucho que luche, no tiene oportunidad de escapar.
—Déjame, maldito imbécil.
Sonrío con burla.
—Me gusta cuando peleas… pero ya sabes cómo termina esto.
Todo en ella me inquieta. La forma en que describió mi obra de arte, la pasión con la que habló, la fascinación en sus ojos, como si contemplara un cuadro invaluable. La admiración que he buscado en otros, la vi en ella, y eso me desconcertó.
No me vio como un monstruo. No como los demás.
La bajo al fin cuando llegamos a mi auto. Ha dejado al descubierto su debilidad, y eso no es algo bueno. No para ella.
—Sube —le ordeno, y me observa durante segundos que se sienten eternos.
—Saca a mi familia de esto... El problema es entre tú y yo... —su voz es firme, pero su mirada delata algo más profundo.
Se sube al auto y estampa la puerta al cerrarla. Pero no lo hace atrás, como les ordeno a las demás mujeres. No. Se sienta en el asiento del copiloto, como si tuviera derecho a reclamar ese lugar. Como si fuera mi igual.
Subo al asiento del conductor, viendo de reojo su rostro cargado de furia. El mismo que, hace unos minutos, se desmoronaba de placer bajo mi cuerpo.
El silencio entre nosotros se extiende como una niebla espesa durante todo el trayecto. No dice nada, pero su respiración pesada delata su estado de ánimo.
Cuando al fin llegamos, baja del auto sin disimular su desprecio por el lugar.
No es una casa ostentosa. Es modesta, pero cómoda. Lo único realmente llamativo es el jardín, la única razón por la que decidí comprarla hace un par de años. La naturaleza siempre ha sido mi mejor aliada.
Saco una llave de repuesto y abro la puerta sin prisa, sintiendo su mirada clavada en mi espalda.
—¿Dónde está mi madre?
—Adentro. —Sonrío de lado al ver cómo corre hacia el interior sin titubear.
Yo entro con calma, saboreando el momento. Tenerla en mis manos de esta manera es casi demasiado fácil. Jamás le muestras tu debilidad al enemigo, porque siempre la usará en tu contra.
—¡Mamá! —Su voz resuena en la casa hasta que finalmente la encuentra—. Recoge tus cosas, nos iremos de aquí.
—¿Qué...?
Las niñas que jugaban en el jardín irrumpen en la habitación, sus pequeños rostros reflejando confusión.
—¿Nos iremos? —pregunta la más pequeña, con un hilo de voz.
—Sí, nos vamos —sisea Valeria, conteniendo la rabia, pero sus manos temblorosas la delatan.
—Pero al señor Santori no le molesta. Nos alquiló su casa por un precio bastante cómodo. Pregúntale a mamá —interviene la mayor, lanzándole una mirada de reproche a su hermana.
—Ustedes no entienden... ni siquiera sé por qué están aquí. Mamá, ¿qué está pasando?
Su madre suspira, intercambia una mirada rápida conmigo y luego baja la vista.
—¿Aún no lo sabe? —me pregunta, pero yo solo niego con la cabeza, disfrutando de su confusión.
—En el pueblo nos están buscando. Especialmente a ti —continúa su madre, su voz cargada de preocupación—. Me dijeron que le rompiste la cabeza a Joel. ¡Dios mío, Valeria! ¿En qué estabas pensando? Sigue en el hospital, inconsciente todavía. Toda su familia está haciendo lo posible por encontrarnos.
Valeria endurece el rostro, pero la manera en que sus labios se entreabren le da un aire de vulnerabilidad que no suele mostrar.
—Mi madre se enteró que nos estaban buscando y... nos echó —agrega ella, bajando aún más la voz—. Si este hombre, tu amigo, no hubiera llegado en el momento justo, no sé qué habríamos hecho. Le debemos mucho, Val... Sé buena con él.
El silencio que sigue es casi sofocante. Valeria sigue sin mirarme, pero sus puños cerrados a los lados de su cuerpo me dicen todo lo que necesito saber. Está atrapada. Y lo sabe.
Da media vuelta y me toma del brazo con firmeza, obligándome a salir con ella de la habitación.
—Qué conveniente, ¿no crees? Que llegaras justo en ese momento —su mirada acusatoria me divierte.
—Digamos que veo oportunidades y las aprovecho a mi favor —sonrío de lado, disfrutando de su irritación.
Frunce el ceño, claramente conteniendo la rabia.
—No puedo decirles que se vayan, pero tampoco pienso deberte nada. ¿Cuánto dinero quieres?
—Ni siquiera podrías pagarlo.
—Tranquilo, que el culo y la boca me funcionan a la perfección. Solo necesito eso para conseguir dinero.
Mi expresión se endurece al instante. Un calor abrasador se expande en mi pecho, mezclado con una ira que no sé cómo nombrar. Es un sentimiento extraño, desconocido. Jamás lo había sentido antes, y eso solo lo hace más insoportable.
El deseo y la furia se entrelazan dentro de mí, empujándome al borde de un instinto primitivo. Quiero marcarla. Quiero hacerla mía otra vez, aquí mismo, en la sala, sin importarme quién pueda vernos.
La observo en silencio, dejando que sus propias palabras se hundan en el aire pesado entre nosotros. Quiere provocarme, medir hasta dónde llega mi paciencia… pero no se da cuenta de que ya cruzó la línea hace tiempo.
—Hazlo, si es que encuentras quién pague por las sobras.
Mis palabras caen como una sentencia, filosas, crueles, justo como debe ser. Espero verla quebrarse, pero en lugar de eso, sonríe con esa insolencia que me enferma y me obsesiona al mismo tiempo.
—Pero a diferencia de ti, ellos al menos sabrán pagar bien por las sobras.
Mi mandíbula se tensa. La imagen de otros hombres poniendo las manos sobre lo que ya es mío enciende algo violento en mi interior. Ella no tiene idea de lo que está haciendo, de lo cerca que está de perder el control sobre su propio destino.
Una risa baja se me escapa, seca, sin humor.
—Entonces veamos si es cierto.
No necesito decir nada más. La tomo del brazo con firmeza y tiro de ella sin mirarla, sin darle la oportunidad de replicar. No hay más juegos ni advertencias. Quiere jugar con fuego… Yo la haré arder.