En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
NovelToon tiene autorización de Cattleya_Ari para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO 08
⚠️ Advertencia de contenido
Este capítulo aborda situaciones de abuso sexual y sus consecuencias emocionales. La lectura puede resultar perturbadora o desencadenante para algunas personas. Se recomienda discreción y cuidado personal.
030 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Corazón Roto, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Mi abuelo no tardó en acercarse a mi hecho una furia y cerró su mano sobre mi hombro con tal fuerza que un chillido de dolor escapó de mis labios temblorosos. No quise levantar la mirada. No podía. Mi respiración estaba errática y mi mente encerrada en el miedo.
—¿Qué haces aquí, Cathanna? —preguntó con un tono que me hizo tragar duro—. ¡Responde! ¿Qué haces en este maldito lugar cuando deberías estar en tu cama? ¡Abre esa maldita boca, mujer!
—Abuelo, yo no… —Un golpe fuerte en la mejilla me hizo tragar cada una de mis palabras, provocando así que mi cabeza diera vueltas, y un zumbido agudo me dejara aturdida por varios segundos.
Apenas pude recuperar el aire cuando sus dedos sé hundieron en mi cabello, sacándome otra vez un gemido fuerte, y me arrastró sin compasión, tirándome al suelo, como si no fuera más que un animal salvaje, hacia la puerta que brillaba con una tenue luz roja, indicando la salida de emergencia. Quise despegar sus manos de mí, pero no lo conseguí. Lo intenté varias veces, obteniendo el mismo resultado.
Las miradas de los demás que se encontraban ahí se clavaron en mi cuerpo, pero ninguno se atrevió a salir en mi defensa. Mis ojos se conectaron con las miradas de algunas personas que solo negaban con la cabeza; otros parecían muy divertidas por mi sufrimiento.
El sonido de mi cuerpo siendo arrastrado sobre las piedras se mezclaban con mis sollozos y súplicas por piedad, hasta que mi abuelo me lanzó dentro del carruaje. Las lágrimas calientes corrían por mi piel mientras el traqueteo me mecía hacia un destino que desconocía.
—Abuelo, perdóname por favor. —Mis rodillas tocaron el suelo del carruaje, e intenté tomar las manos de ese hombre que me veía con decepción. De un manotazo mis manos se alejaron de las suyas.
—¡Desvergonzada! —me gritó, elevando la mano para darme otro golpe que me sacudió la cabeza—. ¿Eso es lo que te ha enseñado tu maldita madre, Cathanna? ¿A ser una perra busca hombres? ¡Responde, muchacha desubicada! —Su mano se cerró en mi mejilla, elevando mi mirada hacia él—. No sabes ni tender una cama, pero bien que te la pasas buscando hombres. ¡Muchacha desgraciada!
—Abuelo, no es cierto eso que dices —expliqué, llorando. Abulté los labios, respirando con dificultad, presa del miedo—. Te lo juro por los dioses que yo no estaba ahí buscando hombres. ¡Créeme!
—¡Cállate! —Su pie me lanzó contra el asiento, sacándome todo el aire que tenía contenido en el estómago—. ¡Ahora arreglamos!
—Abuelo, por favor —rogué, casi sin aire—. ¡Por favor!
—¡Guarda silencio, Cathanna!
Asentí, con los labios temblorosos.
Después de unos minutos llegamos gracias a que los guardias activaron un portal. No entramos por la puerta principal. No. Él conocía otra que yo no: una que se encontraba cubierta por grandes arbustos. Tras de ella, nos esperaba una escalera que se sintió interminable. Yo apenas podía con mis piernas lastimadas, pero él me empujaba a continuar, hasta lograr subir al octavo piso, donde no había nadie. Nunca había nadie, y me generaba un pánico visceral.
El aire apestaba a velas derretidas, a soledad, a abatimiento, y sentía que todas las puertas estaban demasiado lejos entre sí. El pasillo era tan extenso que ni siquiera parecía tener un maldito final. Parecía extenderse más allá de ese fondo repleto de oscuridad, donde podía ver sombras alargadas moverse como si tuvieran vida propia.
Mi cuerpo se tensó, los músculos me dolían y mis huesos se congelaron de golpe, sacándome un grito sonoro de dolor, mientras mi abuelo seguía arrastrándome por el pasillo hasta que se detuvo, pero eso no me calmó. Podía escuchar un silbido en mis oídos, un silbido bajo, lento, aterrador, como si fuera el aviso de algo mucho peor.
La puerta frente a nosotros era demasiado vieja, tanto que parecía que en cualquier momento se caería al suelo. Dentro solo había una débil vela parpadeante sobre una mesa de metal. Las paredes estaban cubiertas por mantas gruesas de color blanco que se movían por el aire que entraba por las grandes ventanas medio abiertas.
Mi corazón comenzó a moverse a un más rápido, retumbando en mis dos oídos mientras mi cabeza se movía de un lado al otro, en completa negación: no debía entrar ahí. No quería hacerlo, pero tampoco tuve otra opción, porque él me lanzó al suelo dentro de la habitación, como si fuera un trapo viejo, provocando que mis labios besaran la piedra llena de mugre, y la puerta se cerró detrás de mí.
—Solo mírate, Cathanna... —escupió con desprecio, subiéndose sobre mí—. Pareces una cualquiera. ¿Eso eres, Cathanna? ¿Una puta que se ofrece al primero que te mira esas malditas piernas desnudas? —Su mano se cerró sobre mi cuello, cortándome la respiración de golpe—. Eso es lo que eres... —Apretó más fuerte. Tomé sus manos, queriendo apartarlo, pero no conseguí hacer nada—. ¡Una maldita zorra que anda provocando hombres! Pues te voy a enseñar lo que significa estar con uno de verdad, muchachita libertina de mierda.
La presión en mi garganta me hacía doler la cabeza. Intenté resistirme, pero mis fuerzas me abandonaron finalmente. No podía respirar. No podía pensar con claridad. Solo escuchaba esas palabras metiéndose en mi cabeza como la única verdad que podía existir. Pero yo sabía que no era así: no era una provocadora. No me interesaba serlo… ¿O si lo era? ¿De verdad era una mujer de esas? ¿De verdad estaba en ese lugar para llamar la atención de un hombre?
—No puedes imaginar cuanto tiempo estuve esperando por esto —susurró en mi oído, dejándome respirar. Su mano subió lentamente hasta mi rostro, acariciándome con una ternura que me estremeció—. Desde que eras una niña me preguntaba... qué tan suave sería tu piel. Y ahora... se siente deliciosa, mi princesa. —Sus labios se pegaron en mi cuello, y sentí el vómito subir—. Por fin serás solo mía.
Quise soltar un grito desde lo más profundo de mi alma. Sin embargo, su mano se estampó contra mi boca, evitando cualquier sonido que llamara la atención, y rompiéndome el labio otra vez. Pateé, me retorcí, intenté arañarle alguna parte del cuerpo, pero era demasiado inútil. La diferencia de fuerza entre nosotros era abismal.
Yo era solo una chica intentando huir de un destino trágico. Y él... él era mi abuelo. Uno de los hombres que se suponía debía protegerme del mal, no lo contrario. No causarlo. Sabía que había cometido un error al seguir a Katrione a ese lugar, pero ¿acaso eso me hacía merecedora de lo que me estaba haciendo ese hombre?
Podía defenderme. Lo sabía muy bien. Había ensayado mi poder varias veces con Taris, y lo había sentido crecer en mi interior... pero ahora, bajo su maldito dominio, algo en mi cabeza me lo arrebataba. Intentaba alcanzarlo, y era como alzar agua con los dedos: se escapaba con facilidad. Estaba atrapada en este tormento sola.
¿Por qué no podía usar mi magia?
¿Por qué no podía reaccionar?
No quería ser tocada.
No quería permitirlo.
¿Acaso no existía un dios que bajara a ayudarme?
Solo necesito que vengan ayudarme.
Por favor.
—¡No quiero! —grité cuando su mano se alejó de mi boca, sintiendo las lágrimas bajar por mis ojos como dos gotas de lava que me quemaban la piel—. ¡Déjame! ¡Por favor, déjame! ¡No volveré a salir! ¡Te lo juro, abuelo! ¡Ya deja de maltratarme así! ¡No quiero esto! —Me removí de un lado al otro, buscando deshacerme de su peso.
—Andabas de zorra en ese lugar, buscando hombres como una cualquiera. Y ahora mírate… llorando como una inútil. ¡Deja de llorar! —Su mano volvió a estrellarse contra mi mejilla, arrancándome un gemido ahogado—. Tú te lo buscaste, Cathanna. ¡Ahora te aguantas!
—Abuelo, ya déjame —susurré, viéndolo—. Me duele mucho.
—¡Cierra la boca de una vez, mujer!
Cerré los ojos con fuerza, intentando llevar aire a mis pulmones. Mi mente se puso en blanco, volviendo a ese momento cuando era pequeña y mi madre solía hacerme dos trenzas y decorarlas con las flores de lila que se encontraban en el jardín detrás del castillo, cuidado únicamente por esas graciosas hadillas de la tierra.
Ella decía que me veía hermosa, como una princesa de los cuentos infantiles que me leía en las noches antes de dormir. Pero con el pasar del tiempo, eso fue cambiando. Ella dejó de tocar mi cabello. Y cuando me di cuenta, era la mujer más distante del mundo, hasta el punto de hablarme solo por obligación, como si existiera un contrato invisible entre nosotras que la forzaba a interactuar conmigo.
Aun así, yo era la más feliz cuando ella me miraba, cuando me tocaba, cuando me hablaba. Mi corazón saltaba de alegría con solo ver en su rostro una sonrisa en lugar de ese gesto frívolo, carente del amor maternal. Sabía que estaba mal, pero que me importaba a mí eso.
Era muchísimo más fácil pensar en aquello. Aferrarme a ese recuerdo, abrazarlo como mi único refugio, que quedarme en el presente. Porque si lo hacía... lo sentiría todo. Y no quería. No quería sentir las manos de mi abuelo recorriéndome como si mi cuerpo no me perteneciera, como si fuera suyo desde siempre. No quería. Nunca.
—¿Esto te duele, mi princesa hermosa? —susurró en mi oído con una frialdad que me congeló aún más los huesos mientras se hundía en mi cuerpo una y otra vez, arrancándome lágrimas que se sentían como ácido. Su mano bajó hasta mi vestido y terminó de destrozarlo—. Pues aguanta, porque apenas comienza. Y créeme, al final te gustará. Siempre es así: primero lloran, y luego gimen como las perras que son. Así era tu santísima abuela conmigo. Al principio gritaba, se resistía como tú… y ahora no puede vivir sin mí esa cosa.
Ya no me quedaban gritos para seguir soltando, ni fuerzas para luchar por mi cuerpo. Así que solo clavé la vista en el techo, dejando que las lágrimas siguieran bajando como un río por mis ojos mientras recordaba mi infancia una y otra vez, esperando que todo esto terminara rápido para irme a mi habitación y encerrarme del mundo.
Si cada noche rezaba a los dioses, si cada maldita noche les pedía protección, les suplicaba por un mundo mejor donde todos pudiéramos ser felices… ¿Por qué me estaba pasando esto justo a mí? ¿Acaso había hecho algo malo que mereciera un castigo divino? Y si fue así, ¿por qué pagarlo de esta manera tan cruel? Malditos dioses de mierda, ¿acaso nunca existieron realmente, o solo desviaban la vista de lo que mi abuelo me estaba haciendo con tal de no bajar?
—Espero que te mantengas callada, Cathanna —dijo mientras se incorporaba y se acomodaba la ropa con calma, como si nada hubiera ocurrido—. Porque no sería yo el castigado. Serías tú: te harían cosas peores de las que puedas imaginarte. Solo así vas a aprender que no puedes andar por ahí vestida como una cualquiera. —Sonrió aún más—. Imagina, nada más… que no hubiera sido yo, sino otro hombre. Sería una desgracia. Cosas muy terribles te habrían pasado, niñita.
Asentí, sin mirarlo del todo.
—Limpia la sangre y vuelve a tu habitación, ¿si lo entiendes, mi princesa? —Se agachó y me acarició el rostro con una falsa ternura que solo provocó que mis lágrimas aumentaran, junto con mis sollozos—. Descansa. Mañana estarás radiante, como si nada, mi Cathanna.
—Sí, abuelo —murmuré.
En cuanto aquella puerta se cerró, comencé a escuchar un silbido en mis oídos. Primero fue lento, como el canto de los pájaros, luego aumentó, volviéndose insoportable. Se sentía como si algo hubiera muerto dentro de mi cabeza, y saliera junto al grito que dejé escapar de mi garganta con tanta fuerza que las ventanas no tardaron en romperse en mil pedazos, esparciéndose por toda la habitación. Me levanté con dificultad, viendo mis piernas manchadas.
Tomé un trapo viejo del rincón de la habitación y empecé a frotar con furia el suelo manchado de todo ese líquido rojo que había salido de mi cuerpo. Sin embargo, la sangre no quería desaparecer. Solo se esparcía más, como si quisiera quedarse ahí, como si quisiera recordarme una y otra vez lo que acababa de pasar, como si quisiera hacerme sentir culpable por algo que nunca pedí que sucediera.
Mis manos temblaron con fuerza, haciéndome caer al suelo, donde quedé por varios segundos, pero me levanté y seguí limpiando con más ganas, hasta que ya no pude soportarlo más y comencé a golpear el suelo con toda la desesperación que sentía ahora, sin soltar el trapo totalmente rojo. ¿Por qué tenía la necesidad de correr hacia alguien y abrazarlo con toda la fuerza que me quedaba? No quería estar sola ahora. No importaba que nunca hubiera buscado cariño.
En ese instante, el trapo en mis manos se incendió por completo, lo que me hizo palidecer. El suelo no tardó en prenderse en fuego sin emitir ningún sonido, como si las llamas supieran que no hacía falta ninguno. Me levanté tambaleante, queriendo apagarlas... pero entonces me imaginé a mí misma ardiendo. Y por primera vez, el fuego me pareció más gentil que las manos de los hombres.
Me imaginé a mi abuelo atrapado entre las llamas, suplicando por su asquerosa vida. A mi madre. A mi padre. A todos los que vivían tras estos muros. A todos los que me hacían sentir miserable cada día. Tal vez era cruel imaginarlo, pero ya no me importaba. No me importaba si me veían como una loca solo por querer ser libre.
Me giré hacia la puerta y cojeando, salí sin mirar atrás, dejando que la habitación ardiera en silencio. Nadie rondaba los pasillos a esa hora, y si alguien me veía con la ropa hecha jirones y las piernas manchadas de sangre, no me importaba. O tal vez sí, pero ya no tenía fuerzas para esconderlo. ¿Y de qué servía? ¿Valía la pena seguir con vida después de perder lo único que me hacía valer algo en este mundo?
Al llegar a mi habitación, fui directo al baño. Me deshice de los restos del vestido y me hundí en la tina. Abrí la llave, permitiendo que el agua caliente la llenara. Tomé la esponja y comencé a frotar con fuerza, como si esa acción pudiera arrancar de mi piel el asco, el miedo y la marca de sus manos. Froté hasta que el calor del agua ya no era lo que me quemaba, sino el roce despiadado contra mi propia carne.
Observé el agua roja por varios segundos con la mente en blanco, moviendo la cabeza de un lado al otro, sintiendo ese nudo ardoroso formarse en mi garganta. Me llevé una mano a la boca, tratando de ahogar el vómito que subía con fuerza por mi garganta.
Decírselo a mis padres sería firmar mi condena de muerte. Me mirarían con desprecio, y me culparían de todo lo sucedido. Porque ellos juraban que las mujeres nacíamos con el pecado en el vientre, que nos obligaba a ser unas desgraciadas provocadoras del mal, y nada en el mundo cambiaría ese pensamiento tan asqueroso de ellos.
Aunque deseara gritarlo, sabía que no me creerían ni una sola palabra que dijera, porque no tenían el mismo peso que las de mi abuelo, el hombre más respetado de todo el castillo, y por muchas personas en Valtheria. ¿Quién era yo a su lado? Absolutamente nadie.
Las mujeres éramos lo peor que había sido creado en el mundo: seres llenos de codicia, pecado, maldad; mientras los hombres siempre eran los inocentes, los que solo seguían los instintos que “la naturaleza” les cedió. Para ellos, cualquier atrocidad cometida por uno de los suyos estaba bien y nunca debía ser cuestionada. Pero nosotras... por cualquier cosa, por la mínima tontería, ya teníamos mil ojos clavados encima, sin darnos la opción de poder defendernos de las calumnias.
Aun así, yo no quería seguir callando para mantenerme con vida. Ya lo había hecho muchas veces, tantas que las palabras de mi propio idioma se perdían en mi mente y me costaba encontrarlas cuando necesitaba decir algo importante. Pero tampoco sabía cómo hablar sin que el miedo me consumiera por dentro, como hace unos minutos, en el cuarto de arriba, con ese hombre. Con mi abuelo.
Quería correr en este momento junto a mi madre. De verdad la necesitaba como nunca. Pero sabía que no podía ser posible eso por más que lo codiciara. No porque la distancia estuviera interviniendo entre nosotras, sino porque su actitud había abierto un abismo enorme que nada sería capaz de llenar. Y eso me dolía, porque pasara lo que pasara, sabía que ella jamás estaría para mí, y yo la quería a mi lado.
¿Y mi padre? Era aún más gracioso por el simple hecho de que yo a ese hombre también lo amaba —o eso pretendía creer—, aunque no estuviera presente en mi vida. Lo amaba, aunque no fuera un buen esposo para mi madre. Lo amaba porque era mi padre, pero sabía que, si fuera un hombre cualquiera, sentiría demasiado asco por él. Por todo lo que representaba. Porque era malo. Muy malo con nosotras.
¿Cómo se podía amar a alguien que, en otras circunstancias, odiaría con toda mi alma? Era muy sencillo: la sangre lo volvía posible. No podía rechazarlo porque su linaje corría por mis venas, como una condena imposible de pagar. Solo me quedaba aceptarlo para siempre.
Pasé una toalla por mi cuerpo y me senté en el suelo, junto a la puerta. Tenía miedo de que él apareciera para hacerme daño otra vez. Y no quería permitirlo. Ya no quería que ningún hombre en el mundo me viera, me tocara, me hablara. Ni mi padre, ni mis hermanos. Nadie. No podía estar segura de que no me harían nada, solo por ser mi familia. Mi abuelo también era mi familia, y aun así decidió lastimarme. ¿Quién me aseguraba que ellos no me harían lo mismo?
Mi mirada empezó a nublarse y mi respiración se volvió errática. El aire estaba en toda la habitación, podía sentirlo en mi piel, pero no llegaba a mis pulmones. Era como si algo apretara mi pecho tan fuerte que por un momento pensé que eso bastaría para matarme.
Intenté tragar saliva, pero era imposible; sentía como si tragara vidrio, desgarrándome la garganta. ¿Por qué sentía que algo me estrangulaba desde adentro como si quisiera deshacerse de mi lucidez? Volví a querer tragar saliva, obteniendo el mismo destino trágico.
Mis manos se tornaron heladas antes de que empezaran a sacudirse con violencia. Mi cuerpo las imitó de inmediato, sacándome gemidos ahogados que llenaron la habitación. Era ese miedo de que algo malo iba a pasar. De que alguien me observaba desde la oscuridad de la noche, esperando el momento exacto para atacarme. De que no importaba cuánto corriera o gritara, igual sucedería. Que cualquier lugar dejaba de ser refugio para volverse una cárcel para mí.
Me tapé los oídos con fuerza cuando empecé a escuchar demasiadas voces al mismo tiempo: recuerdos, mi nombre dicho con tanto deseo que me dio asco, mi nombre dicho con tanta rabia que quise arrancarme el corazón para no sentir tristeza. Sentía que mi alma ya no soportaba estar ni un segundo más dentro de este cuerpo.
Me levanté de golpe, cerré la ventana con seguro y, aunque siempre temí a la oscuridad por lo que podía encontrar en ella, apagué todas las luces. Me dejé caer al suelo sin cuidado, con los ojos tan apretados que dolían. Intentaba volver a la realidad con respiraciones torpes que no servían de nada. Me raspé los brazos. Me mordí la lengua, sacándome sangre. Solo quería que todo se detuviera. Que el mundo se callara. Que mi cuerpo se apagara, aunque fuera solo por un rato.
Escuché voces afuera, hablando con urgencia sobre el fuego en aquel piso. ¿El fuego sí fue escuchado, pero... mis gritos de dolor no?
Intenté levantarme, pero siempre terminaba de nuevo en el suelo, con esa maldita opresión haciéndose cada vez más fuerte. Lo intenté otra vez, solo para volver a caer como si nada. Lo hice de nuevo... y volví a caer. ¿Acaso mi cuerpo ya estaba muerto?
—¿Por qué me están haciendo esto? —Miré por la ventana, al cielo—. ¿Por qué justamente a mí?